22 diciembre

46. Unas palabras de Regina Lamo en memoria de su «excelsa ascendiente»


En una carta enviada hace unos días al diario Público (⇑), Lidia Falcón recordaba a su abuela Regina Lamo Jiménez (1870-1947) y denunciaba que su figura —al igual que sucediera con Rosario de Acuña— «ha sido silenciada por la ideología fascista que ha imperado en nuestro país».

Fotografía de Regina de Lamo, fundadora del Banco de Crédito Popular de Valencia
Tiene toda la razón. ¿Cómo puede ser posible que una mujer que «se dedicó, apasionadamente, al activismo sindical y cooperativista», a la lucha feminista —muy a pie de calle, al lado de las mujeres del pueblo, al estilo de Rosario de Acuña—, a la defensa de los más desfavorecidos y a la difusión de una nueva cultura que regenerara la vieja patria sea hoy tan desconocida para la inmensa mayoría de los españoles? ¿Cómo puede ser posible que apenas sea conocido por unos pocos que esta jiennense (Úbeda, 1870), vinculada a la Federación Regional Catalana de la UGT, a la Unió de Rabassaires y a la Federación Regional de Cooperativas de Cataluña, tuvo una participación destacada en el I Congreso Nacional de Cooperativas, celebrado en Madrid en 1921; que por su iniciativa se creó el primer banco obrero: el Banco de Crédito Popular y Cooperativo de Valencia; que, al lado de Lluís Companys, participó activamente en la implantación dela Unión de Rabassaires; que desarrolló una amplia labor propagandística en el semanario La Tierra, en el diario El Diluvio, en la revista Acción Cooperativista o en el periódico gijonés El Noroeste? ¿Quién se acuerda que en 1928 fue elegida vicepresidenta del Ateneo Socialista de Barcelona o que un año más tarde era la presidenta del grupo femenino de la Agrupación Socialista de Barcelona? ¿Quién conoce su Introducción a Delirios de grandeza y lujuria de Zoilo Cuéllar Chaves (1920)?, ¿quién, su Breviario de autoeducación cooperativista (1923)? Algunos habrá que hayan oído hablar, leído quizás, su «Prólogo» en Las reivindicaciones femeninas de Santiago Valenti Camp (1927).

A qué seguir. Su figura y testimonio merecen un trabajo más exhaustivo que el que aquí podemos darle. Estoy seguro que, no tardando, llegará. Mientras eso ocurre, aquí tiene el lector interesado un escrito suyo. Se trata de la introducción a la edición que la valenciana Editorial Guerri realizó en 1938 de El padre Juan (⇑).


Portada de la edición de El Padre Juan publicada en 1938ASTURIAS

Liminares

Unas palabras



La reposición del drama EL PADRE JUAN, en este limitado escenario que es la revolución española (1933-1938), va signada con la voluntad inquebrantable de quien repone y esto escribe, hacia horizontes, si no imprevistos por los hombres que gobiernan la República, si soslayados, y hasta soterrados, pudiéramos decir, después de honda reflexión y análisis de los hechos que a diario nos abruman con su indiscutible elocuencia.

La cuestión clerical. He ahí el problema fundamental y base del movimiento subversivo, cuyas derivaciones no son otra cosa que coletazos, con que el muestro de las cien cabezas se defiende, atacando impíamente a los que en España intentaron desterrar «para siempre» —pobrecillos— aquellas cien cabezas con sus correspondientes piojeras de hermanos, hermanas, padres, madres y cofrades de hábitos de varios colores, largos o cortos, según la misión encomendada a toda esa serie de vividores ultra terrenos.

Pues bien, ese problema, cuya solución fue incrustada en la España republicana durante medio siglo, merced a la pluma de aquellos dos colosos del librepensamiento que fueron —y son— Rosario de Acuña y José Nakens, está sin resolver, y lo que es más alarmante, por sintomático, va tomando el aspecto de algo que me recuerda el título de aquel libro que costó la vida a José Rizal (a Rizal la vida y a España el archipiélago filipino): Noli me tangere.

Sí. No le toquéis. Es la consigna. Que si Euzkadi. Que si mano tendida. Que si pitos. Que si flautas... Total: con el artículo veintiséis de la Constitución de la República, dio el gran topetazo Alacalá Zamora, que por cierto no le impidió, ni le privó, como serenamente pensando debió privárselo e impedírselo, aquella espantá —y perdóneseme el taurinismo de la frase— el acceso a la presidencia de la República, desde la cual —¿y cómo no?—, se dedicó a pedirle bendiciones al Nuncio de S.S. y a trapichear con el clericalismo más audaz y militarizado, que tan caro nos cuesta. Con las consecuencias de todo esto, dio el topetazo del 33 y del 36 la República.

Así, pues, ya que ellos, los grandes —únicos pudiéramos decir— Rosario de Acuña y José Nakens, dejaron la palestra llamados por la muerte, yo, que los evoco constantemente; yo que veo, lamentándolo, vacío el lugar que ellos llenaron con la luz de sus vidas y el calor inmortal de sus obras, me complazco una vez más en actualizarla a ella, a mi excelsa ascendiente, Rosario de Acuña, colocándola en el sitio que aún no mereció de los que debieron tenerla como índice de su actuación política y social: en el sitio que mereció, merece y merecerá de cuantos amen y sientan la causa de la libertad humana, sincera y virilmente, sin miedos ni habilidades circunstanciales. Su sitio, mentor de la República laicodemocrática.

Ahí; y por eso va dedicada esta reposición a Asturias, porque en el limitado escenario de la Revolución española (1933-1938) —y volvemos al primer párrafo de este clavo que quiero remachar en las conciencias libres, de los pocos que tienen conciencia—, Asturias, la fuerte, la dura, la tenaz, la insumisa por antonomasia, es donde ella, Rosario de Acuña, ha podido ser adorada, comprendida y reverenciada.

Por aquellos riscos, en aquel acantilado que se mete en el mar desafiando sus furores, en aquel Cervigón, ungido por sus pasos de proletaria voluntaria siempre encaminados al trabajo y a la solidaridad con cuantos sufrieron persecuciones y miserias, aún resuenan, seguros de pisar tierras de libertad y de justicia. Allí quedó su cuerpo: sembrado fue por los mineros de aquella cuenca que de cada carbón extraído a la tierra hacen, por su fe en la victoria definitiva, tizón luminoso, fuego sagrado, que en llamarada de aurora roja ilumina, desde 1933, todos los caminos del proletariado del mundo.

Y nada más. De clavo pasado es esto de la cuestión clerical, como signo evidente de esta guerra que nos exalta el alma. La República española parece olvidarlo, o sin olvidarlo, lo relega a término de postergación. Hace mal. Plinio el Viejo escribió con clarividencia notoria aquello de Latifundio perdere Italia.

Yo temo acertar al escribir aquí: La tolerancia con el clericalismo, única y verdaderamente peligrosa quinta columna, perderá a la República.

Valencia, 1938

Regina Lamo


Nota. Este comentario fue publicado originariamente en blog.educastur.es/rosariodeacunayvillanueva el 23-2-2010.




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