29 octubre

135. El último eslabón


Residía en una vivienda alejada de la ciudad, en una casa de aldea llamada «Rienzi» y situada a las afueras de Gijón; se llamaba Aquilina Rodríguez Arbesú; y había sido amiga y discípula de doña Rosario de Acuña Villanueva. Ella era el último eslabón...

Carta de Rosario de Acuña a su amiga Aquilina
Por suerte, hubo quien supo de su existencia y, gracias a las pesquisas de unos y de otros, dieron con ella. Consiguieron localizarla cuando la ancianidad ya nublaba sus recuerdos: «Llegamos justo a tiempo. Unos cuantos años más y entonces sí que afirmo que no habríamos conseguido nada».

 Probablemente la primera vez que la  vio fue a finales del mes de septiembre de 1911 en el gijonés teatro de Los Campos Elíseos, donde Rosario de Acuña pronunció unas palabras (⇑) en el transcurso del acto de inauguración de la Escuela Neutra: «Recuerdo que mi padre, que fue quien me presentó un día en una conferencia a doña Rosario me mandaba leer todas sus obras». Y debió de leerlas con atención, pues aquella veinteañera se convirtió en una entusiasta discípula de la librepensadora de El Cervigón. No tardó en hacerse suscriptora del anticlerical El Motín; y tanto ella como su hermana Rosario también se hicieron accionistas de la Editorial Nakens, cuando hubo que asegurar la continuidad del trabajo emprendido por el director del semanario. Anticlericales y republicanas. Sus inclinaciones políticas las llevan a afiliarse en el Partido Republicano Federal.  

Amigas Rosario y Aquilina. Estoy muy agradecida a las atenciones que tienen conmigo. No puedo corresponder como se merecen, pero les envío unos recuerdos, sin más valor que lo que representan para mí. La corbata morada la llevé hace 50 años (poco más, tal vez 58) al Vaticano, y sobre ella y sobre mi cabeza puso la mano Pío IX, para bendecirme, siendo sin duda su bendición como mano de santo para separarme definitivamente y radicalmente de la secta católica. La corbata bordada me la bordó mi madre, para que hiciera juego con el vestido que era del mismo color, con que emprendimos mi marido y yo el viaje de boda, el mismo día del casamiento, y los dos alfilerillos dorados los compré en la Exposición de París del año 1867 (los vendían a 50 céntimos cada uno) ya veis que nada vale nada, pero representa toda una serie de fechas de mi vida, y por estos recuerdos tan unidos a mí, es por lo que me atrevo a enviároslo con un fuerte abrazo, y si os sirven bien, y si no que mi intención valga. Vuestra amiga que os estima bien. 

Ni que decir tiene que entre las muchas mujeres que siguieron respetuosamente el traslado del cuerpo de doña Rosario al cementerio civil, se encontrarían tanto Aquilina como Rosario. Y al año siguiente, en el primer aniversario, también estaban entre las que se acercaron hasta El Sucu: «Sobre la tumba había también otro recuerdo significativo y delicado: una hermosa corona de flores, con la cual quisieron rendir un tributo de admiración las jóvenes Aquilina y Rosario Rodríguez Arbesú»

Antes de la incivil guerra que asoló España, Aquilina, junto a otras mujeres, crearon un Comité Femenino Pro-Rosario de Acuña, que tenía su sede en los locales del  Ateneo Obre­ro y como finalidad enaltecer la memoria de la recordada librepensadora. En los años de silencio que siguieron a aquel desastre, no faltaron nunca unas flores en su tumba. Dos veces al año. El uno de noviembre, aniversario de su nacimiento, y el cinco de mayo, el de su despedida, la fosa austera que albergaba los restos de quien habitara la casa de El Cervigón aparecía coronada por un ramo de flores. Allí había estado Aquilina, recordando a quien fuera su amiga y maestra.

Durante los años de silencio tan sólo dos veces al año se escuchaba el recuerdo en aquella otra colina donde reposaban sus restos; tan sólo dos veces al año las flores lucían sobre la austera tumba. Años y años de oscuridad que casi la entierran en el olvido. Por suerte, a finales de los sesenta hubo quien supo de su existencia: Luciano Castañón (⇑), Patricio Adúriz (⇑)... y, allá en México, Amaro del Rosal Díaz (⇑) , quien desde el exilio estaba reuniendo materiales que dieran soporte al libro que sobre ella tenía proyectado. El señor Castañón, uno de sus colaboradores en España, le informa por entonces que ha localizado en Gijón a una anciana que, en su juventud, había sido amiga de Rosario de Acuña. Se trata de Aquilina Rodríguez Arbesú quien, a pesar de la diferencia de edad, había mantenido una estrecha relación con doña Rosario, por quien sentía tal veneración que llegó a guardar durante décadas algunas de sus cartas, recortes de periódico, fotografías y otros variados recuerdos entre los que se encontraba su famoso testamento ológrafo. Aquella octogenaria, que durante tantos años había acudido por lo menos dos veces al año a depositar un ramo de flores en la austera tumba de su amiga, se había convertido en el último fulgor que aún podía iluminar el difuso recuerdo de una vida que se hallaba cubierta por la neblina. Entusiasmado con aquella buena noticia, Amaro del Rosal le envía una carta solicitando su colaboración:

Sabemos que obran en su poder algunos materiales, fotografías, artículos, folletos escritos (…), no nos guía otro propósito que el de sacarla del olvido y darla a conocer a la juventud de hoy que tanto necesita de un ideario de libertad, de justicia y de humanismo, que son las tres palabras a las que Rosario de Acuña dedicó su vida…

Como posteriormente se demostraría, el señor Amaro estaba bien informado. Aquilina tenía un verdadero relicario en su casa: recortes de prensa con algunos de los artículos de su amiga o con escritos a ella dedicados; copias manuscritas que ella había realizado de algunas de sus poesías; alguna carta; varias fotografías (en dos de ellas aparecía delante de una tienda de campaña acompañada por su criado Gabriel; en otra estaba montada a caballo), un ejemplar de El padre Juan (⇑)… Tanta debía de ser la admiración que por ella sentía que conservaba hasta varios mechones del cabello de su amiga. Toda esta colección de recuerdos le fue entregada en el año 1969 a Amaro del Rosal Díaz, quien lo fue incrementando con nuevos materiales: más artículos de prensa, copias mecanografiadas de algunas obras, fotografías de la que había sido la casa de doña Rosario en El Cervigón… En la actualidad, todo este material forma parte del archivo Amaro del Rosal (AADR) que se encuentra depositado en la Fundación Pablo Iglesias. 

 



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