05 marzo

286. La jarca. Hay quien sale en su defensa

 

Le cayeron por todos los sitios. Hubo manifestaciones y asambleas organizadas por los estudiantes de las diez universidades que por entonces existían en España; también en buena parte de los institutos. La mayor parte de la prensa toma partido y, aunque en algunos se dice que no se ha leído el escrito, no dudan en hablar de  "justa indignación" de los estudiantes y en calificar el  artículo de "injurioso", cuando menos, pues hay periódicos que abren la caja de los calificativos sonoros, la reservada para los momentos especiales,  y hablan de «alcohólica», «cretina», «degenerada», y, ya puestos, algunos van más allá y utilizan no una, sino dos palabras unidas para describirla (⇑): «proxeneta roja», «engendro sáfico», «harpía laica»...

No faltan tampoco quienes se ven en la necesidad de manifestar que están muy lejos de las posiciones mantenidas por doña Rosario. Ahí está el caso de don Miguel de Unamuno (⇑), quien, enterado de que hay estudiantes que dicen que se ha adherido al espíritu del escrito, sale al paso de tales afirmaciones y afirma que ni ha leído el artículo ni lo piensa leer, pues le han dicho «que es groserísimo».

De ahí que sea de destacar el hecho de que haya alguien que se atreva a publicar un artículo en el cual, a pesar de que parezca que critica las formas empleadas (y hable de «metedura de pata» o de «imaginación extraviada»; luego resulta que ni eso), analiza el fondo del asunto, resituándolo, eso sí, en el ámbito de la perspectiva de clase, quizás más del gusto de los lectores de El Socialista («Órgano central del partido obrero»).



«Sobre el conflicto estudiantil», Tomás Rey

 

¡No, Sra. D.ª Rosario de Acuña y Villanueva; no, no y mil veces no!

Su artículo sobre los estudiantes, que tanto ruido, que tanta polvareda ha levantado, no tiene disculpa, y ni aun merece indulgencia.

Usted se propuso decir cuatro crudezas carreteriles, y, como el coronado poetastro cuando se empeñaba en hacer malos versos y lo conseguía a las mil maravillas, usted también ha conseguido lo que se propuso. 

En su alma enérgica y ardiente no caben paliativos ni medias tintas; está usted encariñada con la verdad, y, como todo espíritu valiente, ni sabe fingir ni mentir, porque su dignidad de mujer intelectual consciente está cien codos más alta que la ficción y la mentira. 

Supo usted por el Heraldo de Madrid que unos estudiantes –a las puertas mismas de la Universidad de Madrid– habían insultado y ultrajado de obra a unas bellas y delicadas señoritas extranjeras que cursaban en dicho Centro la carrera de Filosofía y Letras, con tanto derecho como el que más y honrando a España tanto como España les honrara a ellas, y que el Heraldo en su hidalguía había repugnado hecho tan bárbaro, calificando a sus menguados autores de «jarka estudiantil». 

España Nueva se ocupó también del lamentable suceso, bautizando a sus héroes con el nombre de «señoritos salvajes» y pidiendo para ellos un correctivo adecuado, primero por la acción coercitiva de las autoridades, y luego por la del desprecio público. 

La jarca de la Universidad tal y como apareció en El ProgresoUsted entonces, mi Sra. D.ª Rosario, alma intrépida y generosa, sin el tacto necesario para refrenar sus ímpetus viriles, esgrimió la péñola y, trazo por acá, trazo por acullá, arremetió contra toda la estudiantina en masa, como Don Quijote con los encamisados, sin dejar cosa con cosa ni títere con cabeza.

Es verdad que, hasta ahora, si revoltosos e inquietos siempre los estudiantes, desde aquellos tiempos ya lejanos, casi remotos, en que Víctor Hugo nos los presenta amotinados en la viña de Baas unas veces;  otras yendo a esperar la entrada de su muy temido Rey el Señor Don Rey; otras corriendo a la Fiesta de los Locos, a ver al infeliz que la coronaba con su aparición en la picota; otras asistiendo al Misterio en la Sala de Justicia del Buen Juicio de la Señora Virgen María... hasta el día en que, para bajarles la pimienta a los talones, un general ordenancista, pero muy humanitario, los hizo regar con las mangas de la Municipalidad, en evitación de más serios disturbios... los estudiantes siempre se distinguieron por su cortesanía, donaire y buen humor, conquistando aplausos y simpatías, especialmente del bello sexo, agradecido a sus finezas. 

Pero ahora, en el siglo XX, ante los esplendores de una civilización completa y en el centro de una de las capitales más ricas de Europa, unos cuantos estudiantes acometen a otras estudiantas porque, según su ruin modo de pensar, dispútanles el pan (!) con su concurrencia al estudio; sin ver, o sin saberlo siquiera, que los mismos animales –como dice muy bien la señora de Acuña– distinguen a sus hembras dejándolas alimentarse mientras ellos esperan pacientemente las sobras que ellas les abandonan. 

¡Ah! Pero, al decir esto, monta en el indómito corcel de su indignación exaltada y hace lo ya hecho y que, por cierto, no es aplaudible. 

 * * *

Por solos estos únicos datos para el conocimiento fiel del conflicto hoy en litigio, podríase creer que esa señora era alguna desenvuelta virago, émula de las calceteras de la Revolución francesa y de las verduleras de Madrid cuando se encorajinan y rebelan contra la tranquilidad y el orden. 

Pero, ¡ah!, la señora de Acuña no es eso: está muy lejos de serlo. Y, si no, escuchad este episodio:

En Las Dominicales del Libre Pensamiento, en aquel periódico en que tanto laboró el actual alcalde de Madrid desde sus primeras mocedades, en unión del malogrado García Vao, de Chíes y Demófilo, a quien Prim prohibió escribir en él, a pretexto de que era militar, conminándole con este anatema: «O la espada o la pluma», y a quien Demófilo contestó, entregándole aquella en el acto: «La pluma»; en aquel periódico, tan grato a las muchedumbres, leí un artículo de doña Rosario de Acuña, su colaboradora asidua también, que me conmovió hondamente, porque estaba escrito con lágrimas y suspiros. 

Después de tantos años transcurridos –treinta seguramente, y sin el texto a la vista ni más auxiliar que mi vieja y ya débil memoria–, no es fácil que yo pueda reconstituirlo cual quisiera. No obstante, procuraré ofrecer de él aunque no sea más que un pálido bosquejo. 

Tenía en su jardín doña Rosario un aguilucho, criado por ella misma con el mayor esmero; y teníalo sujeto con una cadeneta a una argolla, que todo se lo permitía: moverse, andar, saltar con vuelo corto; todo, en fin, menos su deserción. 

Pues ¿quién sujeta al coloso de los aires, al dominador audaz de las alturas pavorosas, al águila caudal que desde su trono de nubes y mirando de hito en hito al Sol contempla con desdén la Tierra y la desprecia porque le parece ruin?

Y un día ocurrió que el pajarraco, sin saberse la causa, apareció medio cautivo, medio libre. La argolla se había soltado de su encaje, y el travieso aguilucho comenzó a remontar el vuelo, y, cuando su ama llegó, ya se cernía en la atmósfera, ofreciendo un espectáculo conmovedor. El animal anhelaba su libertad, y en busca de ella iba locamente. Pero como la cadeneta y la argolla le impedían volar, pues llevaba su cárcel por castigo, y, además, su colgante peso contrariaba su deseo, el infeliz fugitivo iba más cautivo que lo estuvo nunca, trabajando en el espacio con esfuerzo fiero, graznando doloridamente y sufriendo, en fin, el tormento de que ya no le sería dado liberarse y en el cual perecería sin remedio, triste víctima de la esclavitud y el dolor. 

Figuraos la angustia de amantísima dueña llamando al desertor con cariñosos acentos, de él tan conocidos, sin que el desdichado diese muestras de oírlos, y figuraos asimismo el intenso dolor moral de aquel espíritu tan fuerte, tan intrépido, tan enérgico, consumiéndose en la llama del sentimiento al ver penar de modo tan amargo al pobre bicho a quien sin duda hubiera rescatado al precio de cualquier sacrifico. 

Y esto contado por la pluma brillante de tan idónea escritora, no por la mía desmazalada y burda y sin el relieve emotivo de la contemplación directa, creedlo, arrancaba lágrimas de los ojos y levantaba los pechos con suspiros. En el profundo sentimiento que la dominaba, increpaba al pajarraco inconsciente llamándole ingrato y cruel. 

* * *

Doña Rosario de Acuña y Villanueva y otros más apellidos que revelan su abolengo aristocrático, puede compararse con aquel marqués de Albaida por cuyas venas circulando sangre real –la sangre de los reyes de Aragón–, no quiso llamarse nunca más que por su nombre patronímico: José María Orense; por más que Castelar, demócrata como él, más no pareciéndolo como él, siempre lo fue y lo pareció; republicano a lo Carnot y Rooselvet, a quienes nunca cupo la majestad en el pellejo, le apellidase siempre marqués; título, que dadas la convicción y sinceridad de sus ideas políticas, debía de halagarle  tanto como a Luis XVI el de Capeto cuando con él le saludaban sus carceleros del Temple.  

Ambas popularísimas entidades –la de Acuña y Orense– tienen muchos puntos en contacto. Entusiastas de la libertad, odiadores de la tiranía, siempre lucharon con ésta frente a frente, sin rendirse al temor ni al peligro, al punto de retar Orense a Narváez a duelo personal cuando éste se hallaba en la plenitud de todo su despotismo, y de morir, por fin, consecuente con todos los honrosos actos de su vida, dando ejemplo de fidelidad y de constancia a tránsfugas y traidores, para su confusión y vergüenza. 

Lo mismo viene haciendo D.ª Rosario de Acuña, con la perseverancia de una heroína y el fervor de un apóstol.

No hay que extrañar, pues, que ante estos temperamentos de varonil energía y de constancia poco común en la defensa de sus ideales, la señora de Acuña haya extremado su ardoroso celo, defendiendo tan decidida y desinteresadamente a las contrariadas presuntas doctoras. 

 

Cuanto a lo que a España concierne, no necesitó que del Oriente le viniese la luz del Doctorado femenino para que, tanto en la metrópoli como en sus inmensos dominios coloniales, tuviese la mujer –desde Santa Teresa y La Latina hasta las dignas señoras que en la ciencia médica ejercen su profesión con honrosísimos pericia y celo, respetadas por sus colegas del sexo opuesto – amplia y legítima representación en la esfera científica del mundo. ¿Ni quién que esté someramente advertido de las relaciones sociales que al feminismo atañen pondrá en duda la delicada probidad, la austera rectitud y el profundo respeto al derecho ajeno, en el ejercicio de sus cargos profesionales, de la mujer intelectual consciente?

¡Ah! Tuviéramos doctoras en otras ciencias, especialmente en la que requiere la atención profunda y seriedad honrada de la mujer, por tratarse de la que implica la paz de las familias y el orden en toda sociedad bien gobernada, y ¡cuántas incorruptibles Porcias ocuparían el puesto de tantos rábulas hambrones como, amasando su ignorancia con su gula en los bajos fondos de profesión tan benemérita, venden honor y conciencia por el tradicional plato de lentejas y en contra del que en ellos busca luz y amparo a su derecho!

* * *

A los estudiantes prudentes, comedidos y sensatos que han suscrito el comunicado inserto hace unos días en España Nueva, y al que muy poco hay que pedirle en seriedad y corrección –pues empiezan a por homologarse con los «ilustrísimos HOMBRES de la clase proletaria española», loados por Rosario de Acuña con ditirambos madrigalescos engendrados en una imaginación extraviada por un momento, pero sin que les concedan preeminencia alguna, reivindicando solo la más perfecta igualdad con mineros y próceres–, les diremos que han dado un alto ejemplo de confraternidad social al proclamar esa igualdad de clases que los gobiernos no han sabido o no han querido recomendar desde la altura del poder, y que les hace (a los estudiantes, no a los gobiernos) depositarios de pensamientos sociológicos tan altos y tan hondos como hasta ahora, y con motivo de la controversia suscitada por la señora de Acuña, no habían salido de tan explícito modo a la luz de la discusión.

De este altísimo ejemplo de las costumbres todas, de que hay que tomar nota para que «los señoritos de la clase media» no hagan ascos ni escupan cuando pasen los poceros a su lado, y que a los tales comunicantes eleva muchos grados sobre el nivel vulgar de los que como ellos no piensan, pero que ya no han de atreverse a manifestarlo paladinamente, surgirá—no hay que dudarlo— un tan perfecto derecho a la igualdad social como todos los discursos de relumbrón, como todos los artículos de todo código fundamental, hasta ahora, no han logrado fijar, ni menos consolidar, como es notorio.

¡Loor, pues, a esos jóvenes estudiantes, que con una frase han creado un derecho nuevo que nadie ha de ser ya osado a cercenar ni mutilar, cuanto menos a proscribir! Y si ese derecho se establece sobre las ruinas de una horrible desigualdad que llena las cárceles y pone en contacto con los sables de los guardias y los garrotes de la Policía las cuitadas costillas—machacándolas y desencuadernándolas horriblemente—de los proletarios en cuanto piden algo de lo mucho que les niega una sociedad hipócrita y avara, mientras a los estudiantes los mima y considera, sin más razón que la de honrar al apellido, el principio de esta revolución pacifica será tan provechoso como los sacrosantos inmortales de 1789.

Ahora sólo falta que el pueblo no deje mal a D.ª Rosario de Acuña; que el pueblo, comprendiendo el trabajo que a nuestros gobiernos cuesta proporcionarle medios de instrucción—pues todas sus promesas, sin distinción de partidos, quédanse en promesas—, procure instruirse por sí mismo, leyendo hasta los papeles del suelo, oyendo con atención al que sepa más que él, despreciando la taberna, las garrulerías periodísticas y las diversiones sangrientas y dedicándose con vida y alma a su regeneración individual. 

 ¡Ah! La semilla que han echado en el surco de la cultura patria esos iluminados estudiantes fructificará, fructificará...¡Vaya si fructificará!... 

Mientras tanto, permítaseme una digresión, que no es más que el complemento de lo que, respecto a este punto concreto, acabo de exponer. 

Decía el señor ministro de Instrucción pública, al recibir en la amable charla consuetudinaria a los periodistas hace dos días: 

«La conducta observada por los estudiantes en este conflicto me ha dejado satisfecho; pues la cordura y sensatez con que se han conducido en todos sus actos demuestran una vez más que sólo a elementos extraños a ellos puede imputárseles el afán de interrumpir la normalidad académica.»

¡Por vida del... oro de la reacción, iba a decir, que el señor ministro resucita cuando ya lo creíamos todos muerto y sepultado!

 Porque, vamos a ver. ¿A quién aprovecha  –Cui prodest?– esa interrupción de la normalidad académica? ¿A quién? 

Y más adelante:

«Este noble proceder actual de los estudiantes me coloca en una situación airosa para el estudio de las conclusiones que se tomaron en la Asamblea recientemente celebrada; conclusiones que serán atendidas en su mayoría.»

 Recuérdese que en la primera sesión con que se inauguró esa Asamblea, presidida por el mismo señor ministro, éste fue interrumpido repetidas veces por los estudiantes, y el ministro, siempre amabilísimo –por algo se llama Amalio–, no se dio por entendido y siguió tan amable como de costumbre. 

Y aquí vienen mis preguntas sueltas. 

Si en vez de estudiantes hubiesen sido obreros –esos obreros con quienes pretenden igualdad los estudiantes comunicantes en el pleito con D.ª Rosario de Acuña– los interruptores del señor ministro, ¿qué hubiera sucedido? y en el temblor de mis carnes callo como un muerto y dejo la reflexión al mismo señor ministro. Las carnes se me tiemblan solo de pensarlo... y en el temblor de mis carnes callo como un muerto y dejo la reflexión al mismo señor ministro.

¡Benditos esos estudiantos que quieren la igualdad con los trabajadores; porque, si la consiguen como la piden, la clase obrera se habrá redimido de muchas cárceles, de muchos sablazos de los guardias y de muchos garrotazos de la policía que les machaquen y desencuadernen las costillas!

* * *

De lo muy poco que hay que reprochar en el comunicado en cuestión, es sólo un inciso, 

En el calor de la batalla y sin consideración tampoco a la hembra, se menosprecia a la autora del artículo, se protesta contra su prosa vil, y se la manda escribir en verso, para que en éste no resulte el asunto tan envilecido como en la susodicha prosa

Ahora bien: esto ¿es ironía o inconsciencia? ¿Saben los autores de ese comunicado eminentemente correcto, equitativo, democrático –como que en él se ofrece nada menos que inquirir el origen del pavoroso conflicto y someter a un tribunal de honor a sus malhadados dos autores–, que mandar escribir en verso a la señora de Acuña equivale a enseñar a una madre a amamantar a sus hijos? 

Vean, si no, cuál maneja el metro y el estro esa inspirada poetisa: Trátase de un soneto bañado en las puras y cristalinas aguas de la Fuente e Hipocrene, no en los arroyuelos explotados por los poetas reformistas o modernistas, con miedo al endecasílabo majestuoso y al consonante cuádruple, que nunca se lo tuvieron –ni doña Rosario de Acuña tampoco– Cervantes y Calderón, Lope de Vega y Quevedo, ni todos los demás poetas de nuestro Siglo de oro, como puede verse en el siguiente, colocado por la autora de Rienz1 el tríbuno en boca de su protagonista: 

Oh!, libertad, fantasma de la vida, 

astro de amor a la ambición humana 

el hombre en su delirio te engalana, 

pero nunca te encuentra agradecida.

Despierta alguna vez, siempre dormida 

cruzas la tierra, como sombra vana; 

se te busca en el hoy para el mañana, 

viene el mañana y se te ve perdida.

Cámbiase el niño en el mancebo fuerte y 

piensa que te ve ¡triste quimera! 

Con la esperanza de llegar a verte

ruedan los años sobre la ancha esfera 

y en el último trance de la muerte, 

aun nos dice tu voz, ¡espera, espera!

Se dice –tapándose la cara con las manos y mirando por entre los dedos como las hipócritas gazmoñas–que el artículo en cuestión ataca las costumbres públicas y ofende la moral. Pero yo no veo esa ofensa más que de un modo relativo; no es la ofensa reducida al empleo de unas cuantas palabras raras, sin enlace ni concatenación en un cuento erótico, lo que da cuerpo y vida a u un relato deshonesto; no es la frase carnal y escueta, como tantas que se ven y que no pueden leerse delante de niños o de sus madres, como tres que iba a citar y ya no cito, porque, en medio de su aparente ininocuidad, yo las considero pestíferas en extremo. 

A la vista tengo un libro –Las Meditaciones del P. Luis de la Puente– donde este místico escritor usa con la mayor naturalidad la más dura y cruda de las palabras que tanto han escandalizado en el artículo de D.ª Rosario de Acuña. 

Y en nuestros clásicos, con especialidad en Cervantes y Quevedo, haciendo gracia al lector de Las Partidas, se hallan a montones esa y otras parecidas. ¡Conque no hay para tanto, y más aquí donde el órgano oficial del Gobierno, la Gaceta de Madrid, en cuerpo y alma, ha habido día que ha sido exornada con el vocabulario –infame, que diría Dumas, de Bicêtre y de la Conserjería– de los lupanares y presidios.

En esa Gaceta, hecha por concurso público, se llama al pan pan, y al vino vino. ¡Pero qué pan! ¡Pero qué vino! 

¡Con decir que La Época llegó a afirmar que, entre toda la prensa española ningún periódico tenía la exclusiva para hablar desvergonzadamente más que la Gaceta oficial, creemos estar dicho todo! (1)

* * *

Y ya conocida la mujer por sus obras, véase lo que dicen los hombres de la escritora

Don Peregrin García Cadena, crítico teatral el 12 de febrero de 1876 del periódico El Imparcial, decía lo siguiente el día 13 inmediato al estreno de Rienzi el tribuno en el Teatro del Circo por la compañía dramática dirigida por el que fue gran actor Rafael Calvo(2)

«Una poetisa de fibra viril; una poetisa que sabe hacer algo más que pulsar las cuerdas laxas de la lira degenerada de Safo; una poetisa a lo Gertradis Gómez de Avellaneda, que sabe encontrar los acentos de la pasión y mover los afectos del corazón humano; una poetisa, en fin, que encuentra en su inspiración el calor del lenguaje de todos los entusiasmos y les da movimiento y vida, es un hallazgo sorprendente en estos tiempos en que el numen vigoroso se aposenta en unos pocos espíritus de varón.» 

Ya lo veis, estudiantes simpáticos del comunicado, que en alas de vuestra indignación, justa pero poco iluminada, queríais que hablara en verso, para no deshonrar con su pluma la vil prosa, la que desde sus más tiernos años fulgura en la alta esfera del Parnaso como poetisa consagrada. 

«Y este hallazgo –sigue diciendo el tan competente crítico teatral– lo hemos hecho el sábado por la noche en el Teatro del Circo. La poetisa inspirada se llama Rosario de Acuña, y la obra en que nos ha revelado su intuición de los grandes movimientos del alma y la energía de su talento creador es un drama en que figura como protagonista el último tribuno romano, y en el que se desenvuelve un poema basado en el patriotismo, inspirado en la historia de as ardientes luchas de la Libertad.»

Y continúa: 

«Lo repito: la señorita de Acuña es un espíritu viril que aborrece el feminismo en materia de poesía. Su primera obra dramática ha sido un alarde de fuerza poética de naturaleza muy imprevista, y es preciso reconocer que las personas que entre la distinguida concurrencia que asistió en la noche del sábado al Tentro del Circo, sin conocimiento de causa, con el propósito de sostener el paso vacilante de la neófita con los andadores de la galantería, debieron quedar grandemente sorprendidos al ver que la bella poetisa podía enseñar a andar al más pintado.» 

Y concluye la transcripción: 

«En suma: la creadora del Rienzi es un autor dramático, recién salido de la infancia, que esconde bajo las apariencias de un ángel la energía avasalladora de un espíritu varonil, y que viene inopinadamente al palenque del arte con todos los bríos de un adalid acostumbrado a los trances más arduos del combate, El público ha saludado con asombro su peregrina aparición, y yo la envío también en estas líneas la expresión de mi simpatía. Apariciones como la dela poetisa Rosario Acuña son raras en el mundo del arte, y es preciso envolverlas en una atmósfera de cariño y de admiración, si este calor es para ella condición de realidad palpable y de progreso esplendoroso.» 

¿Lo ven ustedes, jóvenes estudiantes, como D.ª Rosario de Acuña era alguien? Pues ya que  s son conocidas la mujer y la escritora, sin pasión y sin rencor juzgad a la escritora y a la mujer...

Tomás Rey

3 de diciembre de 1911

El Socialista, Madrid, 15 de diciembre de 1911


(1) Ya hablaremos de esto detenidamente, Como que ese contrato se ha rescindido por incumplimiento del adjudicatario y la fianza afecta al compromiso quebrantado, de 250.000 pesetas, no ha vuelto al Estado, como debiera haber vuelto y nosotros haremos que vuelva (nota del autor).

(2) Ciertamente, la crítica del señor García Cadena se publicó en el diario madrileño El Imparcial, pero no fue en la edición del domingo 13, sino un día después,  dentro de la sección «Los lunes de El Imparcial».




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