Lo tenía bien pensado. La muerte de su amigo el científico Augusto González Linares, ocurrida unos tres años antes, y la de su madre poco después, estaban muy presentes en sus recuerdos. Conocía de primera mano las presiones (⇑), los manejos, que el obispado santanderino había desplegado para conseguir que, finalmente, en los momentos postreros de su vida, el sabio naturalista accediera a reintegrarse en la grey católica.
y por lo tanto ordeno y dispongo que diga lo que diga en el trance de la muerte (o digan que yo dije) se cumpla mi voluntad aquí expresada, que es el resultado de una conciencia serena derivada de un cerebro saludable y de un organismo en equilibrio.
Cuando le llegó el turno a su madre, compró una sepultura a perpetuidad en el cercano cementerio de Ciriego, al lado de la que ocupaban los restos de González Linares. Allí permanecen sus restos (⇑). Meses después adquiere para sí, para la que habría de ser su última morada, una ampliación de terreno, contiguo al que ocupa Dolores Villanueva. No obstante, por si los avatares de la vida la alejaran del cementerio civil de Ciriego, en el testamento que por su mano redacta el veinte de febrero de 1907 contempla las dos posibilidades:
Si no se me enterrase en Santander, que no se ponga en mi sepultura más que un ladrillo con un número o inicial; nada más; pero la sepultura sea comprada a perpetuidad. Si muero en Santander entiérreseme en el panteón donde yacen los restos de mi madre, y donde hay nicho para mí ya comprado...
Abandonó la Montaña y se trasladó a Gijón y allí, en un lugar alejado del centro de la villa, encargó la construcción de una casa que se encontraba al lado del mar, al borde de unos acantilados. Más al sur, en otro promontorio, se situaba el cementerio civil.
En el mes de enero de 1902 el Ayuntamiento gijonés adjudicó las obras del cementerio civil y antes de que finalizara ese año va a entrar en funcionamiento. Así lo atestigua una inscripción que figura en la fachada exterior; así lo recogen los periódicos de la época, en cuyas páginas podemos leer que el primer día de septiembre es enterrada en aquel recinto una niña, de nombre Urania e hija de los obreros Antonia Izurieta y Guillermo Fernández.
Veintiséis años después de que El Sucu abriera sus puertas, el cementerio municipal podía acoger los restos de todos sus vecinos, tanto de los católicos, como de aquellos otros que no se consideraban tales. Un sólo cementerio, pero con dos partes bien diferenciadas, separadas por una tapia. La nueva parcela, de tamaño más reducido y situada al Este, fue acogiendo a «jóvenes comprometidos», «honrados trabajadores», «entusiastas republicanos» y otros gijoneses de distinta condición en cuya esquela, de hacerse pública, no figuraba símbolo religioso alguno.
No siempre resultó fácil. Hubo ocasiones en las cuales hubo que porfiar para que la voluntad del difunto fuera respetada. En noviembre de 1904, dos años después de su apertura, un ciudadano gijonés se personó en el cementerio civil con objeto de que se enterrase el cadáver de su padre, fallecido el día anterior. Llevaba consigo el correspondiente permiso de la familia además de una orden del juzgado municipal. No obstante, el conserje se negó a darle sepultura hasta tanto no contara con la autorización del cura. Hubo que recurrir al Ayuntamiento para que, tras la oportuna queja, se ordenara al empleado municipal que cumpliera con sus obligaciones.
Tal parecía que la jurisdicción eclesiástica no aceptaba de buen grado los límites que el muro construido entre ambos cementerios señalaba. Tal parecía que la capilla allí existente sirviera de atalaya para controlar cuanto allí sucedía, tanto en el camposanto –situado al Oeste, a sus pies– como en el otro campo, el que «no era santo», que se encuentra al Este, tras la cabecera. Y es que el edificio religioso había sido construido sobre un eje orientado en dirección Este-Oeste. Nada nuevo. Ya se hacía así en los templos egipcios, de manera tal que cuando el sol salía, lo hacía por el lugar donde estaba situada la cámara del dios. En el Este está la Luz. Los templos cristianos también lo tienen presente y, por esa razón, las iglesias se construyen también con esta orientación, situando la cabecera hacia el Este para que el sol naciente, el sol de la mañana ilumine el altar mayor.
Como quiera que la capilla del cementerio municipal de El Sucu sigue esa tradición, algunos han dejado escrito que la iglesia daba la espalda al cementerio civil. Aproximándose por el Oeste, hacia la entrada, esa era la idea que podía transmitirse, pues, desde ese punto de vista, mirando la fachada principal rematada por una espadaña con dos huecos, contemplando su puerta adintelada, guarnecida por arcos abocinados de medio punto, con una cruz en su vértice, el otro cementerio no se ve, se encuentra en la parte de atrás, a las espaldas del templo.
De espaldas al cementerio civil y de espaldas también a la voluntad de quienes deseaban ser allí enterrados, como cada cierto tiempo se pone en evidencia. Un ejemplo, uno más, lo encontramos en la prensa gijonesa a finales del año 1915. Tras la muerte de un joven librepensador, sus padres disponen que su entierro sea civil, «pero el fanatismo, siempre alerta, sacó sus garras. Escarneciendo sentimientos y atropellando leyes se apoderó de un cuerpo que no le pertenecía, y contra los fueros de la razón y de la muerte misma consiguió depositarlo en el cementerio católico en espera de definitiva inhumación». La reacción unánime de los sectores más liberales de la ciudad, «los elementos que integran la democracia gijonesa», logró que la libertad de conciencia saliera triunfante en esta ocasión. Rosario de Acuña Villanueva, satisfecha por la iniciativa, se adhiere a la protesta en una carta (⇑) publicada al día siguiente:
Siento que mi firma no figure en la protesta que las izquierdas de Gijón han formulado contra el desafuero que ayer realizó el fanatismo reaccionario. Me adhiero a todos ustedes; ¡qué honda satisfacción causa verlos unidos, juntos, todos unos, en solidaridad fraternal, bajo la bandera de la libertad, contra la enseña de la tiranía!.
Dicen que la capilla daba la espalda al cementerio civil. Lo que quizás no sepan quienes tal cosa afirman es que su construcción fue anterior, que cuando se puso en pie el templo en el año 1894 tras sus muros no había tumba alguna. Ocho años después, fue cuando alguien decidió que los restos de cuantos se habían alejado de la grey católica descansaran en aquella parcela situada al oriente del templo. No lo contrario.
Allí fue enterrada Rosario de Acuña Villanueva el domingo 6 de mayo del año 1923, en una sobria tumba orientada al sol nacer, situada más cerca de la Luz que la cabecera de la capilla católica que coronaba el cementerio municipal de El Sucu.
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