Roberto Castrovido (1)
Quiero en este tercer aniversario de la muerte en Gijón de la gran mujer, dedicar unas líneas a su memoria. Nunca más oportuno el recuerdo.
Si doña Rosario en vez de nacer en Madrid y de ser su linaje castizo, clásico, patriótico, hubiera nacido en Cuba, como equivocadamente supuso y dijo en verso y en prosa José Martí (⇑), sería reverenciada, exaltada su memoria. Era española, muy española, honra de su raza –admitiendo la clasificación etnográfica–, descolló en el teatro, en la poesía lírica, en el periodismo, fue una conciencia pura, un carácter entero (no escribo el adjetivo «varonil» por no ofenderla), una idealidad abnegada, un alma grande en cerebro poderoso y una tierna, dulce sensibilidad.
Madrid no la ha consagrado siquiera la denominación de una calle. Nació aquí en la que llaman de Fomento (2). Se la regatea el mérito por ignorancia y por maldad.
Su aparición y los primeros pasos de doña Rosario de Acuña en el camino de la belleza literaria fueron saludados por el Duque de Rivas, Pedro Antonio de Alarcón, Juan Valera, Echegaray, Núñez de Arce, Antonio Sánchez Pérez. El hijo del gran actor, de don Victoriano Tamayo, creador del protagonista de Un drama nuevo ha recordado hace poco en una efemérides teatral el estreno de El padre Juan en el teatro de la Alhambra. La autora de Rienzi el tribuno después de no pocos disgustos pudo ver representado su «padre Juan». Asistí al estreno, uní mis aplausos a los de un público entusiasta. La autoridad con menguados pretextos, impidió las representaciones (3) . La autora era de la cáscara amarga, ya la tenían en el Índice; desde entonces hasta más allá de la tumba no han cesado de perseguirla.
Doña Rosario de Acuña escribió con Chíes, Lozano, García Vao, Constantino Miralta, Salvador Sellés, Dorado, Odón de Buen y Francos Rodríguez en Las Dominicales del Librepensamiento. Una mujer, ¡qué escándalo! En 1884 se tenía en España todavía un concepto pobrísimo de la mujer. Era considerada bestia de trabajo o flor de deleite. El Derecho Romano y el Corán eran sus códigos. Por la costumbre se la esclavizaba todavía más que por la Ley. Todavía subsiste el bochornoso artículo penal que asegura la impunidad al parricida, padre o marido, que asesina a su hija o mujer. A ésta solo le era lícito la reclusión, ya en el hogar ya en el convento. Había retroceso, que no progreso, cuando vívía doña Rosario de Acuña respecto a los siglos XV y XVI y aún del XVIII.
Esta gran mujer, como sus contemporáneas o inmediatas antecesoras, Concepción Arenal, Rosalía de Castro, había de luchar no solo contra la ignorancia y contra las dificultades inherentes al dominio de una disciplina, de una técnica literaria o científica, sino contra la hostilidad de las gentes, contra la aspereza del medio. Marimachos, marisabidillas, bachilleras se llamaba a las pensadoras, a las poetisas, a las escritoras. De una de ellas, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, dijo Nicasio Gallego: «¡Es mucho hombre esta mujer!», masculinizándola para elogiarla. Hoy que llenan las aulas de institutos y universidades las mujeres, que acuden a las oposiciones, que trabajan en oficinas y talleres, que van solas por las calles, no se comprende lo que era para una mujer descollar, como una personalidad firme, en la literatura.
Centuplicó la dificultad para Rosario de Acuña el ser no una poetisa más, sino una singular pensadora y el colocarse fuera de las naves del templo no, como otros, vistiendo las imágenes y adornando los altares, género de ocupaciones bien quistas que proporcionan honor y provecho a las que las realizan.
Rosario de Acuña pensó por sí misma, lo que ya fue singular, y osó sin miedo y sin tacha manifestar lo que pensaba, hazaña comparable a lo heroico. Arrostró burlas, desafió prejuicios, soportó quebrantos, dio cara a las persecuciones y no se rindió ni a la calumnia, ni a la prisión, ni al destierro. Sincera, ¡firme siempre!, fue ejemplo.
La claudicación le habría abierto las puertas de teatros, palacios, salones. No claudicó. Con simular renuncias y mentir ideas en vida habría sido rica y respetada, glorificada en muerte. Tuvo que refugiarse a la orilla del mar en Santander primero, en Gijón después. Se la bloqueó, se le negó el fuego y la sal; se azuzó contra ella a los perros negros fanáticos e ignorantes; se la calumnió, se la procesó, se la desterró, no se la dejó morir en paz y, muerta, se le regatea la gloria, se pellizca en su corona de laurel, se la niega, se la cuenta en montón con escritores de poco fuste y se desconoce, o se aparenta desconocer, que solo tiene par con doña Concepción Arenal, que la excede en el vigor científico de su campaña, no la sobrepasa en cuanto prosista. Poetisa era la Acuña, no la Arenal.
Una de las más ruines consejas que contra la buena fama de doña Rosario de Acuña se pusieron en circulación con siniestro fin, fue la de suponerla enemiga de la juventud escolar y su procaz injuriadora. A la puerta de la Universidad Central se agruparon, no recuerdo por cuál circunstancia, los escolares que no entraban en clase (4) . Acertó a pasar por la calle de San Bernardo una muchachita a la cual requebraron. La jovenzuela escapó corriendo y llorando, como ninfa perseguida por los sátiros. Los periódicos de Madrid refirieron el suceso. Leyó la noticia doña Rosario y en defensa de la mujer y recordando acaso que ella había sido y era perseguida como una cierva por los perros y los cazadores, perseguida por fariseos, juristas, levitas y malos pastores, puso su pluma en defensa de la mujer y de la juventud escolar, y en contra de los errores educativos, de los padres indignos de serlo y de los catedráticos chambones, egoístas, traficantes en libros de texto, atentos únicamente a su conveniencia, incapaces de enseñar al alumno lo que no tienen: educación, dignidad, desinterés, altruismo, solidaridad, las virtudes que adornaron a don Francisco Giner de los Ríos.
Inflamada su santa, generosa ira, escribió en El Progreso su famoso artículo que la chusma interpretó solapadamente, interesada en encismar a la escritora con los estudiantes. Los pocos de estos que leyeron el artículo comprendieron la sana intención de la escritora y echaron de ver que nada iba contra ellos, sino contra vicios de educación y de enseñanza que harto conocían y sufrían. Pero la mayoría no leyó el artículo, ni se enteró por sí, sino que fue mañosamente soliviantada, torpemente enterada e impulsada contra la mujer que maternalmente los quería y procuraba corregirlos. Contra doña Rosario se amotinaron los estudiantes hostigados por malos profesores y por gente sin conciencia. Los de París amotináronse contra Emilio Zola. La juventud, ciega, generosa, materia propicia a la moldeadura, fue en Francia y en España vilmente engañada y explotada. Se la convirtió en proyectil. Conseguido lo que quería la legión enemiga, se procesó y se hizo huir a doña Rosario de Acuña.
Confío en que la juventud, cuando conozca a doña Rosario de Acuña por sus obras, será la primera en el entusiasmo hacia una pensadora que albergó en su mente ideas nobles, sanas, beneficiosas para la humanidad, contrarias a la guerra, a la superstición, la ignorancia y la injusticia, y que acertó a sembrar en las inteligencias, ya con punzante reja de arado, profundamente, ya a volteo con arte bello de poeta y de prosista.
Doña Rosario de Acuña es una figura intelectual y literaria que honra a su tiempo y a su patria, que debe de ser orgullo de su sexo, y vergüenza, humillación, de los hombres dúctiles, maleables, ocultadores de sus ideas, esclavos de sus vanidades y de sus egoísmos, serviles, aduladores, terceros del abuso, cómplices de las injusticias, emplomados con todas las debilidades y flaquezas que ellos en su orgullo proclaman mujeriles.
Hombres flacos, sin sexo, atiplados cantores de todas las Sixtinas, arrollaos ante la gran mujer espejo de virtud, ejemplo de entereza, fuerte en su conducta, bella en las manifestaciones de su arte.
¡De rodillas, eunucos!
Madrid - Gijón, 1926
El Noroeste, Gijón, 6/5/1926
Notas
(1) Roberto Castrovido (Madrid, 1864-México, 1941) fue periodista de dilatada carrera y una figura destacada del republicanismo español. Tras iniciarse como redactor en algunos periódicos federales barceloneses, se trasladó a Santander donde dirigió La Voz Cántabra y más tarde a Madrid, donde fue director de El País desde 1904 a 1921. Se inició como diputado en 1912 (Partido Republicano Federal) y revalidó su acta en las elecciones de 1916, 1918, 1919 y 1931 como integrante de las diferentes coaliciones electorales formadas entre republicanos y socialistas. En cuanto al origen de su amistad con Rosario de Acuña, bien pudiera situarse en los años noventa, ya en Madrid (dice en este escrito que acudió al estreno de El padre Juan), ya en Cantabria, pero tendremos que esperar hasta la segunda década del siglo siguiente para contar con documentos que la constaten fehacientemente. En cualquier caso, él será una de las personas que más batallaron por preservar la memoria de su amiga. Además del presente escrito, de su pluma salieron algunos de los más sentidos recordatorios: «También era mucho hombre esta mujer» (⇑), «Rosario de Acuña. En muerte como en vida» (⇑), «Las calles de doña Rosario y el marqués de Comillas» (⇑)...
(2) A pesar de que Castrovido dejó escrito que Rosario de Acuña había nacido en Madrid (y que lo había hecho en la calle que «llaman de Fomento»), durante muchos años se escribió que lo había hecho en Cuba, en Cantabria o en Pinto. También que 1851 había sido su año de nacimiento. Hubo que esperar un tiempo hasta que pudimos contar con un documento (⇑) que probaba que, tal como dijo Castrovido, había nacido en Madrid y lo había hecho el 1 de noviembre de 1850.
(3) En el comentario «194. La batalla de El padre Juan» (⇑) se da cuenta de lo sucedido con la preparación, estreno y suspensión gubernativa de esta obra.
(4) Ciertamente, aunque sí menciona las consecuencias, no recuerda Castrovido muy bien cuáles fueron las circunstancias que dieron lugar a la publicación de «La jarca de la Universidad». De unas y de otras se da cuenta en «134. Proceso, exilio e indulto» (⇑) .
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