Poco a poco hemos ido recuperando el rastro dejado por Rosario de Acuña, oculto durante varias décadas por una capa de inercia y olvido. Contamos ya con una parte considerable de su obra; conocemos los aspectos más significativos de su biografía; y algunos de sus retratos. Tenemos a nuestro alcance artículos y cartas; poesías y dramas; conferencias y discursos... ¡y una entrevista!
La entrevista fue realizada por Joaquín Alonso Bonet, que por entonces iniciaba su larga trayectoria periodística. Apareció el 25 de septiembre de 1909 bajo el título «Hablando con Doña Rosario de Acuña» en las páginas del diario gijonés El Publicador, y aquí queda reproducida:
«Ayer hemos tenido el honor de hablar con una de las figuras contemporáneas más prestigiosas, la insigne poetisa y pensadora doña Rosario de Acuña.
Nos hemos aprovechado de la ocasión en que doña Rosario dirigía los ensayos de su obra La voz de la patria (⇑), que hoy se estrena en el teatro de Jovellanos.
Precisamente, el objeto de nuestra visita era interrogar a la ilustre poetisa respecto de esta obra. Doña Rosario estaba sentada a un lado del escenario del Jovellanos, casi borrada por la sombra, cuando nos llegamos a ella algo temblorosos, miedosos, ante tan respetuosa figura.
Una profunda inclinación hizo vacilar nuestro cuerpo, y extendiendo la mano temblona para estrechar la de doña Rosario, nos manifestamos.
–Un redactor de El Publicador...
La ilustre dama acogionos afablemente, con una sonrisa tan amiga que nosotros respiramos un momento, y proseguimos, empezando por donde debimos acabar tal vez.
Antes que nosotros expusiésemos nuestro deseo, doña Rosario se adelantó, diciéndonos:
–Ya sé, ya supongo a qué vienen ustedes...
La venerable dama pronuncia algunas palabras de amabilidad, entre las que nosotros adivinamos sólo una cosa, y es ésta: doña Rosario de Acuña prefiere que se la dé por muerta... que nadie hable de ella. Eso quiere. Y nosotros, ahondando más, conseguimos que la ilustre dama nos lo confirmara.
–Y dice usted...
–Sí, sí; eso es... quisiera que no dieran ustedes cuenta a nadie de nuestra conversación...
Habla silenciosamente, misteriosamente, con un dedo cruzado sobre los labios.
Nosotros bajamos los ojos, callamos ante la imposición de la venerable señora; pero, aunque con temor de molestarla, procuramos hacerla ver la necesidad de un corazón como el de ella en nuestra patria.
Con esta afirmación nuestra, hemos suscitado en los labios de doña Rosario algunas palabras de protesta, y díjonos:
–Yo amo mucho a mi patria, yo he sufrido mucho en ella; tal vez por esto la ame tanto.
La patria, «la voz de la patria...». Esta ingeniosa frase nos ofreció campo abierto para iniciar nuestra conversación.
–La voz de la patria la estrené en el teatro Español de Madrid en 1898 [debe de tratarse de una errata de imprenta pues el estreno tuvo lugar el 20 de diciembre de 1893], en ocasión de la otra guerra de Melilla. Su sentido patriótico se relaciona con los momentos actuales, y eso, principalmente, fue lo que me impulsó a «hacerla» en Gijón. Cuando se estrenó La voz de la patria en Madrid el éxito fue formidable, indescriptible. Doña Rosario recuerda aquella noche como una fecha memorable de su vida.
La modestia de nuestra interlocutora nos impide seguir hablando de su hermoso cuadro dramático, y nuestra conversación evoluciona hasta terminar por dedicarle unas palabras –todas de doña Rosario, de elogio sincero y entusiasta– a nuestra tierra, a Asturias.
Encantadoramente nos habló de sus amores por nuestra «tierrina», por esta región incomparable –dice– única, hermosa, para mí de todas las que he visto, que no han sido pocas. Créame...
Nosostros nos emocionamos un momento y la conversación cesó breve rato, durante el cual, indudablemente, doña Rosario y nosotros pensamos en lo mismo, en Asturias nada más.
–Conozco palmo a palmo –palabras textuales– a Asturias. Sus excursiones por ella fueron frecuentísimas y largas.
Tras una reverencia, en la que solicitamos licencia para retirarnos y dar por terminada la entrevista, nos inclinamos y de nuevo extendimos la mano, segura ya, para estrechar la de la ilustre señora.
La blanca cabeza de doña Rosario se inclinó levemente, y mientras teníamos la mano estrechada por la suya nos dijo, en misterio otra vez:
–Ya sabe usted... ya no existo... ¿eh? No hablen ustedes de mí, déjenme; ocúpense, si quieren, de mis libros, que son mis hijos; alábenlos, ensálcenlos, para eso son siempre jóvenes...
Y levantando la cabeza:
–Salude usted en mi nombre a El Publicador.
Arqueamos el cuerpo reverentemente, y échandonos el sombrero a la cabeza, nos separamos de la ilustre pensadora» A pesar de sus intenciones, doña Rosario no consigue pasar inadvertida. Un mes antes El Noroeste ya había informado a sus lectores de la intención de la escritora de fijar su residencia en Gijón. Pero, ésa es otra historia.
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