Las tonalidades, la forma... Observas la pieza y todo hace indicar que ese hueco es el suyo. Cuando encaja, toda la zona cobra sentido; pero hay ocasiones en las no sucede así: a pesar de las apariencias, aquel no es su lugar en el puzle, por mucho que te empeñes allí no va. En el campo de la investigación histórica sucede algo similar: el nuevo dato, la nueva referencia, puede servir para consolidar la hipótesis que previamente habías elaborado o, por el contrario, para ponerla en cuestión. Es lo habitual. Ha sucedido también en la que nos ocupa, como bien saben quienes siguen este blog.
Sucedió con lo de su título nobiliario. A pesar de que se viniera repitiendo una y otra vez que era condesa de Acuña (por más que no lo hubiera utilizado nunca, como se solía aclarar), tal condición no resultaba coherente con todo lo que ya sabíamos de ella. Dado que la pieza no termina de encajar, lo que procede es intentar averiguar qué hace ahí, de dónde ha venido, qué hay de verdad en ese asunto. De todo ello doy cuenta en el comentario 156. Acerca de un supuesto título de condesa (⇑), que finaliza con dos conclusiones: a) No contamos con fuentes lo suficientemente contrastadas que nos permitan afirmar que Rosario de Acuña heredó el título de condesa de Acuña; b) su vinculación directa con la nobleza concluye con su bisabuelo Juan Plácido de Acuña y Ortiz de Largacha, IX Señor de la Torre de Valenzuela y de la Casa Solar de Largacha, en el Señorío de Vizcaya.
Pasó también con lo del año de su nacimiento, con lo de dar por bueno que había nacido en 1851. A pesar de contar con algunas informaciones que desaconsejaban colocar aquella pieza en ese lugar, allí estaba. Pero, por mucho que se insistiera, aquella ficha tampoco encajaba, menos aún cuando contábamos con algunos textos en los que la propia protagonista afirmaba que había nacido un año antes (aún hoy, a pesar del tiempo transcurrido, no deja de sorprenderme que hubiera quien resolviera esta disrupción en el relato biográfico con la siguiente nota a pie de página: «En varios escritos del final de la vida de la autora aparece, 1850, como año de su nacimiento, en lugar de 1851. ¿Olvido, o una curiosa expresión de coquetería?»). Afortunadamente, ahora contamos con el documento (⇑) que prueba que Rosario de Acuña y Villanueva nació el primer día de noviembre de 1850 en el número veintinueve de la madrileña calle de Fomento.
Hay ocasiones en las cuales las pruebas no terminan de resultar concluyentes. En estos casos, creo que lo más honesto es hacerlo así constar, enumerar cuáles son las dudas al respecto, exponer los argumentos que las sustentan y mostrar los resultados de las investigaciones seguidas. Así sucedió, por ejemplo, con respecto al tipo de relación que nuestra protagonista mantuvo durante años con Carlos Lamo Jiménez. Se da por hecho que la suya fue una relación de pareja. Yo creo que no, que la que mantuvieron no fue una relación entre iguales, tal y como intento explicar en el comentario 200. El buen discípulo (⇑).
A lo largo de estos años de investigación he ido dejando algunas piezas al lado del tablero, a la espera de que, tras la llegada de nuevos datos, pudiera incorporarlas o terminara por desecharlas. Ese es el caso de los textos a los que me voy a referir a continuación. Se trata de tres escritos (uno titulado «Walter Raleigh» y los otros dos sin título) firmados por Hipatia, su nombre simbólico, y que fueron publicados en 1916 en El Gladiador del Librepensamiento, periódico que dirigía su amiga Ángeles López de Ayala y en cuyas páginas aparecieron otros escritos suyos, aunque firmados con su nombre. ¿Esa Hipatia es Rosario de Acuña? ¿Son suyos estos tres escritos? Desde un principio surgieron las dudas. Cuando me puse a transcribirlos para incorporarlos a la página Rosario de Acuña. VIDA y OBRA me resultaron un tanto extraños; acostumbrado como creía estarlo a sus estructuras compositivas, a sus giros, a su vocabulario, a su estilo, había algo que no terminaba de convencerme. No obstante, los tres habían sido incluidos por José Bolado en las Obras reunidas (dos en el tomo III y el último en el V), lo cual suponía toda una garantía, pues era conocedor de su dedicación a la tarea en la que se había empeñado.
Volví a ellos en más de una ocasión con la intención de incorporarlos a la página, junto a las demás obras que había ido reuniendo, pero terminaba por desistir. Había en los textos referencias a la columna en la que se insertaban que no parecían salidos de su pluma, eran más propias de la responsable del periódico o de una colaboradora cuyos escritos la ocuparan habitualmente («hemos de dejar de consignar en nuestra sección», «va a honrar hoy esta sección»). Tampoco me acaba de convencer lo de la firma. Aunque Bolado no lo haga constar (sí que lo hace en «Walter Raleigh», incluido en el tomo V) los tres aparecen firmados por Hipatia, lo cual no deja de resultar sorprendente, pues con la excepción de Amor a la patria, su segunda obra dramática estrenada durante su etapa zaragozana (⇑) bajo el seudónimo Remigio Andrés Delafon, es su nombre –con los dos apellidos o solamente con el primero– el que figura al pie de sus escritos, también en los que aparecen por entonces en las páginas de El Gladiador del Librepensamiento. No me acababa de convencer, seguía sin verlo claro, y por esa razón las piezas continuaban al borde del tablero, sin ocupar el lugar al que parecían destinadas.
Hace unas semanas decidí retomar de nuevo el asunto. Solicité copias de varios números del periódico con el objetivo de analizar con mayor detalle los textos publicados en la «Sección científica. Quo vadis?», la misma en la que se incluyeron los firmados por Hipatia. Pues bien, salvo esos tres, el resto estaban escritos por María Marín, maestra y periodista que ya había colaborado con Ángeles López de Ayala en la primera etapa de El Gladiador. Todos ellos tienen una estructura similar y semejante extensión (alrededor de las seiscientas palabras). Las evidencias parecen apuntar a que esta sección era su sección, por lo cual las preguntas resultan inevitables ¿A qué obedece la excepción?, ¿por qué se incluyen en ella tres escritos ajenos? ¿Quién tomó la iniciativa?, ¿fue la directora quien solicitó los escritos o acaso fue la propia escritora la que los envió? ¿Por qué no tuvieron continuidad?, ¿por qué esos tres?
Aunque sabemos que doña Rosario conocía las obras de César Cantú (es bastante probable que los diez tomos de su Historia universal figuraran en su última biblioteca ⇑), no creo que la biografía del historiador italiano justificara tal excepcionalidad; menos aún la del colono John Smith o la del aristócrata y descubridor Walter Raleigh. Más entendible sería si otros fueran los protagonistas, si acaso fueran figuras relevantes en el campo de la libertad de conciencia, como Giordado Bruno, pero de él ya se había ocupado Marín varios meses atrás. En cuanto a su relación con El Gladiador del Librepensamiento, cabe decir que en sus páginas fueron publicados otros escritos suyos, todos ellos firmados con su nombre y dos apellidos. No obstante, y esto creo que es relevante, tan solo en una ocasión fue la directora, su amiga Ángeles López de Ayala, quien le solicitó un original («te molesté una vez pidiéndote original para una conferencia a la Sociedad Progresiva Femenina, conferencia que a vuelta de correo enviaste ⇑»); en los demás casos, no fue su primer destino, por lo que habría que concluir que, o bien la iniciativa partió de nuestra protagonista y se los envió a su amiga, o bien fue la directora la que los tomó de otra publicación, como había hecho en otras ocasiones, como cuando utiliza un fragmento de Ateos y lo incluye en la portada de la edición que vio la luz el 15 de abril de 1916. Curiosamente, en el número 92 se produce una coincidencia relevante para el asunto que nos ocupa: una carta que Rosario de Acuña había enviado al director del diario gijonés El Noroeste (acerca de las vicisitudes sufridas tras romperse el aljibe de su casa, y de la negativa de los vecinos a que se abastezca de una fuente pública) comparte espacio con el escrito dedicado al capitán Smith, que se inserta en la «Sección científica. Quo vadis?». El primer texto va firmado con su nombre y dos apellidos; el segundo, por Hipatia.
Queda dicho que esa firma resulta un tanto sorprendente por lo excepcional. No recuerdo otros escritos firmados únicamente con su nombre simbólico. En los contados casos en los que sí figura, se sitúa tras su nombre y apellidos. Así sucede en el telegrama que envía en 1910 al diputado Pérez Galdós en apoyo de la denominada Ley del Candado (Rosario de Acuña y Villanueva, de Solís y Elices, Cuadros y Juanes, Jiménez de Vargas y Román - Hipatía.·. gr.·. 32). Ni siquiera lo utiliza de esa forma, en solitario, en los escritos que tiene por destinatarios a los masones. No lo hace en 1888 cuando da cuenta al pueblo masónico de su reunión con María del Olvido de Borbón y Castellví en «La gran protectora de la masonería española»; tampoco en el año 1922 cuando se dirige a los «hermanos masones de Asturias» instándoles a unirse a la Liga de los Derechos del Hombre para clamar contra el desastre, para reclamar justicia para las familias de los millares de soldados muertos en la guerra de África.
Ni era habitual que firmara de esta manera, ni ella era la única masona que en España había elegido el de la filósofa y científica alejandrina como nombre simbólico. Ahora bien, es preciso añadir que Ángeles López de Ayala conocía personalmente a la mujer que había elegido el de Hipatia en su ceremonia de iniciación en la logia alicantina Constante Alona: eran amigas. Se conocieron cuando las dos residían en Madrid (⇑), la una en Pinto, la otra en la capital. Sabemos que en el año 1888 participaron en diversos actos masónicos y culturales; y compartieron mesa y mantel, en grandes banquetes y en el más reducido ámbito familiar («aún están frescas en mi memoria las comidas que en unión de tu madre saboreábamos»). De ahí que me cueste creer que Ángeles, la directora de El Gladiador del Librepensamiento lo hubiera utilizado en vano.
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