26 noviembre

200. El buen discípulo


Fragmento de «La escuela de Atenas», de Rafael Sanzio (Museos Vaticanos)
Cuando me incorporé a la tarea colectiva (⇑) de recuperación del testimonio vital de Rosario de Acuña, di por bueno lo que contaban quienes sobre ella habían indagado anteriormente; no podía ser de otra manera. Por aquel entonces, tal y como he contado en el comentario 105. ¡Maldita neblina! (⇑), asumí que había nacido en 1851, que era condesa o que se había educado en un colegio de monjas.

A medida que iba profundizando en la investigación, encontré evidencias que me hicieron dudar de algunas de estas afirmaciones. Llegaron después los documentos que probaban que el apellido correcto de su marido era Auset y no Anset; que había nacido en Madrid y que lo había hecho en el año 1850 (⇑); que no contamos con fuentes que prueben su relación con un supuesto título de condesa de Acuña (⇑)... Asunto bien diferente es aquel que tiene que ver con la figura de Carlos Lamo Jiménez y con el tipo de convivencia que mantendría con doña Rosario: mantengo dudas razonables acerca de que fuera una «relación de pareja» (esto es, que Carlos era su amante o compañero sentimental, expresiones que se han venido utilizando al respecto), pero en este caso no dispongo de documento alguno que pueda respaldar mi suposición, aunque sí de algunos indicios que, a mi juicio, la sustentan.

Todo comenzó al leer la carta que en 1920 envía a José Nakens (⇑), director de El Motín, para agradecerle su mediación en la concesión del Premio Ayuso (y de las mil pesetas con que estaba dotado). La descripción que realiza de los pagos efectuados, los números de la rendición de cuentas del dinero recibido, convierten al escrito en una impactante radiografía de las penurias por las que está pasando aquella mujer:

Cincuenta duros de la cantidad han servido para rescatar alhajas empeñadas, que hubiera tenido dolor de corazón al perder, por haber pertenecido a mi abuela y madre. Treinta y cinco duros para pagar los réditos de la hipoteca que pesa sobre esta casuca [...] Sesenta duros para saldar deudas de judías, tocino, harina de maíz, aceite, patatas, cebollas, algún kilo que otro de carne y leche de la de botes, porque los campesinos no me venden las de vacas. [...] Diez duros de carbón vegetal que se debían y que es el combustible que gasto en un año, a más de unas cuantas pesetas de jabón para el lavado y otros avíos caseros. Sobre todo esto pagado, ¡ah! que se me ha quitado de encima y que pesaba como una tonelada, habrá que comprar zapatos, que ya andaban los pies con vergüenza de las zapatillas de invierno. Total me quedan unos cuarenta duros que, bien administrados, me aseguran tres meses de la alimentación acostumbrada (pues ya sabe usted que cuento con mil pesetas anuales de viudedad) y un año de seguridad en mi casuca sin andar con la ropa al hombro, en sobresalto continuo...

Pero, bueno, ¿dónde estaba Carlos?, ¿qué hacía? Me resultaba difícil entender aquella situación: Carlos Lamo Jiménez era abogado, pertenecía al minoritario grupo de quienes en aquella España mayoritariamente iletrada había conseguido realizar estudios universitarios... Tenía por entonces cincuenta y un años, y estaba perfectamente capacitado para el desempeño de diversos trabajos... Dediqué tiempo a aquel asunto. Recuerdo que lo hablé con Lidia Falcón, sobrina nieta de Carlos, que me vino a decir que su tío abuelo no debía de estar muy interesado en las cuestiones crematísticas. Bien, vale, pero... cincuenta duros para rescatar alhajas empeñadas, sesenta duros para saldar deudas de comestibles, diez duros para pagar el carbón que se había comprado a fiado...

No consta que el señor Lamo trabajara en las granjas avícolas, primero en Cueto y luego en Bezana, que con tanto esfuerzo mantuvo activas durante varios años nuestra protagonista

Resumamos. No consta que en aquella casa de El Cervigón entraran más ingresos que las noventa y tantas pesetas mensuales (un poco más de las mil anuales a las que ella hace mención en su carta) de la pensión de viudedad de doña Rosario; no consta que Carlos tuviera a su cargo las tareas domésticas, que debieron de ser de la sola competencia de ella hasta el mismo día de su muerte, así lo evidencian algunos de sus escritos; no consta que el señor Lamo trabajara en las granjas avícolas, primero en Cueto y luego en Bezana, que con tanto esfuerzo mantuvo activas durante varios años nuestra protagonista; no consta que participara en aquellas jornadas interminables que comenzaban a las tres y media de la madrugada y concluían a las nueve de la noche... Creo suficiente lo hasta aquí apuntado para poder afirmar que la de Rosario de Acuña y Carlos Lamo no parece que haya sido una relación entre iguales. Y no siéndola, conviene recordar algunas de las cosas que ella escribió al respecto:

Hay que engendrar la pareja humana, de tal modo que vuelva a prevalecer el símbolo del olmo y la vid, que tal debe ser el hombre y la mujer: los dos subiendo al infinito de la inteligencia, del sentimiento, de la sabiduría, del trabajo, de la gloria y de la inmortalidad; y los dos, juntos, sufriendo, con la misma intensidad, los dolores; gozando, en el mismo grado, de los placeres...

Nada que ver. Suena bien diferente: sin limitaciones externas a su propio desarrollo; comparten dolores y placeres, con la misma intensidad, en el mismo grado; ninguna de las partes sale injustamente mejorada en perjuicio de la otra... Me cuesta mucho trabajo aceptar que quien – y no solo en el texto anterior–  proclama la equidad en la pareja (y lo hace en un escrito que, no lo olvidemos, fue el que provocó su exilio portugués ⇑), que quien lleva buena parte de su vida luchando contra la postergación que padece la mujer española, pudiera llegar a asumir una relación de pareja como la que, supuestamente, mantuvo con Carlos Lamo Jiménez, más propia de un sobrino (quizás un tanto consentido), que fue el parentesco que los próximos le atribuyeron. Sobrino era en Cantabria para José Estrañi, director de El Cantábrico, o para el doctor Magarzo; sobrino era en Gijón para Antonio López-Oliveros, director de El Noroeste, o para el joven periodista José Díaz Fernández que acudía de cuando en cuando a la casa de El Cervigón.

Si para los próximos era su sobrino, ¿qué era Carlos para ella?,  ¿cómo calificaba Rosario su relación con él? Al principio lo trató como amigo («Estimado amigo: Empiezo por suplicarte que me dispenses el tuteo...», así iniciaba una carta que le escribió en 1888 (⇑); «A mi lado había un ser valeroso, cuya respetuosa amistad, llena de abnegaciones y de fidelidades, había querido compartir conmigo los peligros y vicisitudes de cinco meses de expedición a caballo y a pie por lo más abrupto del Pirineo Cantábrico...», contaba en 1891). También le llamó públicamente «sobrino» («Salió mi sobrino de la casa y volvió al poco rato diciéndome que, efectivamente, un buque de vela se hallaba en peligro inminente a un centenar de metros», decía en 1923, poco antes de su muerte, con ocasión del naufragio de una goleta en los acantilados próximos a su casa. Como «compañero» le calificó  en varias ocasiones  («Decidimos que yo escribiría al general Burguete y que mi compañero iría, comisionado, a llevarle la carta, enterándole de la estulticia que se estaba cometiendo conmigo...»), lo cual pudiera ser razón suficiente para que se diera por válida la acepción coloquial del término («persona con la que se convive maritalmente»), desechando a priori alguna otra que, quizás, pudiera cobrar mayor sentido en textos como el siguiente:  «…no en mi soledad, porque afortunadamente no estoy sola, sino en compañía de quien hace veintiocho años, sacrificando su carrera, sus naturales talentos, su porvenir y hasta su fama, ha sabido, con paciencia generosa, atenuar el vía crucis de quien, siendo mujer, se atrevió en España, a vivir como persona y por su cuenta». 

En cualquier caso, no deberíamos olvidar que ella no es, para nada, una mujer timorata, a quien le importe gran cosa el qué dirán; no es de las que refrene su pluma por temor, por más que algunos de sus escritos le ocasionaran no pocos sufrimientos (⇑). Cabe pensar, por tanto, que de haber alguna razón para que no afirmase abiertamente que Carlos era su amante, compañero sentimental o cualquier otro término similar utilizado por entonces, en ningún caso pudiera ser atribuible a consideraciones de conveniencia social, a un deseo de no violentar las convicciones morales o religiosas de sus convecinos. Tampoco conviene pasar por alto que sus enemigos son poderosos y que, a buen seguro, no dudarían en arrojar sobre ella toda la munición que su supuesto adulterio les brindaría (recordemos que hasta 1901, año de la muerte de Rafael de Laiglesia, su estado civil era el de casada). Quienes afirmaron que  «ni era mujer ni española», quienes la calificaron públicamente de «harpía laica», «engendro sáfico», «hiena de putrefacciones» o «trapera de inmundicias» no hicieron mención alguna, al menos que yo sepa, a su «vida licenciosa» ni caracterizaron a Carlos como «su amante».

Reseña necrológica publicada en El Cantábrico el 21 de julio de 1905Volviendo al sobrinazgo, parece conveniente que recordemos en este punto dos aspectos que bien pudieran aportarnos alguna luz acerca de la naturaleza de este vínculo. Alude el primero al hecho de que su condición de sobrino fue, de alguna forma, heredada, pues antes de serlo de Rosario, lo fue de su madre, Dolores Villanueva (así consta, por ejemplo, en las reseñas necrológicas aparecidas en El País y en El Cantábrico, en este último caso quien la escribe parece saberlo de primera mano, pues dice que es buen amigo de Carlos). El segundo tiene por protagonista a Regina Lamo, quien en un escrito de 1933 se refiere a la relación que ambas mantuvieron utilizando las siguientes palabras: «Eso era ella. Yo, ¿quién soy yo? Una mujer que la amó mucho, a quien su padre enseñó a admirarla a ella como un ente semidivino, traído a la vida de la Humanidad para guiarla entre escorias, hacia el camino del Bien, de la Justicia, del Amor...» Ya antes había compartido sobrinazgo con su hermano llamándola públicamente «mi tía», ahora compartía con su padre la admiración que sentían hacia ella. Tal parece que, más que una relación de pareja, lo que se vislumbra es la existencia de otra más amplia que implica a los integrantes de ambas familias. Todo comenzó en la segunda mitad de la década de los ochenta, momento en el cual  nuestra protagonista conoce a los Lamo Jiménez (⇑): a Carlos, a su hermana, a su madre y a su padre.

A finales de 1884 los universitarios madrileños salen a la calle en defensa de la libertad de cátedra tras los ataques vertidos contra el profesor Miguel Morayta, a quien se acusa de haber pronunciado un discurso herético en la inauguración del curso. Rosario de Acuña no duda en salir a la palestra para defenderlos públicamente,  ofreciéndose a correr con los gastos de matrícula de uno de los estudiantes que, contando con el derecho de matrícula de honor, «lo perdiese por resistirse a entrar en clase, mientras no se dé satisfacción cumplida a la maltratada dignidad de la cátedra». Días después ofrece un banquete en un conocido restaurante madrileño (⇑) a una comisión de estudiantes y al propio Morayta. A partir de entonces compartirá ideales y esfuerzos con la juventud liberal, como ella misma contará tiempo después:

Hace cuatro años que en fraternal banquete de protesta contra los sucesos del 19 de noviembre reuní a compañeros vuestros atropellados por la soberbia e insultante política conservadora. Desde aquella memorable fecha vengo consagrando mi inteligencia a la defensa de todos los ideales que constituyen el alma de la juventud y de la libertad, dispuesta siempre a aplaudir sus triunfos y participar de sus desgracias.

Estas palabras forman parte de un escrito titulado «A los estudiantes de Madrid», en el cual manifiesta su apoyo a la comisión que redactó un mensaje de adhesión a los universitarios sevillanos, quienes, unos días antes y aprovechando la visita a la ciudad de Cánovas del Castillo que lo hacía acompañado de quien fuera gobernador civil cuando se produjeron las protestas, se habían manifestado en gran número por las calles de la capital andaluza recordando «la improcedente conducta observada por don Raimundo Fernández Villaverde y sus secuaces contra los estudiantes de Madrid» cuatro años atrás. A una parte de la prensa le preocupaba que el recuerdo de los sucesos de la Santa Isabel, que la protesta sevillana se extendiera por el resto de las universidades españolas. Como quiera que el temor se incrementara cuando los universitarios madrileños publicaron su «entusiasta felicitación», hubo quien ya proponía que se procesase a la comisión que había redactado el escrito. Rosario de Acuña, una vez más, se apresuró a tomar la pluma para mostrar públicamente su apoyo a «los ideales que constituyen el alma de la juventud y de la libertad»:

Entusiasmada con el magnífico mensaje de adhesión que habéis suscrito a vuestros compañeros de Sevilla, y habiendo sabido que espíritus ruines y caracteres innobles intentan procesar a la comisión iniciadora y redactora de tan elocuente, profundo y digno escrito, me apresuro a poner en vuestro conocimiento que de aquí a cuando sea requerida por la Justicia (si así sucede) la susodicha comisión, suscribo con mi firma el documento. 

El primero de los doce nombres de la comisión redactora que figuraba al pie de aquel escrito era el de Carlos Lamo Jiménez, estudiante de veinte años de edad, alumno de tercer curso de la carrera de Leyes y domiciliado en la madrileña calle Montera, donde su padre tiene abierta una sastrería. Anselmo Lamo y Micaela Jiménez habían decidido abandonar su residencia en Úbeda para instalarse en Madrid con el objetivo de que su hijo Carlos y su hija Regina pudieran educarse en un entorno más abierto y tolerante. Su llegada a la capital debió de producirse a finales del año ochenta y dos o principios del ochenta y tres, y Anselmo no tardó mucho en encontrar los cauces adecuados para continuar la actividad que como republicano, masón y librepensador había desarrollado en Jaén. A pesar de la manifiesta comunión de ideales con Rosario de Acuña, parece que no fue él sino su hijo el primero en entablar amistad con nuestra protagonista: Carlos es presidente de una entidad cultural denominada Ateneo Familiar que ha decidido nombrarla presidenta honoraria, y ella acepta el nombramiento (⇑). Unos meses después se convierte en anfitriona de una fiesta en su quinta de Pinto a la que acuden unos cuarenta integrantes del ateneo. Entre los invitados se encuentra la familia Lamo Jiménez al completo. En el transcurso de aquella velada de ambiente familiar se alabaron los méritos de los ateneístas, se recitaron poesías, se «cantaron cuantos himnos recuerdan los triunfos de la libertad en el mundo», y también se bailó. A la hora de los brindis, habló Carlos en calidad de presidente de aquella fraternal sociedad; lo hizo también Anselmo, quien «presentó sencillamente su vida como ejemplo de lo que pueden lograr la constancia y el trabajo honrado»; la anfitriona puso fin a las intervenciones con entusiastas palabras a favor de una trinidad presente y viva: «libertad, mujer y juventud».

Copia de la firma de Carlos Lamo en una de las solicitudes de matrícula en la Unversidad Central

«Libertad, mujer y juventud»... Anselmo Lamo era lector habitual de Las Dominicales del Libre Pensamiento (consta que a principios del ochenta y cuatro colabora en la suscripción abierta para pagar una multa impuesta al semanario), vocal en la directiva del Casino Democrático de Madrid, presidente de la sección de sastres constituida en la sociedad Fomento de las Artes, secretario del comité de Coalición Republicana del distrito del Congreso, y habría leído sus escritos en el periódico de Chíes y de Lozano, y habría escuchado sus conferencias en el Fomento: «Los convencionalismos» (⇑), que pronunció en enero y «Consecuencias de la degeneración femenina» (⇑), tres meses después, en abril de 1888.  Ese debió de ser un año de gran significación en las relaciones entre los Lamo Jiménez y Rosario de Acuña, y más aún si consideramos que el 5 de abril tiene lugar la constitución del Grande Oriente Español a partir de la fusión de dos de las obediencias masónicas existentes en España. Tal era la importancia de aquella unión que la fecha dio nombre a una de las logias que se constituyó por entonces. Ni Rosario, ni Micaela, ni Anselmo, ni Carlos, ni Regina debían de andar muy lejos de las masonas y masones que la componían. Coincidirían con sus integrantes en los anhelos por conseguir una masonería más fuerte, más unida; abierta de par en par a las mujeres. También en la defensa del iberismo, tan querido por muchos republicanos de entonces, y que se habría de poner a prueba en 1890 con ocasión del ultimátum del gobierno británico a Portugal para que retirase sus tropas del territorio comprendido entre Angola y Mozambique. Fue entonces cuando aquella logia decide enviar un escrito de apoyo. Lleva por título «La logia 5 de abril del 88 al pueblo portugués» (⇑) y está firmado por una nutrida lista de nombres, que encabeza el de Rosario de Acuña y entre los que se encuentran los de Anselmo Lamo y Micaela Jiménez, los de Carlos y Regina Lamo Jiménez.

Abandonaron las tierras de Jaén para que su prole pudiera educarse en un entorno más abierto y tolerante. Parece que lo están logrando. Carlos sigue los pasos de su padre y se ha convertido en un joven comprometido con la lucha por la «libertad de la patria» frente a los «ídolos innobles»: republicano como él (es procesado por publicar un artículo en el que afirma que no hay otro medio para el establecimiento de la república que el procedimiento revolucionario), librepensador como él (es elegido por el grupo cubano Roque Barcia como delegado en el Congreso de Librepensadores celebrado en Madrid en 1892), iberista como él (proclamando vivas a Portugal, a la península Ibérica y a la raza latina), admirador como él de aquella luchadora mujer. En abril del noventa y tres obtiene el grado de licenciado en Derecho.

La batalla de El padre Juan pone fin a su campaña de Las Dominicales (⇑). Unas fiebres palúdicas la llevan al borde de la muerte. En el verano del noventa y dos publicó un cuento en Heraldo de Madrid, precedido de una agradecida dedicatoria al doctor que la atendió en su enfermedad, en la cual anuncia que está pensando seriamente en marchar por largo tiempo, quizás para siempre, a orillas del Océano. Tan pronto como pudo tenerse en pie marchó a Galicia donde pasó algunos meses devolviendo la fortaleza a su debilitado cuerpo. Regresó a Madrid y en diciembre de 1893 presentó en el teatro Español el que habría de ser su último estreno: La voz de la patria. Tiempo después marchó de la capital, ahora para siempre, y en este viaje sí llevó consigo a Carlos Lamo Jiménez, por entonces más unido, si cabe, a quien era su guía, mentora y compañera, pues poco tiempo atrás había ingresado en la logia Española nº 176, con el nombre simbólico de Michelet.

En los últimos años  del siglo diecinueve tres personas conviven en una finca de la localidad cántabra de Cueto, por entonces situada a unos pocos kilómetros del centro de Santander. Se trata de Dolores Villanueva Elices, de su hija Rosario de Acuña y de su sobrino Carlos Lamo Jiménez. Fallecida su madre en 1905, Rosario continúa al lado de Carlos. Ambos se trasladan en 1909 a Gijón, instalándose en una casa situada sobre un acantilado, a las afueras de la ciudad. Allí los encuentra la Guardia Civil cuando en el verano de 1917 acuden para registrar la vivienda en busca de las proclamas de la huelga general:

Llega una mañana de agosto –olvidé la fecha– y a las tres empiezan a aporrear el portón de la finca. El pariente que, hace ya muchos años, se abrogó el derecho de defender mi persona y mi hogar de villanos ataques, habitaba en el piso bajo de la casa y yo en el alto. Y como nuestra vida es racional, nos levantamos y acostamos con la luz del día. «¿Llaman?», nos dijimos por el hueco de la escalera. «Yo voy», dijo mi compañero, y salió a abrir.

Aquel pariente que un día decidiera seguir los pasos de quien, en palabras de su padre, era un «ente semidivino, traído a la vida de la Humanidad para guiarla entre escorias, hacia el camino del Bien, de la Justicia, del Amor...», no solo la defendía de los villanos ataques, sino que también seguía sus enseñanzas, y como buen discípulo era capaz de hablar de avicultura (como hiciera en 1905 en Puente de San Miguel, en el municipio de Reocín, donde pronunció una conferencia titulada «Avicultura rústica») o de «La higiene en el hogar obrero» (que tuvo por escenario la sucursal de La Calzada del Ateneo Obrero de Gijón y con un título bien similar (⇑) a la leída por doña Rosario en el Centro Obrero de Santander en el año 1902). Lo que no hizo fue cumplir el encargo testamentario de «ordenar, coleccionar, corregir y publicar (poniéndole prólogo a la colección) [...] de todas mis obras literarias, publicadas o inéditas, en prosa o en verso». Será su hermana Regina quien pondrá todo su afán para intentar cumplir el deseo de su tía. A finales de la década de los veinte pone en marcha la Editorial Cooperativa Obrera, Publicaciones EC., que publicará la colección La Novela Blanca con una periodicidad quincenal. Las dos primeras entregas están dedicadas por entero a Rosario de Acuña: el número uno contiene los cuentos titulados El secreto de la abuela Justa, que da título al volumen, y El pedazo de oro, así como Carta a un soldado español voluntario en el ejército francés durante la Gran Guerra; en el número dos, titulado El país del sol, se incluye un cuento homónimo y ¡España! (Estudio sobre España hecho para América). En 1933 ve la luz Rosario de Acuña en la escuela, con una selección de artículos, diálogos teatrales, cuentos o poesías de la escritora, destinados a la lectura escolar.

Sus obras. Sus maravillosas obras eran antes que todo para mí. Las palabras de mi padre me impelían a no cejar, a derrochar mi energía entera para salvarlas. Contra viento y marea. ¡Lucha de seis años que no agotaron la mina, caudal de agua purísima que es mi voluntad en este postulado por un algo inexplicable que me sostiene aún!.

Anuncio de la subasta de la casa de Rosario de Acuña (julio 1930)
¿Y Carlos? Desconozco cómo se las arregló a partir de la muerte de su mentora, a partir del momento en que dejaron de entrar en aquella casa las noventa y tantas pesetas mensuales de la pensión de viudedad de doña Rosario. Lo que sí sabemos es que obtiene la ayuda de algunos amigos de Galicia, Extremadura y Santander, así como de las logias alicantinas Numancia y Constante Alona, para hacer frente al importe de la lápida (⇑) (también del grabado y del transporte al cementerio de Ciriego) que se colocará en la tumba de su tía Dolores Villanueva con los versos del soneto que su hija le había dedicado. Sabemos también que en 1924 vendió la biblioteca (⇑) a la gijonesa Sociedad de Cultura e Higiene de Cimadevilla por mil quinientas pesetas; que a finales de la década inicia los trámites para vender la casa de El Cervigón (⇑) y que unos años antes, entre los expositores que concurren a la IV Feria de Muestras Asturiana, que se celebra en la ciudad gijonesa, figura Carlos Lamo Jiménez con una serie de objetos que se describen como «reliquias».

Probablemente no se encontrara entre los elementos expuestos la carta que Rosario de Acuña le escribiera a Fernando Mora en 1915, pero, sin duda, las frases que en la misma le dedicaba tenían  para él mayor valor sentimental que el resto:

  …no en mi soledad, porque afortunadamente no estoy sola, sino en compañía de quien hace veintiocho años, sacrificando su carrera, sus naturales talentos, su porvenir y hasta su fama, ha sabido, con paciencia generosa, atenuar el vía crucis de quien, siendo mujer, se atrevió en España, a vivir como persona y por su cuenta




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