En 1857 fue aprobada la Ley de Instrucción Pública. En su articulado se regulaba cómo habría de ser la educación de las nuevas generaciones de escolares. Rosario de Acuña, que no había cumplido aún los siete años, era una de las destinatarias de aquel programa que había diseñado el equipo del ministro Claudio Moyano Samaniego.
Además de las materias instrumentales (Lectura, Escritura, Principios de gramática castellana y Principios de aritmética), la ley también establecía la obligatoriedad del estudio de la Doctrina cristiana y nociones de Historia sagrada –en consonancia con lo establecido en el Concordato de 1851–, así como materias específicas para los niños y las niñas en función, claro está, de las diferentes expectativas que la sociedad tiene para los hombres (Breves nociones de agricultura, industria y comercio, Principios de geometría, de dibujo lineal y de agrimensura, Nociones generales de física y de historia natural) y las mujeres (Labores propias del sexo, Elementos de dibujo aplicados a las labores propias del sexo, Ligeras nociones de higiene doméstica).
Es probable que, además de las materias establecidas por la normativa vigente, el plan de estudios que habría de seguir Rosario hubiera sido completado con algunas otras materias, como Piano, Solfeo, Pintura o Francés, que era lo habitual en los colegios de monjas a los cuales solían acudir las hijas de las familias de economía desahogada.
Todo se truncó cuando la niña había cumplido los cuatro años. Fue por entonces cuando comenzó a padecer los primeros síntomas de una enfermedad ocular que la habría de someter a grandes padecimientos durante buena parte de su vida. Tras consultar a los mejores especialistas, no hubo más remedio que aceptar con resignación el diagnóstico: conjuntivitis escrofulosa, esto es, una afección de la córnea caracterizada por la aparición de dolorosas vesículas, que por entonces estaba asociaba a procesos tuberculosos. Ya en la madurez, cuando la cirugía había eliminado el problema, la propia paciente, en una de aquellas «conversaciones femeninas» (⇑) que publicaba en El Cantábrico, nos inocula con sus palabras el dolor del mal durante tanto tiempo padecido y, más aún, el de la terapia con ella practicada: «Desde mis cuatro años empezaron a poblarse mis ojos de úlceras perforantes de la córnea [...] y el quejido del atenazante dolor helaba la risa de mis labios de niña...»
Aquella dolorosa enfermedad le impidió cumplir los designios ministeriales y su educación quedó en manos de su familia. Su madre tomó a su cargo los aprendizajes de la lectura y la escritura, instrumentos imprescindibles para permitir cierta autonomía en la formación; su padre se ocupó de que se adentrara en el estudio razonado de la Historia al que, según ella misma cuenta, dedicaba largo tiempo leyendo y comentando fragmentos de «obras amplísimas y documentadas», con la esperanza de que, poco a poco, aquellas enseñanzas fueran sedimentándose de manera adecuada. Las Ciencias Naturales ocuparon lugar preeminente en la educación de la jovencita; no en vano contaba con un abuelo –médico y experto naturalista– que, además de lecciones de contenido más ortodoxo, se aventuraba a explicarle las teorías evolucionistas de Charles Darwin, lo que constituía una verdadera innovación en cualquier programa de estudios del momento, y rozaba lo revolucionario en el caso de una delicada y católica jovencita. Además de estas enseñanzas, digamos teóricas, impartidas en la ciudad, la niña aprendió muchas otras cosas acerca del funcionamiento de la Naturaleza en la práctica, en el campo, en las ocasiones, frecuentes y numerosas, en que se refugiaba en los salutíferos aires de las serranías andaluzas para intentar paliar los sufrimientos que su enfermedad le ocasionaba. Fueron, en efecto, muchas las temporadas pasadas en las propiedades que poseía su abuelo en Jaén donde, cuando sus ojos se lo permitían, se dedicaba a contemplar el comportamiento de todos los seres, animales y racionales, que poblaban aquellas tierras; varios fueron los viajes que realizó, con sus padres primero y sola más tarde, por las tierras de España y por las de Francia e Italia. Todo ello completado con buenas lecturas, afamadas representaciones dramáticas y los mejores conciertos.
Resulta vano y estéril plantearnos qué hubiera sucedido de no haberse topado de frente con la conjuntivitis escrofulosa que laceró buena parte de su niñez. Lo cierto es, que de resultas de la misma, aquella niña recibió clases de materias que no estaban en el programa oficial y desarrolló aptitudes de observación, análisis, clasificación, comprobación o deducción que, de otra forma, hubiera tenido más difícil. Las continuas estancias en el campo, el amor y respeto hacia el maravilloso funcionamiento de la Naturaleza con el que asistía desde bien pequeña a las monterías que se organizaban en las fincas familiares, inocularon en la joven Rosario un confesado gusto por las ciencias naturales, del que derivaría su afición por el análisis de la naturaleza humana. Para este otro campo de estudio, le vinieron muy bien las enseñanzas de índole práctica y, hasta cierto punto, experimental obtenidas en los diferentes viajes que realizó por España, Francia e Italia durante su juventud.
No sabemos qué hubiera sido de Rosario de Acuña Villanueva de haber seguido el plan de estudios inicialmente previsto para ella, lo que sí sabemos es que el que finalmente desarrolló en el entorno familiar fue eficaz, pues aprendió a aprender, a adquirir conocimientos por medio del estudio, de forma autónoma y de manera sistemática He aquí algunos ejemplos que lo prueban.
Primero. LA FRENOLOGIA Y EL CEREBRO DE LA MUJER
En la España del último cuarto del siglo XIX había quien era dado a admitir con cierta complacencia teorías, tesis o argumentos con tal de que tuvieran cierto aspecto de cientificidad, más si se habían desarrollado durante el Siglo de las Luces, lo más de lo más. Tal fue el caso de las conclusiones de Franz Joseph Gall, quien a mediados del siglo anterior alcanzó gran notoriedad al definir una nueva ciencia llamada frenología, cuyo objeto era el estudio de la forma del cráneo y su relación con las cualidades intelectuales y morales del ser humano.
Aunque la frenología, convertida en uno de los soportes –científico y racional– del racismo, cayó en el olvido tras la Segunda Guerra Mundial por razones obvias, en el tiempo que nos ocupa gozó de gran predicamento, y sus argumentos fueron utilizados, entre otras cosas, para justificar el papel secundario que la sociedad asignaba a la mujer. Y es que, según el doctor Gall, el cerebro de la mujer estaba menos desarrollado en su parte antero-posterior que el de su compañero de especie, razón por la cual sus facultades intelectuales eran, por naturaleza, inferiores a las de los hombres
Como aquel asunto tenía para ella gran interés porque estaba en juego la capacidad de raciocinio de la mujer, se puso manos a la obra. Lo prioritario era la documentación, acudir a las fuentes. Según sus propias manifestaciones se hizo con varias obras especializadas sobre la materia «aumentadas con las que va produciendo la ciencia europea en este género de conocimiento». Luego vino el estudio concienzudo. Finalmente sus conclusiones.
No pudiendo rebatir la tesis de manera concluyente y a la espera de que los estudios aportaran más luz al asunto (Cuando se cultive suficientemente esa gran rama del árbol del saber; cuando sus declinaciones no se hagan exclusivas de las escuelas intransigentes, y comience a sintetizar sobre los grandes análisis [...] entonces se dirá la última palabra), fija su atención en el punto de partida de esa supuesta diferenciación, que para ella está en la falta de posibilidades con las que ha contado la mujer para su desarrollo. Lo avanzó en 1881 en Algo sobre la mujer (⇑):
…no se me venga con la fisiología a probar que nuestro cerebro, en cantidad y calidad es inferior al del hombre e igual casi al del hotentote, último ser de la escala racional, el más inmediato al cuadrumano, porque a esto respondo yo que órgano que no se utiliza concluye por atrofiarse
Años después desarrolló su tesis con mayor amplitud en la conferencia titulada Consecuencias de la degeneración femenina (⇑) que pronunció en la sociedad Fomento de las Artes el 21 de abril de 1888. El resumen fue concluyente: Insuficiencia por medios, no inferioridad por origen; he aquí todo.
Segundo. ACERCA DE LA LOCURA
El tamaño del cerebro o la forma del cráneo no justificaban, de ningún modo, la supuesta inferioridad de la mujer, pero ¿podrían ayudar a predecir el carácter, la personalidad o los comportamientos humanos? ¿Era posible, como algunos afirmaban, identificar a un loco o a un criminal en potencia con tan solo analizar sus rasgos físicos o palpar su cabeza? Aunque la frenología está actualmente desacreditada, no sucedía lo mismo en la España del XIX, razón por la cual había que hilar muy fino a la hora de poner en cuestión sus argumentos.
Para intentar obtener respuesta a preguntas de tanta hondura, a Rosario de Acuña no le basta en esta ocasión con la información que se encuentra en los libros, en esas obras especializadas sobre frenología que había adquirido. Necesita conocer otras fuentes, otras realidades, otros puntos de vista, sobre la locura, sobre sus causas.
Sabe que el doctor José María Esquerdo, especializado en el estudio de las enfermedades mentales, dirige en Carabanchel un hospital mental donde los enfermos llevan a cabo diversas terapias ocupacionales cuyos resultados no están en consonancia con el determinismo biológico que subyace en las tesis frenológicas. Conoce que aquel novedoso proyecto contribuyó a avivar el debate sobre el origen y las causas de la locura, del papel que en la enfermedad mental jugaba la herencia o acerca de los mecanismos que conducen a la degeneración humana. Así que, no duda en acudir a Carabanchel para comprobar todo cuanto se pregonaba acerca del doctor Esquerdo y su sanatorio. Y a juzgar por lo que dejó escrito, quedó encantada con la visita:
Su casa de salud es un pueblo, mejor dicho un estado, cuyo rey es el racionalismo; ¡raro contraste! Toda aquella muchedumbre de locos, está regida por la razón: para ellos no hay violencias, contradicciones, brusquedades, ni satíricos ultrajes; diríase, al verlos en amigable consorcio, que es una reunión de verdaderos cuerdos: para ellos no hay más que dulzura, condescendencia, suavidad y una firmeza racional, en cuya tersa superficie se estrellan impotentes las olas de sus extraviadas sensaciones: he aquí porqué ha conseguido Esquerdo redimir al loco; él le da nombre, tratamiento, palabra, libertad y, por último, le da la razón, primer paso que le ofrece para regenerar su pensamiento, y este sabio, esta gran figura de nuestra época, que está tan plagada de fantasmas irrisorios de sabiduría y grandeza, se encuentra solo ante su obra, como estuvo solo Sansón para derribar el templo filisteo; su ciencia ha creado escuela; su fe ha reunido discípulos; su voluntad y su honrado trabajo, ha levantado ese edificio donde se refugian todos los dolores de la pasión, de la herencia o del organismo, y desde cuyas ventanas amplias y siempre abiertas, se contempla un horizonte extenso y un anchuroso cielo: su obra es de gigante, como toda obra de redención.
Además de las entusiastas alabanzas a la labor de Esquerdo, en el artículo, publicado con el expresivo título «Un redentor de locos» (⇑), anticipaba algunas de las líneas de investigación que habría de seguir en el futuro. Así, cuando afirma «El loco es un efecto cuya causa son los cuerdos», está señalando directamente a la sociedad como responsable, directa o indirecta, de la locura, lo cual la impulsa a hacerse una pregunta crucial: «¿qué importa que llevando sus conclusiones al límite, es decir, hasta la puridad más absoluta, nos encontremos con la absolución del criminal…?»
Ahí es nada. La señora de Acuña se ha metido de lleno en una disputa de altos vuelos que no ha hecho más que empezar, la que enfrentará a juristas y alienistas acerca de la responsabilidad penal de los dementes. El tema le apasiona porque intuye que en ese ámbito de investigación puede encontrar buena parte de las explicaciones que anda buscando. Tanto le atraen las tesis defendidas por los alienistas que no duda en convocar un certamen público bajo el lema «Irresponsabilidad del loco lúcido», dotado con mil pesetas.
Una circunstancia inesperada le permitió ahondar aún más en el asunto. El 18 de abril de 1886, Narciso Martínez, primer obispo de la diócesis de Madrid-Alcalá caía herido de muerte, a las puertas de la iglesia-catedral de San Isidro y ante numerosos testigos, tras recibir por la espalda tres disparos efectuados por el cura Cayetano Galeote. Para muchos el asunto estaba claro: Galeote era un asesino y debía de ser castigado como tal; otros, en cambio, argumentaban que se trataba de un demente y no era dueño de sus actos. Sería en los juzgados donde los peritos dirimirían la cuestión y hasta la sede judicial, bien provista de lápiz y cuartillas, se acercaría día tras día Rosario de Acuña con la intención de no perder detalle (⇑) de cuanto allí se diga.
Las conclusiones de aquel intenso aprendizaje acerca de la locura quedan expuestas en El crimen de la calle de Fuencarral (⇑), un folleto publicado en 1888 en cuyas páginas argumenta acerca de las causas que la desencadenan, del papel de la herencia, de la influencia de la educación recibida y del ambiente en el cual se crece y se desarrolla.
Tercero. LA AVICULTURA
A finales del siglo XIX toma la decisión de fijar su residencia en Cantabria y, habida cuenta de las excelentes condiciones que esta tierra reúne para la avicultura, se propone dedicarse a la cría de aves. Lo primero que hace es documentarse convenientemente, empaparse bien de los conocimientos y experiencia de los mejores avicultores del país, a la cabeza de los cuales se encuentra por entonces Salvador Castelló Carreras, quien en Areyns de Mar dirigía la afamada finca Paraíso, en la cual desarrollaba los conocimientos que sobre la materia había adquirido en el Instituto Agronómico de Gembolux (Bélgica). Leyó, estudió, consultó a los expertos y... ¡no la convencieron! Casi todos venían a coincidir en que el camino a seguir pasaba por el aislamiento de las distintas razas, la selección sobre sí mismas, para conseguir la mayor pureza, los mejores ejemplares.
Al lado de esta chillería, cuyo verdadero origen es de muy problemática buena fe, y que, como digo, puede calificarse de avicultura teocrática, abría yo las obras de Darwin (que antes de traducirse a ningún idioma ya me las había explicado en castellano mi abuelo materno), tan admirablemente presentidas en una de sus tesis más fundamentales por nuestro Cervantes en el Quijote, que dice, poco más o menos, que todo linaje que pretende conservarse puro suele acabar en punta; axioma comprobado por las leyes darvinianas de la variabilidad; y no sólo en las páginas del sabio inmortal, del naturalista inglés, sino en las páginas (más sabias que todas) de la Naturaleza, veía yo triunfar en la lucha por la vida a todos los mestizajes.
Frente a la pureza de la raza optó por el mestizaje. Mezcla de razas con el objetivo de lograr una variedad de gallinas rústicas, buenas ponedoras, «de polladas sanas y fáciles de criar, de carnes aceptadas en el mercado general, sin suculencias exóticas, ni dificultades de venta, y para lo cual me sirviesen los elementos que tenía».
Solo había que poner en marcha el proyecto y comprobar si estaba en lo cierto. Adquirió en las mejores granjas del país varios lotes de diferentes razas de gallinas; preparó convenientemente el habitáculo para sus aves dotándolo de los aparatos más modernos para la cría artificial... ¡Manos a la obra! Cuidado, limpieza, observación... y anotar, y registrar: en cada huevo la fecha de puesta y la raza de la gallina ponedora; en los libros de ingresos y gastos, en el de puesta, en el de alza y baja de pollitos...
Documentación y estudio. Elaboración de una hipótesis. Puesta en marcha de la experiencia. El resultado fue positivo: consiguió una raza de «gallinas mixtas» que resultaron grandes ponedoras de huevos grandes (el que menos de setenta y cinco gramos) y fueron muy valoradas pues, según sus propias palabras, en un año vendió catorce mil huevos para incubación con pedidos llegados de casi todas las provincias españolas, también de México y Argentina. Su apuesta por el mestizaje fue, al fin valorada, tanto por los avicultores cántabros (véase el laudatorio artículo (⇑) escrito por Pablo Lastra y Eterna, uno de los promotores de la Asociación de Avicultores Montañeses), como por los expertos internacionales que integraban el jurado de la Exposición Avícola Internacional celebrada en Madrid en 1902, los cuales le otorgaron el segundo premio, Medalla de Plata. También por quien fuera su maestro en el tema, el señor Castelló Carreras, quien no duda en pedir su autorización para reproducir en La Avicultura Práctica (⇑) aquellos artículos que sobre el tema había publicado El Cantábrico, los cuales, dado el interés despertado, fueron reeditados en forma de folleto.
El mestizaje es el motor de la vida; la bandera de la libertad, de la democracia, ondea triunfante en avicultura sobre todos los dogmatismos reaccionarios de escuela.
Cuarto. LA HIGIENE Y LAS ENFERMEDADES INFECCIOSAS
Desde que fijó su residencia en la Montaña no se cansa de alabar las bondades de la tierra cántabra, su benigno clima, la belleza de sus montes y de sus valles... No obstante, algo hay que empaña tan idílico escenario: las condiciones de vida de la gente más humilde. Así es que, considerándose «casi hija de esta hermosa tierra», no duda en adentrarse en la literatura médica con la pretensión de poner en manos de quien más lo necesita los instrumentos para luchar contra las enfermedades infecciosas, que acechan los hogares de la Montaña, «convirtiéndolos en nidales del dolor y la muerte».
Cuando la Federación Local de la UGT le propone participar en un ciclo de conferencias que pretendía acercar el saber a los círculos obreros, ella elige por tema La higiene en la familia obrera (⇑). Y sobre limpieza habló largo y tendido el 23 de abril de 1902, dirigiéndose de manera especial a las mujeres («dedico mi conferencia exclusivamente a las obreras, porque tengo absoluta fe en el destino superior de la mujer»). De limpieza, de higiene y de los tres elementos que ella considera imprescindibles: la luz, el aire y el agua. Al final confiesa que le bastará para sentirse satisfecha con su intervención «que todos vosotros abráis las ventanas de vuestras casas así que amanezca, que todos vosotros lavéis vuestras manos y rostro dos veces al día»; que los hijos sean lavados y bañados diariamente; que las casas estén limpias, «olientes a cal», aireadas por todas partes.
A los obreros, a las mujeres obreras, no les habló en aquella conferencia de nada que tuviera que ver con la «destrucción del microbio por medio del desinfectante». Consideró entonces que, no habiendo apenas dinero para comer, no lo habría para el cloruro de cal, el ácido fénico o el Zotal. Sí que lo hizo un año antes cuando eligió como protagonista de sus escritos al Mycobacterium tuberculosis o bacilo de Koch, la bacteria protagonista en el contagio de la tuberculosis: «Allí está, vertiendo la supuración corrosiva generadora de la fiebre, en el torrente circulatorio...».
A la enfermedad producida por esta bacteria, causante por entonces de la muerte de varias decenas de miles de españoles, dedica el trabajo titulado La tuberculosis en el pueblo montañés (⇑). A lo largo de las cinco entregas publicadas en El Cantábrico se dedica a ahondar en las causas que la producen, a describir los efectos de la enfermedad y a proponer diversas medidas profilácticas para intentar reducir el impacto que su contagio produce.
Aquel trabajo no pasó desapercibido. Fue reproducido en algún que otro periódico y su eco llegó hasta la prensa madrileña, apareciendo una laudatoria reseña en la primera página de El País. Mayor interés para el tema que nos ocupa representa la opinión que le merece al doctor Ángel Pulido Fernández, dada la significación que el citado galeno ostenta en la sanidad española del momento, habida cuenta de su condición de director general de Sanidad y de académico correspondiente de la de Medicina.
Puede usted estar satisfecha de su obra. Si suprime usted la firma, cualquiera persona podría creer sin violencia que los ha escrito un médico, por lo que se refiere a la doctrina; un eximio higienista, por el acierto de su propaganda, y un varonil y bien fogueado literato por su forma brillante y enérgica...
No tiene sentido elucubrar acerca de la formación que nuestra protagonista hubiera alcanzado de haber seguido –con todos los aditamentos habituales en las niñas de su condición– el plan de estudios establecido en la Ley de Instrucción Pública de 1857. No sabemos, ciertamente, cómo hubiera sido su educación de no haber sufrido en su primera niñez los efectos de aquella dolorosa enfermedad ocular. Lo que sí podemos afirmar es que, a la vista de los ejemplos anteriores, la educación alternativa que recibió en el ámbito familiar resultó eficaz, pues parece evidente que logró abastecerla de los instrumentos necesarios para su educación permanente y continua, que aprendió a aprender.
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