20 marzo

287. Un pionero llamado Luciano Castañón

 

Hace unas semanas, en el inicio del presente año, se rindió un nuevo homenaje a Luciano Castañón (Gijón, 1926-1987), a propósito de su novela Vivimos de noche, publicada sesenta años atrás. Al leer las crónicas del acto, no pude menos de pensar en un hecho que se suele repetir, en una omisión que a mí me parece relevante: cuando se le recuerda, casi nunca se menciona su relación con Rosario de Acuña. No se olvidan de sus novelas –como sucede en esta ocasión–, de sus trabajos sobre arte o de sus aportaciones a la bibliografía asturiana, pero no suelen decir que él fue uno de los artífices de la recuperación de la memoria de la ejemplar gijonesa que habitara la casa de El Cervigón.

Luciano Castañón fotogfrafiado por Joaquín Rubio Camín
 Luciano Castañón fotografiado por Joaquín Rubio Camín

Pues bien, a finales de la década de los sesenta del pasado siglo, cuando casi nadie en Gijón sabía quién era aquella mujer que daba nombre a una casa situada sobre uno de los acantilados del litoral gijonés, Luciano Castañón encontró una fuente de la que manaba información de primera mano. Por propia iniciativa o a instancia de Amaro del Rosal (asturiano exiliado en México que, junto a su equipo de colaboradores, estaba reuniendo material relacionado con la escritora, tal y como se contó en un artículo anterior ⇑) localiza a Aquilina Rodríguez Arbesú, una vecina de la parroquia gijonesa de Roces, que en su juventud fue amiga de Rosario de Acuña y de la cual conserva valiosos recuerdos (⇑).

Cuando la visitó por primera vez ya se dio cuenta de que su anfitriona era fundamental para recuperar la historia de aquella otra mujer, la que daba nombre a la casa de El Cervigón cuya silueta había formado parte del escenario cotidiano de sus juegos infantiles. Tanta fascinación sentía Aquilina por ella («me emocionaba el cariño que ponía en las palabras con las que mostraba su admiración por la escritora») que en su casa guardaba, como preciadas reliquias, diversos objetos suyos: cubiertos, rizos de pelo, «incluso una sábana que había pertenecido a la abuela de Rosario de Acuña»; también copias de algunos de sus escritos, cartas, textos manuscritos, entre los que se encontraba el testamento escrito por su mano y firmado en la ciudad de Santander el 20 de febrero de 1907...

Fue entonces, tras conocer la importancia de los materiales que se conservan en la casa de Roces, cuando informó de aquel descubrimiento a Amaro del Rosal, quien se apresura a enviar una carta a Aquilina para solicitarle la cesión de los textos y recuerdos que ella atesoraba («no nos guía otro propósito que el de sacarla del olvido y darla a conocer a la juventud de hoy...»). Sabedor del contenido de esta carta, pues desde México recibió una copia de la misma, a Luciano Castañón le corresponde la misión de intentar convencer a aquella mujer, casi octogenaria, de la importancia que  tendría la entrega de estos documentos. Debió de resultar convincente, pues en la actualidad todos ellos forman parte del Archivo Amaro del Rosal que se conserva en la Fundación Pablo Iglesias. 

Hubo un tiempo en el cual no sabía quién era ella, quien era la mujer que daba nombre a la casa que veía a diario cuando jugaba en la arena de la playa, la casa que visitó uno de los días de su infancia, la casa cuyo interior recorrió sin saber que estaba en la última morada de Rosario de Acuña.

«Como mi infancia transcurrió más en la playa que en el domicilio y en la escuela, resulta que el edificio donde residió Rosario de Acuña fue siempre como un destacado plinto en mi visión diaria desde la arena playera [...] La casa, erguida en lo alto del Cervigón, imponía su maciza silueta a cualquier hora del día mientras de niños jugábamos incansables y no indagábamos el porqué de su denominación –"Rosario Acuña"–, sin preocuparnos si la habitaban los dueños o la dueña, si había existido ésta, quién era o quién había sido»

Ahora sí sabía quién era, quién había sido, Rosario de Acuña. Él era uno de los pocos que contaba con datos, con papeles y manuscritos que aportaban información sobre esta madrileña que quiso vivir y morir en Asturias («A pesar de no ser asturiana, se encariñó con nuestra región»). Ordenó papeles, cuadró datos, consultó nuevas fuentes y, cuando consideró que contaba con una información relevante, se convirtió en uno de los primeros en divulgar la vida y obra de tan excepcional mujer.

A principios del mes de junio de 1980 pronuncia una conferencia en Gijón, en el salón de actos de la Caja de Ahorros de Asturias, con un título que parece evidenciar esa voluntad divulgadora, la pretensión de iluminar la memoria colectiva, de activar los recuerdos olvidados: «Algunas referencias a Rosario Acuña», con el apellido así escrito, que era como se solía denominar por entonces aquel edificio sobre el acantilado, convertido en topónimo habitual para buena parte de la población gijonesa: «Casa Rosario Acuña». Si esa era la referencia colectiva, de ella partiría.

Unos cuantos meses después, en febrero del año 1982, utiliza las páginas del periódico gijonés El Comercio, para contar las vicisitudes del procedimiento iniciado en el verano de 1923 –poco tiempo después del fallecimiento de la librepensadora– para que una de las avenidas de la villa llevara su nombre. Cuenta que en el Ayuntamiento se recibió una petición en ese sentido que había sido remitida por la asociación madrileña Fraternidad Cívica Femenina, que otras entidades locales se adhirieron a la misma, y que finalmente el pleno municipal aprobó que la carretera que une el puente del Piles con La Providencia pasara a llamarse oficialmente Avenida de Rosario de Acuña.

Nos habla también del descontento que tal medida provocó en algunos sectores gijoneses;  de la oposición del periódico El Principado, «boletín que en los años veinte editaba en Gijón el Centro Católico», que consideraba que el Ayuntamiento había accedido a una «sectaria solicitud de origen masónico»; y de la revocación por el Gobierno Civil  del acuerdo municipal tras el recurso presentado por algunos vecinos. 

Completa su escrito con dos nuevos episodios del proceso, con dos nuevos acuerdos municipales de sentido contrario: en 1931 se recupera el nombre de Rosario de Acuña para la avenida, y en 1939 se vuelve a eliminar (1).

Aunque en el escrito no haya una petición expresa en tal  sentido, creo que debería de darse por realizada por el hecho mismo de dar a conocer detalladamente tales antecedentes y hacerlo bajo el título «Una calle para la escritora Rosario de Acuña». 

Con todo, su mayor aportación aún está por llegar. En 1986 verá la luz un documentado trabajo que se incluye en el número 117 del Boletín del Real Instituto de Estudios Asturianos, con el título «Aportación a la biografía de Rosario de Acuña».

 

Se trata de una aportación muy valiosa, habida cuenta de la escasez de datos que existía por entonces acerca de la vida y obra de Rosario de Acuña: una cronología con los hechos más significativos de su biografía, una relación de sus obras y cuatro sonetos de gran significación, el que dedica a su padre tras su muerte ocurrida en 1883 y los titulados «A mi madre», «¡Asturias!» y «A Gijón», estos dos últimos aparecen incluidos en un apartado dedicado a su relación con la tierra en la que decidió pasar la última etapa de su vida. No falta tampoco el relato de su encuentro con Aquilina Rodríguez Arbesú, una reseña de su intervención en la ceremonia de inauguración de la Escuela Neutra de Gijón y un documento al que doy gran importancia: la transcripción de su testamento (⇑), que es la que aparece en la página Rosario de Acuña y Villanueva. Vida y obra, y de la cual recojo aquí las primeras líneas:
 
«En la ciudad de Santander a veinte de febrero de mil novecientos siete, yo, Rosario de Acuña y Villanueva, viuda de D. Rafael de la Iglesia y ¿Cruset- ¿Anset- ¿Auset (*), de edad de cincuenta y seis años, usando de las facultades que otorga el artículo seiscientos setenta y ocho del Código Civil, en relación con el seiscientos ochenta y ocho del mismo, hallándome en pleno uso de mi voluntad e inteligencia, hago este testamento ológrafo...»
 
A pie de página creí necesario incluir una nota a modo de agradecimiento, pues gracias a que no dio por buena ninguna de las posibles opciones, años después pude localizar varios documentos que aportaban información relevante acerca de su marido:
 
 (*) Luciano Castañón muestra aquí sus dudas sobre el apellido de quien fuera marido de la escritora. Otros, en cambio, optaron por dar por válida la opción «Anset», lo cual condujo la investigación a un callejón sin salida, pues no hay rastro alguno de «Rafael de la Iglesia y Anset»: no era ese el apellido.

Como he manifestado siempre que se presenta la ocasión (2) , creo que el proceso de recuperación de la figura de Rosario de Acuña Villanueva es una labor colectiva que se inició a partir de los años finales de la década de los sesenta del pasado siglo; y que fue entonces –gracias a la labor, entre otros,  de Luciano Castañón– cuando se abrió el sendero por el cual transitamos quienes, partiendo de sus fuentes, de sus datos y de sus escritos, nos dedicamos a continuar la tarea que emprendieron y que aún sigue abierta.
 
 
 Notas
 
 (1) Más detalles del proceso en el comentario 58. La avenida que da a la ermita (⇑)
 (2) Véase, por ejemplo, el texto de la conferencia que pronuncié en Club La Nueva España de Gijón el 6 de mayo de 2019 con el título «Rosario de Acuña, patrimonio colectivo. La recuperación de su valioso testimonio vital» (⇑)




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