28 septiembre

276. Del amigo (y futuro nobel), el consejo


Cuando la joven Rosario ya se encuentra preparada para presentarse ante el público, su padre echó mano de su nutrida lista de contactos y se puso manos a la obra. No tarda en obtener las primeras respuestas. Su amigo Agustín Urgellés de Tovar se brinda a publicar en Gaceta Universal algunos de los trabajos de la joven escritora: el primero de noviembre de 1872, el mismo día en que cumple veintidós años, aparece en las páginas del periódico barcelonés  «Las fiestas del Pilar de Zaragoza» (⇑),  donde cuenta sus impresiones de la visita que había realizado días antes a la capital aragonesa coincidiendo con el ceremonial de consagración del templo. Al año siguiente, también en noviembre, les llega el turno a dos nuevos artículos: «¡Paso a la verdad!» (⇑) y «Las ilusiones» (⇑).

Su proximidad al general Serrano y a Sagasta, cimentada en sus comunes aficiones cinegéticas, le abre las puertas de las redacciones de la prensa afín al Partido Constitucional. El Eco Popular, La Iberia, ambos editados en Madrid, o El Constitucional, de Alicante,  publican algunos de los primeros escritos de su hija. 

Una imagen de Echegaray publicada con ocasión de la concesión del Premio NobelFelipe de Acuña también acude a las amistades del mundo literario, ya sean críticos literarios o escritores,  y les envía varias copias de las poesías de su hija, pidiéndoles su docta valoración y su atinado consejo. Conocemos el nombre de algunos de los destinatarios de sus correos, pero no me consta que entre ellos se encontrara el escritor José Echegaray (Madrid, 1832-1916), que por entonces iniciaba su prolífica carrera como autor teatral, por más que datos hay para pensar que se conocían, al menos desde el tiempo en que  coincidieron en el Ministerio de Fomento: fue el ministro Echegaray  quien firmó en 1869 el decreto por el cual se le concedía al por entonces inspector jefe de Ferrocarriles don Felipe de Acuña y Solís los honores y consideración de Jefe de Administración Civil (distinción que, dicho sea de paso, suponía el  tratamiento oficial de «Ilustrísimo señor»); pocos años después ambos coincidirían, en su condición de vocales de la misma, en la comisión encargada de promover y dirigir la concurrencia de objetos y productos españoles a la Exposición Universal de Filadelfia.

Conociera o no los primigenios escritos de la joven Rosario, lo cierto es que el señor Echegaray –quien por entonces ya había entregado a los escenarios cuatro de sus obras– asistió al estreno de Rienzi, mostró su satisfacción por el resultado, sin escatimar elogios para la obra y para su autora, y  fue uno de los escritores que se sumó a la iniciativa promovida por Matías de Velasco y Rojas, IX marqués de Dos Hermanas y amigo de Felipe de Acuña, para realizar una corona poética en honor de la prometedora dramaturga. Al lado de las poesías de Gaspar Núñez de Arce, Pedro Antonio de Alarcón, Enrique R. Saavedra (duque de Rivas), Juan Eugenio Hartzenbusch o Ramón de Campoamor aparece el soneto que le dedica el polifacético escritor madrileño:

 

De Italia rompe Rienzi la cadena,

pero le falta al fin coraje o suerte;  

su luchar, su vencer, su triste suerte, 

lleva tu musa a la española escena. 

 

Tu voz divina los espacios llena; 

despierta y late el corazón inerte, 

y el pueblo delirante quiere verte, 

y allí te ve: modesta, más serena.

 

Pues bien, entonces, en aquel momento, 

como la dicha y el placer fugaz, 

¿sabes lo que anhelaba el pensamiento, 

 

que siempre ha sido el pensamiento audaz? 

¡La Libertad al escuchar tu acento! 

¡La esclavitud al contemplar tu faz! 

 

Bien es verdad que de la vida privada de la hija de don Felipe no parece estar muy al tanto, pues es en el propio Teatro del Circo, el día del estreno, cuando Echegaray se entera de que la joven tiene por novio a un capitán de infantería con el que no tardará en casarse. 

De la boda, celebrada un par de meses después, y de su posterior traslado a Zaragoza, donde ha sido destinado el militar, sí que será sabedor, pues a la capital aragonesa enviará más de una carta dirigida a «su distinguida amiga».  


Bien sabe también, fuera por el correo o por haberlo leído en los periódicos de la capital, que a finales de noviembre del año setenta y siete, en el zaragozano Teatro Principal su amiga estrena Amor a la patria (la primera fuera de Madrid, la primera –y única– con seudónimo); que, a pesar de los aplausos del público y de las favorables críticas de la prensa local, ella no está satisfecha.

Tan solo un mes después, tendrá ocasión de escuchar las razones de su desilusión, pues Rosario, que ha vuelto a Madrid, a pasar las Navidades con los suyos, se reúne con unos cuantos escritores amigos suyos para hablar de aquel drama estrenado en Zaragoza.  

De aquella reunión, en el transcurso de la cual se leyó y analizó la obra, sabemos que los presentes, «al ver el decaimiento de la autora para escribir más dramas», porfiaron hasta que su anfitriona les prometió que sí, que escribiría una nueva obra, digna hermana de Rienzi; también que Echegaray se comprometió a hablar con el empresario, con actores y con actrices para presentar al público madrileño Amor a la patria en el Teatro Español, con la mejor compañía.

De las gestiones que realiza le va dando cuenta en sucesivas cartas que le envía a su domicilio zaragozano (también a su padre, con quien se reúne en distintas ocasiones para hablar del asunto). En la que le envía a finales de marzo del setenta y ocho, le dice que se resiste a cumplir la orden que le ha dado su amiga para que desista del proyecto sin antes hablar con Vico y la Marín (el actor Antonio Vico Pintos y la actriz Concepción Marín); también de la posibilidad de sustituir al actor, que padece problemas de garganta. En las siguientes, le sugiere diversas alternativas para evitar que el estreno de Amor a la patria coincida en el mismo día con la representación de Consuelo, la obra de Adelardo López de Ayala que por entonces se está representando en el Español: «después de un drama una tragedia es cosa imposible: ni hay público que la sufra, ni público que la aplauda». 

Vivir en Zaragoza suponía estar fuera de los círculos literarios de la capital. El correo era el medio  más accesible para conectar con su madre, con su padre, con sus amigos. A alguno de estos destinatarios le envió la poesía titulada «A Romea» (⇑), que fue leída en febrero de 1879 en el Teatro de la Comedia, en el transcurso de una velada organizada para recaudar fondos con el fin de erigir un mausoleo al actor Julián Romea. Sí que sabemos que fue a José Echegaray a quien le remitió el poema  «Una limosna para Murcia» (⇑), su contribución al acto organizado para socorrer a los damnificados por las inundaciones que asolaron el Levante. En carta fechada el 5 de noviembre de ese mismo año, su amigo le cuenta que llevó su poesía al Teatro Español y que pidió al actor Rafael Calvo que la leyera, a lo que accedió gustoso; que así lo hizo al día siguiente en una solemne función que contó con la presencia del rey, las infantas y la sociedad más distinguida de la capital.

Pocos meses después aquella lejanía en la que ha vivido parece que toca a su fin. A principios del año ochenta su marido es autorizado a residir en Madrid y, aunque el traslado no debió de producirse de manera inmediata (hay algún escrito de Rosario que aparece firmado en el mes de mayo en Zaragoza), ella se las arregla para acudir el domingo 24 de abril al Teatro Español, disfrutar de la representación de la obra El gran Galeoto, que su amigo Echegaray había estrenado algunas semanas atrás, y hacerle entrega al acabar la función de una corona de laurel con una cinta en la cual había escrito un soneto a él dedicado: 

Como el cóndor en la región serena 

del cielo extiende su brillante pluma,

así tu genio, de potencia suma,

sus alas abre y el espacio llena. 

 

A tu esfuerzo se rompe la cadena

que une los años, y entre densa bruma 

la innovación del arte se consuma 

y un nuevo sol alumbra nuestra escena.

 

Al frente de los dioses del acaso

inclinada a tus pies la poesía. 

junto a un abismo asegurando el paso,

 

y al fulgor de tu luz muriendo el día

así alzarán estatuas a tu gloria

en los futuros siglos de la historia.

 

Al día siguiente el señor Echegaray le envía una carta a su amiga agradeciéndole el detalle que ha tenido con él, la corona y el «admirable soneto»; sabedor que ella vuelve a residir en Madrid, también le pide su nueva dirección para poder enviarle alguna de sus últimas obras. Aquella no fue la única representación a la que Rosario acudió. Sabemos que, al menos, también asistió al estreno de la obra Conflicto entre dos deberes que tuvo lugar el 14 de diciembre de 1882; que estuvo acompañada de sus primas Petra Solís de Acuña, X condesa de Benazuza, y de Francisca de Acuña y Espinosa de los Monteros, marquesa consorte de Rianzuela, madre de la anterior y hermana del primo Pedro Manuel (⇑); y que, según comenta la prensa,  las tres se muestran constantes en asistir a todos los estrenos.

El escenario cambiará por completo. A las pocas semanas de aquel estreno fallece de muerte prematura su querido padre; poco después se separa definitivamente de su marido;  no tardando, decide abandonar su prometedora carrera literaria para convertirse en propagandista de la libertad de conciencia, también en masona; en la década siguiente abandonará Madrid, para vivir lo más cerca posible de su amada naturaleza, primero en Cantabria y, finalmente, en Asturias.

José Echegaray siguió estrenando nuevas obras teatrales (más de una treintena antes de que el siglo terminara), se convirtió en presidente del Ateneo de Madrid, senador vitalicio, presidente de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, miembro de la Real Academia Española, presidente de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles... 

Aunque sus vidas se encuentran bastante alejadas por entonces, cuando Rosario de Acuña se entera de que a su antiguo amigo le han concedido el Premio Nobel se apresura a unirse a la iniciativa promovida por Carmen de Burgos, Colombine: varias escritoras acordaron adherirse y contribuir al solemne homenaje dispuesto en honor del señor Echegaray, «dedicando al eminente dramaturgo una elegante corona de laurel y roble con esta sencilla inscripción en las cintas "Al gran Echegaray, las escritoras españolas"».

Quizás entonces, al leer esas seis palabras, se acordara de aquellas otras, que años atrás ella escribiera dedicadas también a su amigo «el señor Echegaray», el mismo al que  los intermediarios de entonces  llaman Pepe:

Al frente de los dioses del acaso

inclinada a tus pies la poesía. 

junto a un abismo asegurando el paso,

 

y al fulgor de tu luz muriendo el día

así alzarán estatuas a tu gloria

en los futuros siglos de la historia.





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