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10 julio

119. Patricio Adúriz y el primer rescate


A pesar de los esfuerzos realizados por Regina Lamo durante los años veinte y treinta; a pesar de haber conseguido reunir algunos de los textos de Rosario de Acuña en dos volúmenes (El secreto de la abuela Justa (⇑) y El país del Sol ⇑) publicados en la Editorial Cooperativa Obrera; a pesar de la reedición, ya  en plena guerra, de  El padre Juan con una introducción (⇑) suya... De nada sirvieron los homenajes; de nada sirvieron sus esfuerzos para intentar conseguir que en la casa de El Cervigón se instalase una colonia escolar veraniega... Cuando las autoridades del nuevo régimen político instaurado por la fuerza de las armas se hicieron con las riendas del poder, una densa neblina fue ocultando el  testimonio vital de aquella ilustre librepensadora: en el uniforme y gris escenario que por entonces se empezaba a dibujar  no había sitio para quien  había empeñado sus mejores esfuerzos en la búsqueda de la Verdad. De nada sirvieron los esfuerzos de Regina; de nada. La niebla consiguió ocultar aquel potente foco de Luz:

Hasta tal punto fue así, que, pocas décadas después, en Gijón, la ciudad en la que quiso pasar los últimos años de su vida, pocos eran los que tenían noticia cierta de quién había sido su, en otro tiempo, célebre vecina. Apenas habían pasado cuatro décadas desde su muerte y su memoria parecía haberse desvanecido, por más que su nombre siguiese siendo utilizado para identificar la zona donde se localizaba la que había sido su casa:

Hace muchos años que nos veníamos preguntando ¿quién era Rosario Acuña? Esa ignorancia nuestra, compartida por el común de los gijoneses, vino a ser como una obsesión lacerante. Y es el caso que es una realidad que teníamos ahí, al alcance de la mano. Frases como ésta: estuve por Rosario Acuña, o,  fui a dar un paseo hasta Rosario Acuña, se repiten, al cabo del año, miles de veces.

Fotografía de Patricio Adúriz publicada en 2014La curiosidad por desvelar quién se escondía tras aquel topónimo, tan habitual en las conversaciones de los gijoneses, azuzaba a los vecinos más curiosos. Tal fue el caso de Patricio Adúriz –cuyo interés por el pasado de su ciudad lo convertirán años después en cronista oficial–, a quien lo primero que se le ocurrió fue acudir al cementerio local ,esperando encontrar allí la tumba de quien suponía había sido una persona notable. Después de mucho buscar, tan solo encontró una sobria y menuda lápida en la que, además de su nombre y los años entre los cuales transcurrió su vida, figuraba una escueta mención: «escritora ilustre». No era mucho, pero serviría para comenzar el rastreo por cuantas enciclopedias se pusieron a su alcance.

El resultado de su investigación fue publicado en El Comercio, diario  en el cual colaboraba habitualmente. A lo largo de cinco entregas (⇑) fue capaz de recuperar para sus lectores algunos de los hechos más significativos de la vida  y, también, el testimonio de aquella convecina librepensadora, masona, anticlerical... Todo un ejemplo de habilidad expresiva, pues no debemos de olvidar que por entonces, finales de los sesenta,  la censura continúa al acecho, y la figura de Rosario de Acuña no era, precisamente, un ejemplo que comulgara con los principios ideológicos imperantes. Así que, optó por resaltar su lado más humano, dejando en un segundo plano los temas más conflictivos, como el mismo Patricio Adúriz Pérez nos relata en uno de los párrafos finales:

Esa fue la vida de una mujer notabilísima que llegó a ser solicitada por todos los partidos políticos existentes en aquella época. Tal era su mérito. Ella, sin embargo, no fue mujer de acción, sino de ideas. Luchó contra la mentira, contra la gazmoñería y contra la incultura. Pudo ser feliz y, magnánima, se entregó a los demás. Despreciando tocar resortes espectaculares, quise presentarla en la sencillez de su intimidad, en los afanes creadores de su espíritu y en esa bondad que, según el consenso unánime de todos, fue una de sus características más sobresalientes. Otros, acaso, tal vez hubiesen analizado otras facetas de ese su vivir cuajado de matices. Pese a los cinco artículos no está dicho todo; pero sí lo suficiente como para hacernos cargo de su dimensión humana. 


La importancia del trabajo de Adúriz estriba en las fuentes que utilizó para su elaboración. Buena parte de sus informaciones las obtuvo de primera mano, pues tuvo la fortuna de localizar a alguna de las personas que conocieron en vida a la librepensadora de El Cervigón: «Llegamos justo a tiempo. Unos cuantos años más y entonces sí que afirmo que no habríamos conseguido nada». Llegó justo a tiempo y encontró a un señor que le regaló una fotografía de doña Rosario; y a otro que «le narró un suceso verídico»; también a Emilio Medina Tuya, probablemente familiar de José Medina Piñera, el propietario que había vendido los terrenos de El Cervigón, y firmante junto a otros vecinos del escrito que Rosario de Acuña enviara a El Noroeste (⇑) en protesta  por los ejercicios de tiro que los militares realizaban en las proximidades de su casa; y, especialmente, a Aquilina Rodríguez Arbesú, una mujer con quien la escritora mantuvo una relación de amistad durante los últimos años de su vida. Admiradora confesa de doña Rosario, en tiempos de la Segunda República puso en marcha un Comité Femenino para exaltar la memoria de su amiga, y después, fue ella la que durante mucho tiempo se encargó e llevar flores a su tumba dos veces al año: el 5 de mayo, coincidiendo con el aniversario de su fallecimiento, y el 1 de noviembre, que lo era de su nacimiento. Tal era el fervor que sentía por su amiga, que guardaba como oro en paño libros, fotografías, algunas copias que ella misma había realizado de algunos de sus poemas... y el testamento, el famoso testamento ológrafo.

Segunda entrega de las cinco que fueron publicadas en El Comercio
Las indagaciones que realizó Patricio Adúriz a finales de los sesenta, lo condujeron a unas fuentes valiosas, y, gracias a ellas, consiguió recuperar, aunque fuera a grandes rasgos, la identidad de esta ilustre mujer. A lo largo de cinco semanas, los lectores de El Comercio tuvieron noticia de su familia; del éxito conseguido con su drama Rienzi el tribuno; de la estancia en Roma en casa de su pariente Antonio Benavides, a la sazón embajador de España ante la Santa Sede; de su boda con Rafael de Laiglesia; de la muerte de su padre; de la separación de su marido; de su residencia en la localidad cántabra de Cueto; de la granja avícola que allí instaló y de los premios que por su actividad recibió; de los artículos publicados en el diario santanderino El Cantábrico; de la muerte de su marido; de la muerte de su madre, acaecida en 1905; del testamento ológrafo que redacto en Santander en 1907; de su traslado a Gijón; de su estancia en una fonda situada en la calle San Bernardo; de la compra de unos terrenos en El Cervigón, la construcción de su nueva casa y la caravana de carros utilizados para realizar la mudanza; de su exilio en Portugal; de sus amistades gijonesas; de su muerte...

Por si lo anterior no fuera suficiente, el trabajo de Adúriz se completó con fotografías, reproducciones de portadas de sus libros y de algunas de sus poesías:  el soneto dedicado a su padre («Piedra que serás polvo deleznable...» ⇑), Sombra y luz (⇑), A mi madre (⇑), Asturias (⇑), Mis golondrinas, Los poetas nacen (⇑), A Gijón (⇑). El resultado final bien puede calificarse como exitoso, pues consiguió poner luz donde antes reinaba la oscuridad más absoluta.

Tras este primer rescate realizado por Patricio Adúriz Pérez (⇑) a finales de los años sesenta del pasado siglo, la figura de Rosario de Acuña empezó a sacudirse la borrina que la ocultaba. Desde entonces, aquel topónimo utilizado en la frase «fui a dar un paseo hasta Rosario Acuña» cobró mayor sentido para cuantos ya sabían quién había sido la ilustre moradora de aquella casa que se alzaba sobre el acantilado. 

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Algún tiempo después de haber publicado este comentario, tuve la suerte de poder examinar el archivo de Patricio Adúriz, que se conserva en el Museo del Pueblo de Asturias. Para no dejarme prender en la maravillosa variedad documental que allí se conserva, busqué entre las revistas, catálogos, recortes de periódicos, cartas, manuscritos, partituras o las centenares de fotografías del archivo, todo lo que tuviera que ver con Rosario de Acuña. 

Aunque la mayoría de documentos que encontré ya eran conocidos, pues los había publicado en la serie a ella dedicada que apareció en el diario El Comercio en los primeros meses de 1969, hubo un recorte de prensa que captó mi atención. Aparecía una fotografía suya del Primero de Mayo de 1923, distinta a aquella otra que se había publicado. Aquel día, como en los años anteriores, la Federación local de Sociedades Obreras, organizaba una gira que tenía por destino la casa de Rosario de Acuña situada sobre los acantilados de El Cervigón. En la fotografía que se publicó el 16 de marzo, ilustrando la última entrega de la serie, aparecía ella sola; en esta otra, el fotógrafo Villa nos la muestra junto a dos mujeres integrantes de la organización «afecta a la Unión General de Trabajadores», que aparecen en primer término.

Primero de Mayo de 1923-Rosario de Acuña con unas mujeres integrantes de la Federación local de Sociedades Obreras (Archivo Patricio Adúriz, Museo del Pueblo de Asturias)
En el texto que la acompaña puede leerse el siguiente texto: «No se llamaba socialista y sin embargo lo era desde los pies a la cabeza [...] La fotografía que avalora estas líneas es la única que se conserva de esta excelsa mujer, cuyas huellas en el pensamiento español y en las letras nacionales dejan una estela imborrable. Esta fotografía fue sacada este 1º de mayo y es otra prueba evidente del cariño y amor con que acogía a los humildes...»




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Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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21 diciembre

37. Huevos para incubar


A lo largo de la última década del siglo XIX la vida cotidiana de Rosario de Acuña va a experimentar un profundo cambio, como consecuencia de las decisiones tomadas años atrás: ha pasado a ser una republicana, masona y librepensadora cuyos artículos aparecen con cierta frecuencia en las páginas de Las Dominicales del Libre Pensamiento, semanario que junto a El Motín se sitúa a la cabeza de la «mala prensa», aquella cuya lectura tienen prohibida los fieles católicos bajo amenaza de excomunión.

Algunos reveses económicos precipitan el fin de su estancia en Pinto y el abandono de sus otrora fieles servidores, que prefieren buscar mejor acomodo. A esto hay que añadir la suspensión de las representaciones de su obra El padre Juan (⇑) dictada por la autoridad gubernativa en la primavera de 1891 y la caquexia palúdica que dos años más tarde la tuvo al borde de la muerte... Como bien nos cuenta en la dedicatoria de «La abeja desterrada» (⇑) y en el artículo «Los enfermos» (⇑), se impone un cambio de aires:

Al heroico esfuerzo de mi voluntad, secundadora de cuanto la ciencia y el cariño hacían por mi salud, pude, al fin, tenerme en píe, y así que de píe me tuve, sin oír a nadie, como sonámbula que acude a la cita sugestionadora, firme, terca, arrolladora de toda otra voluntad que no fuera realizar mi deseo de marchar a los campos, acribillándome yo misma a inyecciones de quinina para no decaer en mi resolución, corrí a Galicia, a las ásperas escolleras que se extienden desde el Cabo Silleiro a La Guardia, donde viene a entrar la tibia corriente del Golfo Mejicano, saturada del yodo y el sodio del mar del Sargazo.

Tras una breve estancia en tierras gallegas, se trasladó a Cueto, una aldea cercana a Santander, lugar elegido para emular a la viuda normanda que conoció durante su juventud en la Bayona francesa (⇑). La mujer se había quedado sola con un hijo y dos hijas y sin más medios que una corta pensión. Vendió cuanto tenía y se marchó a Bayona donde tomó en arrendamiento una casa de campo donde estableció una pequeña granja avícola, que seis años después, cuando la joven Rosario la conoció, estaba a pleno rendimiento. Con este ejemplo bien presente, próxima a cumplir los cincuenta, decidió doña Rosario poner en marcha su propia granja avícola:

Impulsada por el afán (creo que a todas luces digno y noble) de conservar la holgura de mi hogar y defenderlo de la miseria, y queriendo, a la vez, unir a mi tarea de propia salvación la salvación ajena, recogí los restos de mis economías y me lancé, llena de fe y valor, a instalar en mi vivienda campesina el núcleo, el principio, el origen de una modesta industria avícola: simultaneando la teoría y la práctica, el ideal de altísima y noble ciencia con la tradición vulgar de seculares experiencias, bajé, resueltamente, al estadio de lo sencillo, de lo popular, e incluyéndome, desde luego, en la turbamulta de nuestros campesinos, tracé mis comienzos de avicultura pasando del corral vulgar al parquecito en miniatura, con cierta coquetería adornado; y me acuerdo, ¡lo confieso sin rubor!, las vueltas y revueltas que di, encantada, al primer bebedero mecánico y el primer comedero según arte que me mandaron de las granjas de Castelló...

Diseñó la instalación, la dotó de las últimas novedades mecánicas, compró lotes de las mejores razas ponedoras y se dedicó de lleno, en largas jornadas cada uno de los siete días de la semana, al cuidado de sus queridas aves. El concienzudo trabajo no tardó en obtener sus primeros frutos. Los productos de su granja comenzaron a contar con el favor del público. A pesar de algunas reticencias iniciales, su labor se vio reconocida por los entendidos en la materia: primero fue la publicación del elogioso artículo «La avicultura en la Montaña» (⇑), firmado por Pablo Lastra y Eterna, uno de los promotores de la Sociedad de Avicultores Montañeses; luego la obtención de la Medalla de Plata en la Exposición Avícola Internacional celebrada en Madrid en el mes de mayo de 1902. La mención de aquel premio, un espaldarazo a su trabajo, fue incorporada en los anuncios de su granja que desde principios de año aparecían de manera regular en las páginas de El Cantábrico.  

La lista de productos a la venta se había ido incrementando paulatinamente. A los huevos de gallinas andaluzas, prat y brahma (excelentes ponedoras, con 130-160 huevos al año) que se vendían a tres pesetas la docena, se unieron los de andaluza negra y prat puras, procedentes de la afamada granja de Castelló, por las que se pedían cinco pesetas, y los de pata (de raza francesa y del país), a dos pesetas. Más tarde, también se ofertaron las aves: un pato y dos patas mixtas de Rouen al precio de quince pesetas; «soberbios patos rouen puros, gigantes» a 25, 20 y 15 pesetas pareja, según edad; lotes de un gallo y seis gallinas (entre las cuales se incluye una castellana negra), al precio de dos pesetas la libra. En un primer momento, cuando se trataba de huevos para incubar, el punto de contacto para la venta era la propia administración de El Cantábrico; más tarde era preciso desplazarse hasta la granja, donde las personas interesadas eran atendidas convenientemente las tardes de los jueves y domingos. Y así sucederá hasta que un suceso imprevisto (⇑) ocurrido en una de las primeras noches del mes de abril de 1905.

De todo lo que le aconteció en su experiencia como empresaria avícola nos ha dejado cumplida explicación en varios artículos ( «Patos y gallinas», abril de 1901; «Las especialidades en Avicultura», mayo de 1901; «Avicultura popular», junio-julio de 1901; «Sobre Avicultura», octubre de 1901; «Avicultura», noviembre de 1916) y en algunas cartas (como las que tienen por destinatarios al director de El Cantábrico, a Salvador Castelló, a José Ruiz Pérez  o a Tomás Costa (⇑), hermano del conocido jurisconsulto y economista aragonés, por quien Rosario sentía gran admiración).

Nota. Este comentario fue publicado originariamente en blog.educastur.es/rosariodeacunayvillanueva el 8-1-2010.




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Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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