Cuando hablamos de Nicolás Salmerón lo primero que nos suele venir a la cabeza es que fue uno de los cuatro presidentes de la Primera República y que, como sucedió con el de los otros tres, el suyo fue un Gobierno efímero, pues duró poco más de cincuenta días. Pero, evidentemente, no se acaba ahí el relato de la trayectoria vital de don Nicolás. Hay otros rasgos destacados en su biografía, algunos de los cuales resultan de interés para el objetivo de este blog, pues tienen que ver con nuestra protagonista.
Empecemos recordando que, tras estudiar el Bachillerato en Almería y los estudios de Leyes y Filosofía y Letras en Granada, se convirtió en catedrático de la Universidad Central de Madrid con veintiocho años de edad (1866); que se afilió al Partido Democrático y que, desde entonces, la política se entreveró con su actividad académica, perdiendo su cátedra en diversas ocasiones, bien por sufrir presidio o por el distanciamiento a que obligaba el forzoso exilio.
Fue padre de una prole numerosa, aunque no todos sus vástagos traspasaron el umbral de la niñez. Del primero, también llamado Nicolás, se dice que, además del nombre, heredó de su padre su «talante político y su cultura cívica democrática». En Las Dominicales del Libre Pensamiento fue presentado como «ilustradísimo joven y fervoroso librepensador republicano»: así se decía en el texto que precedía a una carta suya publicada en el año ochenta y siete, a la cual Rosario de Acuña hizo mención en «Restos del feudalismo (Trubia)», escrito durante la larga expedición a caballo por las tierras del norte (⇑) del año ochenta y siete. Coinciden ambos en la necesidad de «redimir a nuestro pueblo del fanatismo religioso», en que las leyes españolas del momento solo sirven para que resalten más el atraso, la corrupción y la ignorancia de nuestras costumbres. En palabras del joven Nicolás: «si las leyes son retrógradas e inspiradas en un criterio reaccionario y poco expansivo, las costumbres son falsas y artificiosas, como producto de una moral errónea y detestable». Sin embargo, será con su hermano Exoristo con quien doña Rosario sintonice mejor, hasta el punto de que tanto él como su mujer Esperanza pasaron algunas temporadas en Gijón, en la casa de El Cervigón.
Tito –que era el nombre por el cual era conocido – había nacido en París en el año 1877, en la etapa del exilio que concluyó siete años después cuando la familia retornó a Madrid. Tras estudiar en el Colegio Francés y en el Instituto San Isidro, inició los estudios universitarios que abandonará para dedicarse a la pintura y al dibujo, convirtiéndose en un afamado caricaturista, de humor mordaz, implacable con el caciquismo, la ignorancia y el fanatismo. Sus dibujos son habituales en diversas publicaciones humorísticas o satíricas, como El Gran Bufón, Gedeón o Menipo, el cínico. La combativa crítica al sistema sociopolítico que alentaba su actividad no se limitó al dibujo y la caricatura, también le llevó a desarrollar una intensa labor política. Primero en el ámbito de los partidos republicanos, más tarde en las filas socialistas (se afilió al PSOE en 1915, formó parte de la redacción de El Socialista y colaboró en Acción Socialista) y –tras el congreso extraordinario de 1921, en el transcurso del cual se integró en el grupo de delegados partidarios de la Tercera Internacional–, ingresó en el Partido Comunista (al igual que, por cierto, hicieron otras figuras destacadas del socialismo español que mantenían o habían mantenido relaciones de amistad con doña Rosario: tal fue el caso de Virginia González (⇑) o de Isidoro Acevedo ⇑). Era también masón: se había iniciado en julio de 1913 en la madrileña logia Ibérica, adoptando el simbólico Epicuro.
A pesar de la diferencia de edad (tenía veintisiete años menos que doña Rosario y era nueve más joven que Carlos Lamo, su compañero de vida, el buen discípulo ⇑) tenía muchos puntos de coincidencia con su anfitriona: la masonería, el republicanismo, la lucha contra el oscurantismo y el caciquismo... incluso su común posición aliadófila en la Gran Guerra (ella no había dudado en desplazarse de Gijón a Madrid para asistir al gran mitin celebrado en la plaza de toros en el mes de mayo del diecisiete; él participa, como representante del Gran Oriente de España, en el congreso masónico de las naciones aliadas o neutrales que se celebra unas semanas después en París). Tenían mucho de qué hablar, no me cabe duda alguna. Metidos en conversaciones, es posible también, que en una de aquellas veladas en la casa del acantilado, la anfitriona hubiera recordado en voz alta aquella ocasión en la que estuvo en la casa familiar de los Salmerón García, y que lo hubiera hecho con palabras parecidas a las que había utilizado en una carta fechada en Cueto a principios del año 1900 y remitida a Luis Bonafoux (⇑). Veamos.A comienzos de la última década del siglo Rosario de Acuña y Villanueva parece decidida a dar por concluida su campaña de Las Dominicales (⇑). Ya había manifestado que era su voluntad «retirarse del trabajo activo de la inteligencia» a «la crítica edad de cuarenta», (y, al poco de cumplir esos años escribe: «mi corazón está agotado; sus fibras flácidas me avisaron hace tiempo que les llegó la vejez: con fatigoso impulso cumple sus leyes de marcha, y toda agitación impuesta por el luchar de ajenas pasiones, son para él una amenaza de muerte»), y nada mejor para dar por terminada aquella etapa de su vida que poner en escena El padre Juan, un drama al servicio de la propaganda librepensadora. Con la obra debajo del brazo recorre los diversos teatros de la Corte, pero ninguno de sus directores artísticos quiso participar en tal proyecto, que consideraron totalmente inapropiado. Decidida como estaba a dar aquella última batalla, no le queda otra que poner todo de su parte, incluso su dinero, para lograr el objetivo: «Con aquellos cuantos miles de reales, me gasté buen golpe de salud y de vida, trabajando en ensayar la obra, en hacer con mis propias manos el vestuario y en luchar con los hombres y las mujeres encargados de sacarla a las tablas». Tras dos meses de preparativos, en la noche del viernes 3 de abril de 1891, con el oportuno permiso gubernativo en la mano, se alza el telón del madrileño teatro Alhambra para presentar su drama en sociedad. Al finalizar la representación, la autora subió al escenario para recibir los aplausos nutridos y las aclamaciones entusiastas de un público que manifestaba así su sintonía con la proclama librepensadora a la que habían asistido. Bien es verdad que no todos los asistentes pensaron lo mismo, pues hubo quienes calificaron la obra como «uno de los mayores extravíos del fanatismo racionalista» y otros que hicieron llegar sus protestas al mismísimo gobernador civil, quien tomó la decisión de prohibir la representación de la obra: no habría más funciones de aquel drama, en tres actos y en prosa, que se había estrenado en un teatro situado, dicho sea de paso, en la calle de la Libertad.
Indignada por la arbitrariedad de la autoridad gubernativa de la que había sido objeto, la autora de la censurada obra inicia un largo peregrinaje, llamando a todas las puertas en las cuales cree que encontrará apoyo frente a aquel ultraje. Visita las redacciones de los periódicos y se entrevista con algunos diputados. Tras haberse reunido con el republicano Manuel Pedregal y Cañedo («a quien visité con recomendación»), se le ocurrió que debía de acudir a lo más alto y preclaro del foro patrio. Fue entonces cuando, en compañía de un antiguo amigo de su padre, se presentó en la casa familiar de los Salmerón «con esa fe candorosa que todos los humildes tenemos hacia los que brillan muy alto por encima de nuestras cabezas». Al otro lado de la puerta es probable que les recibiera la leal Úrsula Mamblona, que estaba en la casa desde el nacimiento de los primeros hijos del matrimonio. Tras los saludos, la recién llegada entregó su tarjeta; pasaron a una sala; esperaron; al cabo de un rato salió un señor...
Lo que sucedió a continuación ya se lo había contado a Luis Bonafoux en los primeros días del último año del siglo, y ahora, algunos años después de la muerte del protagonista de aquella historia, es posible que con palabras similares se lo contara a Tito Salmerón, su invitado: El señor diputado y expresidente de la Primera República no podía recibirles, estaba ocupado; quien estaba ante ellos era su secretario y él fue quien escuchó la petición de aquella mujer que hasta allí había llegado ávida de justicia: suplicaba una interpelación en las Cortes, o que la auxiliase en una demanda judicial, o cualquiera otra actuación que el diputado y expresidente estimara procedente... Pasaron los días, pasaron las semanas, pasaron los meses, y el señor Salmerón no dijo ni hizo nada al respecto.
Tito era el hijo de aquel hombre que había fallecido en 1908, cuando estaba de vacaciones en la ciudad francesa de Pau. Tito era el autor del diseño del mausoleo erigido en el cementerio civil de Madrid al que se trasladaron sus restos años después, y en el cual figura un epitafio con las siguientes palabras: «Por la elevación de su pensamiento, por la rectitud inflexible de su espíritu, por la noble dignidad de su vida...» Quizás doña Rosario de Acuña no le contó nunca nada. No sé. En cualquier caso, la última ocasión que tuvo para poder hacerlo fue en el verano de 1922, pues constancia hay de que en Gijón se encontraba por entonces «el notable dibujante e ingenioso caricaturista Exoristo Salmerón (Tito)». Más tarde ya no sería posible: no hubo más veranos compartidos, como bien recuerda en un texto un tanto enigmático Carlos Lamo:
En una noche del mes de enero de 1923, al retirarnos a nuestras habitaciones para descansar, hablando de algo, que no recuerdo, le dije:
–Bien; esto lo haremos para cuando vengan Tito y Esperanza.
Nuestros amigos, hijo y nuera de don Nicolás Salmerón, venían siempre en agosto.
Ella me replicó:
– ¡Ya veremos si paso de mayo!
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