06 noviembre

279. De la clásica a la copla, de la ópera a la bulería



«Macrino Fernández Riera nos lleva de la mano para adentrarnos en el mundo musical que rodeó a Rosario de Acuña, desde su contacto con la ópera en su primera infancia hasta su amor por la copla. Las palabras de Macrino estarán ilustradas con fragmentos musicales y con la ejecución de varias coplas musicadas para la ocasión por Alicia Álvarez» 
 
Biblioteca Pública Jovellanos, Gijón - Jueves 26 de octubre - 19 horas
 

Rosario de Acuña y la música

Buenas tardes y muchas gracias por haber venido a esta penúltima actividad del centenario. Digo penúltima porque habrá más. Como el homenaje que las montañeras de La Muyereda (⇑) le ofrecerán el próximo domingo en La Pica del Jierro; el nuevo libro (⇑) que en un par de semanas estará en las librerías con los artículos publicados en La Nueva España (y con algún que otro regalo); o el precioso cuento escrito por Itziar Gutiérrez y dirigido a los más pequeños (⇑), a las primeras lectoras, de cuya presentación oficial tendremos noticia no tardando. Pero, eso será en los próximos días; vayamos a lo que toca aquí y ahora. 

Hace ya unos meses, Ana Velasco, responsable de la fonoteca de esta casa, me contó que había leído algunos de mis escritos publicados en el blog acerca de la relación de Rosario de Acuña con la música y me propuso este proyecto: hablar de ello y hacerlo con el apoyo de algunos fragmentos musicales que ilustraran la charla. Le dije que sí, porque era un asunto que apenas se había tratado y el formato resultaba muy atrayente. Me reuní con ella y con Fernando García, director de la Biblioteca Jovellanos, y fuimos dando los primeros pasos. A medida que avanzaba en el asunto, más de una vez me vino a la cabeza un «¿y si…?». 

A primeros de septiembre se lo planteé a Ana: ¿Y si le pedimos a Alicia Álvarez que cante alguna de sus coplas? Cierto es que ella es autora, no intérprete, que no se dedica a cantar lo que otros escriben, que lo suyo es componer. También lo es que es una acuñista confesa, que es bien conocida su simpatía por doña Rosario. Ahí estábamos, en el ¿y si…? Cuando, al fin, Alicia dijo que sí, os aseguro que el proyecto inicial ganó muchos enteros. Para nuestro disfrute, ha conseguido dar nueva vida a unas viejas coplas escritas y cantadas hace más de cien años por aquella batalladora gijonesa que vivió en El Cervigón. Son unas preciosas canciones que tendréis ocasión de escuchar dentro de unos minutos. Pero antes, para ponerlas en su contexto, me parece necesario que realicemos un breve recorrido por su biografía, con algunas paradas musicales.

Creo que lo mejor que puedo hacer para entrar en materia es decir que nuestra protagonista fue heterodoxa y polifacética, pues estos dos atributos son los que, probablemente, nos puedan aportar mayor información en esta primera aproximación.

Portada de El Ángel del Hogar, semanario dirigido por María del Pilar Sinués
Su vida no se ajustó, ciertamente, a las maneras generalmente admitidas por entonces, pues no debemos olvidar que nació en 1850 y creció en los años del reinado de Isabel II, una época en la cual la vida de las mujeres se desarrollaba casi por entero en el entorno doméstico, escenario en el cual desempeñaban el papel de buena esposa y mejor madre, que la tradición, la religión y el triunfante modelo del «ángel del hogar» les había asignado. 

Desde bien joven dio muestras de que no se acomodaba de buen grado a aquel escenario tan reducido. No se encontraba a gusto ni siquiera en el ámbito literario, esa aceptada ampliación del cotidiano espacio a la cual les era permitido acceder a las mujeres, siempre que lo hicieran para el cultivo de su fibra más sensible: para cantar a las flores y a los pájaros, al platónico amor, y a cuantos efluvios líricos albergaban, supuestamente, las almas femeninas. Y sí que lo hizo (⇑). Aunque no le gustaba la palabra «poetisa», ella fue de las que escribió poemas y no tardó en darlos a conocer. Fue poeta, sí, pero no solo eso; también fue dramaturga, y articulista, y conferenciante, y publicista. 

 Con todo, no se conformó con desempeñar el tolerado papel de escritora, y también ejerció de librepensadora, de regeneracionista o de masona (⇑). Llegado el momento, de la teoría pasó a la práctica y se convirtió en promotora teatral, cuando no encontró empresarios que se arriesgaran con alguna de sus obras. Y andando el tiempo, para defender la holgura económica de su hogar, decidió abrir una granja avícola, y como avicultora se ganó la vida durante algunos años, vendiendo huevos para la incubación, así como patos, gallos y gallinas.

Aunque quizás lo más sorprendente a los ojos de sus contemporáneos fueran sus actividades ecuestres (⇑) y montañeras. Enamorada con pasión de la naturaleza, durante años cabalgó por buena parte de las tierras de su querida España, y lo hizo en expediciones de varios meses de duración. No solo recorrió a caballo valles y llanuras; también caminó, y mucho, por todo tipo de terrenos; y ascendió a algunas de las cumbres del Sistema Central, Sierra Morena o la cordillera Cantábrica, Picos de Europa incluidos (⇑)

amazona y montañera

Parece evidente que resulta un tanto complicado delimitar su heterodoxa, transgresora y polifacética personalidad. Tiempo atrás, cuando hube de hacerlo en uno de los libros a ella dedicados, necesité utilizar una larga serie de nombres y de adjetivos: dramaturga, masona, feminista, montañera, poeta, regeneracionista, librepensadora, articulista, puritana, iberista, avicultora, filosocialista, autodidacta, deísta, republicana… Y concluí aquella lista con el adjetivo «melómana», o amante de la música, que es la razón por la cual hoy nos hemos reunido aquí, para hablar de la pasión de doña Rosario por el «arte de las musas».

Portada de Poema del cante jondo de Federico García Lorca
Pero tengo que advertir que, tal y como se apunta en el título, tampoco en este tema resultó del todo ortodoxa, pues no se limitó a los conciertos o a la ópera, muy del gusto de la buena sociedad de la época, sino que también disfrutó con «las dulces melodías de una tonada astur» o con las coplas –que ella misma componía y cantaba–, recuerdos de sus andanzas por las serranías andaluzas, y en las que varios estudiosos han querido ver el primer sustrato en el cual se cimentó el gusto de Federico García Lorca por el flamenco, y que alguna cantaora ha incorporado a su repertorio. Bien; vayamos al principio. 

A pesar de que murió gijonesa, pobre, republicana y bien alejada de la mayoritaria religión, Rosario de Acuña nació en pleno centro de Madrid, en una cuna burguesa, católica y monárquica. Fue la única hija de una familia acomodada: su abuelo materno era médico y naturalista; el paterno, un propietario de fincas en la Campiña Jiennense. Como es lógico pensar, a la recién nacida le esperaba una educación similar a la que por entonces recibían otras niñas de su misma condición. Al parecer, sus jóvenes progenitores ya tenían elegido el colegio de monjas donde habría de estudiar. Dada su proximidad al domicilio familiar, no deberíamos de descartar que hubieran optado por el Colegio de Nuestra Señora de la Presentación, el cual, a pesar de estar ubicado en una céntrica calle de la capital, era conocido popularmente como Colegio de niñas de Leganés, en razón de su vinculación con un marqués de tal nombre. 

Aunque originariamente acogía a niñas huérfanas, la alabada calidad de su enseñanza y la necesidad de recaudar fondos para su mantenimiento, llevó al patronato que lo regía a admitir a algunas niñas de familias pudientes, primero en la modalidad de pensionistas y más tarde también como externas. Tal fue el caso de Elena Sanz y Martínez de Arizola, quien en aquellos años se convertía en alumna del colegio y, tiempo después, llegaría a ser una notabilísima cantante de ópera.

No se dio el caso de que Rosario fuera su compañera, que bien podía haberlo sido, pues, aunque Elena era seis años mayor que ella, permaneció en el colegio tiempo más que suficiente para que allí hubieran coincidido. Pero no pudo ser. Cuando la niña de Felipe de Acuña y de Dolores Villanueva contaba con unos cuatro años de edad, le fue diagnosticada una dolorosa enfermedad ocular que, sin aviso previo, la sumía en episodios de ceguera temporal de incierta duración. 
 
Detalle del grabado de Camacho publicado en 1876
 
Todos los planes se vinieron abajo entonces. Ya no iba a ir a ningún colegio de monjas, no era posible. Los suyos se encargarían de su educación (⇑), adaptándose a sus periodos de ceguera y a los cuidados que precisaban sus ojos. Así, de la mano de su madre fue conociendo las primeras letras; de la de su padre, la historia y la literatura; de la de sus abuelos, las ciencias naturales; y de la Naturaleza, todo lo demás.

Pasó temporadas en las propiedades que poseía su abuelo en Jaén, donde, cuando sus ojos se lo permitían, fue desarrollando una gran capacidad de observación, como si ansiara guardar hasta el más pequeño detalle que aquella visión temporal le proporcionaba. Varios fueron los viajes que realizó, con sus padres primero y sola más tarde, por las tierras de España y por las de Portugal, Francia e Italia. Todo ello completado con buenas lecturas, afamadas representaciones dramáticas y la mejor ópera, que pudo disfrutar en su juventud, temporada tras temporada, en el palco familiar o, usando sus propias palabras, «desde nuestro palco del Real». 

Elena Sanz, La favorita, Teatro Real
Quizás en ese tiempo del que ella nos habla, en sus años juveniles, no pudiera escuchar a la contralto Elena Sanz, que por entonces triunfaba en la Scala de Milán. Tal vez sí lo hizo más adelante, cuando cantó en el Real en la temporada 1877-78. De esta actuación, interpretando el papel de Leonor de Guzmán en la ópera La favorita de Donizetti, da cuenta Galdós, su admirado Galdós (⇑),  en una de las novelas de sus Episodios Nacionales. Y lo hace utilizando dos registros diferentes: el de la ficción del libreto y el de la realidad biográfica de la ya famosa cantante; el de Leonor, amante de Alfonso XI, rey de Castilla en el siglo XIV, y madre de su hijo Enrique II de Trastámara, y el de Elena quien, como era bien conocido en los ambientes cortesanos del Madrid de la época, era una de las mujeres de Alfonso XII, la favorita del rey, y madre de dos de sus hijos.
 
1: Giacomo Donizetti, La favorita, «O mio Fernando», interpretada por Olga Borodina
 
 
 
Entrando ya el ámbito de las certezas, sabemos que le dedicó una poesía al cantante de ópera Francisco Salas, fundador del Teatro de la Zarzuela. También que desde el palco familiar del Real sí que escuchó, porque así nos lo ha contado, a la soprano Adelina Patti, probablemente en su primera actuación en Madrid, que tuvo lugar en noviembre de 1863. La joven Rosario, que por entonces acababa de cumplir los trece años, debió de quedar tan impresionada como el resto del público que aplaudió con entusiasmo su interpretación de Amina en La sonámbula, de Vincenzo Bellini. Más aún al enterarse de que Adelina había nacido tan solo siete años antes que ella y lo había hecho en Madrid, donde su madre, también cantante, actuaba por entonces en el madrileño Teatro del Circo.
 
Entre sus recuerdos contados se halla asimismo «la cultísima voz de Mario, varonil y per-suasiva, sin feminidades, ni asperezas», tal y como Rosario la describe, que no puede ser otra que la de Mario de Candia o del Tenor Mario o, simplemente, Mario, como ella lo llama, que eran los nombres por los que era conocido Giovanni Mateo de Candia, uno de los más famosos tenores del siglo XIX, quien, al parecer, así prefería ser llamado para mantener al margen a su familia, de recio raigambre nobiliario. Mario, que había debutado en el Teatro Real en 1859, repitió año tras año en su cartelera, razón por la cual la joven Rosario tuvo ocasiones más que sobradas para admirar esa voz que tiempo después tanto alabó. 
 
 
Tampoco se olvida en sus recuerdos escritos de Enrico Tamberlick, también tenor, también italiano, que tuvo una larga presencia en el Real y que era bien conocido del público. Dada la expectación existente entre los abonados en escuchar por primera vez al cantante en aquel escenario, no sería de extrañar que Rosario estuviera en el palco familiar el tres de marzo de 1866, día en el cual interpretó a Vasco de Gama en La africana. Desde entonces y hasta 1880, Tamberlick fue uno de los cantantes habituales en la programación del teatro madrileño, donde lució su amplio repertorio, llegando a interpretar hasta doce papeles diferentes en una misma temporada, en óperas tan aplaudidas como Guillermo Tell, El trovador, Don Gionvanni, Fausto, Norma, Rigoletto o El barbero de Sevilla. No podía haberlo olvidado, pues no le faltaron ocasiones para escucharlo; no pudo olvidarlo, ya que a él, a su corazón de artista y a su gloriosa estrella, dedicó un publicado soneto; no pudo olvidarlo, pues era amigo de su padre.
 
Felipe de Acuña no era conde, por más que no falten quienes se empeñen en convertir a su hija en condesa de Acuña (⇑). Trabajó toda su vida desempeñando diversos puestos en la Administración, desde que con tan solo diecinueve años ingresó como escribiente en el por entonces denominado Ministerio de Comercio, y poco después de Fomento. No fue conde, pero su familia paterna forma parte de una de las ramas de los Acuña de Baeza, la del señorío de la Torre de Valenzuela, con cierta relevancia en la vida política de entonces: su padre había sido alcalde, su hermano fue gobernador, al igual que su primo, y contó con parientes que fueron ministros en diversos gabinetes. El propio Felipe mantuvo relaciones de amistad tanto con Francisco Serrano como con Sagasta, cimentadas en las frecuentes cacerías que compartieron. Además de en estos círculos políticos, el padre de Rosario se movía con soltura en el ámbito artístico, y el entorno de los escenarios no le resultaba extraño. Sabemos de sus gestiones en apoyo de un proyecto del director de escena del madrileño teatro Rossini o de su estrecha amistad con Lorenzo París, maestro sastre del Teatro Real y padre de quien será director del mismo durante más de dos décadas, así como uno de los dos albaceas testamentarios que figuran en el testamento de Rosario de Acuña (⇑)
 
Si al rico entramado familiar de los Acuña unimos este entreverado círculo de amistades que cultiva don Felipe, tendremos como resultado un fértil sustrato que alimenta la naciente actividad literaria de su hija. No faltan conocidos escritores que le devuelven a vuelta de correo comentarios con sugerencias a los textos de la joven escritora, o directores de periódicos que se brindan a hacerlos públicos. Con el viento a favor, tan solo necesita que surja la ocasión propicia… y que la sepa aprovechar. Así sucedió al poco de haber cumplido los veinticinco. 
 
Resulta que en el mes de marzo de 1875 su tío Antonio Benavides y Fernández de Navarrete es nombrado Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en la Santa Sede. Pocos meses después, el tío Antonio, que como tal era tratado aunque en realidad lo era de la mujer de uno de sus tíos, recibe en la residencia oficial a la joven Rosario que ha llegado desde Madrid para conocer Roma. Durante varias semanas disfrutó de los vestigios de su glorioso pasado (⇑), de una historia que hasta entonces tan solo había imaginado: el Coliseo, el Círco Máximo, el panteón de Agripa, las basílicas paleocristianas, las catacumbas o el Vaticano, donde fue recibida en audiencia privada por Pío IX. En el equipaje de regreso se lleva muchas y variadas sensaciones, algunas de ellas esbozadas en unas cuantas cuartillas. 
 
Ya de vuelta, encuentra cierto revuelo en los ambientes operísticos de la capital. Se dice que el empresario que gestiona el Real, tiene previsto abrir la programación a nuevas obras, que no sean las acostumbradas óperas italianas. Se habla de Rienzi de Richard Wagner, y la sola mención al compositor alemán provoca el recelo del público más tradicional y el decidido apoyo de sus seguidores, por más que hubieran preferido que fuera otra ópera la elegida, alguna más reciente. Al final, el proyecto se concreta y el estreno de la obra wagneriana se programa para los inicios del mes de febrero. 
 
 
Es probable que aquella noticia activara los recuerdos recientes de Rosario, y se acordara entonces de aquel romano llamado Nicolás Rienzi, que fue proclamado tribuno en el siglo XIV y que ansiaba recuperar la grandeza de la antigua Roma. Lo cierto es que (según se contó tiempo después) en tan solo unas semanas la joven escritora había concluido Rienzi el tribuno, un drama en tres actos y en verso. 
 
2: Richard Wagner, Rienzi, «Obertura», Escuela Superior de Música Franz Liszt Weimar

 
 
El sábado cinco de febrero de 1876 en el Teatro Real de Madrid se escucha el toque de una trompeta llamando al pueblo a levantarse contra los nobles: es el inicio de la primera representación de una ópera de Wagner en España. Sobre el escenario Enrico Tamberlick, Alice Spack o Juan Ordinas dan vida a los principales personajes de Rienzi. Algo más de cuatro horas después (pues, como comenta Jacinta, a quien Galdós situó esa noche en uno de los palcos, «la obra, como de Wagner, es muy larga») el público abandona el local. En los pequeños grupos que se forman a la salida, además de argumentos contrapuestos sobre lo que acaban de ver y de escuchar, se comenta que en unos días se estrenará en el Teatro del Circo una obra que también tiene a Rienzi como protagonista y que está escrita por una mujer, cuyo nombre se desconoce. 
 
En efecto, una semana después, el día 12, en el teatro de la madrileña calle del Rey se estrena Rienzi el tribuno. Cuando el expectante público se sienta en sus localidades sigue sin saberse quién es su autora. Sí que lo sabe Tamberlick quien, no pudiendo acudir al estreno pues aún continuaba en cartel la ópera de Wagner y preocupado por la suerte que correría el estreno de la primera obra dramática de la hija de su amigo Felipe, echó mano de un emisario o recadero para que le mantuviera informado. 
 
Aunque, a decir de los críticos, en las primeras escenas se notó la inexperiencia de la autora, el público se mostró agradablemente sorprendido con lo que veía y escuchaba. Tanto fue así que, terminado el primer acto, desde el patio de butacas se pidió de forma reiterada conocer el nombre de la dramaturga, hasta el punto de que el actor Rafael Calvo tuvo que pedir paciencia, que esperaran al final de la obra. Sin embargo, mediado el segundo acto la sala respondió con un unánime y espontáneo aplauso que obligó a la joven autora a saludar agradecida. Al finalizar la obra, Rosario de Acuña salió varias veces al escenario, aclamada a una sola voz. El emisario partió hacia el Real para contar a Tamberlick que el estreno había sido un éxito, que el público ya hablaba con entusiasmo de la musa de Rienzi. 
 
Felicitación de E. Tamberlick (Biblioteca Histórica Municipal de Madrid)
La felicitación del tenor romano fue de las primeras en llegar a las manos de la joven autora: la envió la misma noche del estreno, en papel con membrete del Teatro Real. A ella seguirán otras muchas de amistades de la familia, como la de Benigno Gil, su anfitrión durante sus estancias veraniegas en Gijón, de empresarios teatrales que ofrecen a la joven autora sus escenarios, de directores que le piden colaboraciones para sus periódicos, o de Isabel II que le envía una elogiosa carta desde su exilio parisino. Los críticos tampoco se quedaron cortos en las alabanzas, sorprendidos de que aquella obra, de «pensamiento profundo y lenguaje viril» hubiera salido de la pluma de una mujer que, además, era muy joven.
 
Cuando el dos de marzo y tras dieciséis representaciones, Rienzi se despide del Teatro del Circo e inicia un largo periplo por los escenarios españoles (⇑), Rosario sabe que tras aquel éxito se halla a las puertas de una nueva etapa en su vida, y no solo en lo que respecta a su trayectoria como escritora. Tan solo unas semanas después contraerá matrimonio con un joven militar (⇑), el teniente de Infantería Rafael de Laiglesia Ausset y con él se traslada a vivir a Zaragoza, ciudad a la que ha sido destinado. 
 
A pesar de que ya había estado años atrás en la capital aragonesa, casi todo le resulta novedoso. El escenario de sus nuevos días no es el acostumbrado, pero Madrid queda lejos y no le queda otra que ir acomodándose a los usos y costumbres de su nueva ciudad; también al entorno militar en el que se desenvuelve su marido. En cuanto a la música, sabemos de alguna novedad y también de un reencuentro. 
 
Luis Ducassi era el representante en Zaragoza de la sociedad madrileña Administración Lírico Dramática, la encargada de gestionar las obras de Rosario de Acuña, y en calidad de tal, meses antes de la llegada de la escritora y a petición de su padre, ya realiza gestiones con el director del teatro Principal para el estreno de Rienzi. Cuando la joven escritora se establece en la ciudad lo conocerá personalmente; también a su hijo, un chico que ha desarrollado tales capacidades para la música que Rosario no puede menos que contárnoslo, admirada. 
 
Nació enfermo, ha vivido enfermo, tiene trece años y casi representa nueve, de tan retrasado como se encuentra su desarrollo físico –nos dice. No así su inteligencia musical de la que dio temprana muestra: desde bien niño se pasaba horas enteras creando armonías desconocidas con un tosco violín que le habían regalado. Esta predisposición fue la que impulsó a sus progenitores, con el permiso del médico, a proporcionarle los primeros elementos de la música, y tan solo un año después de adentrarse en el mundo del pentagrama, ya se afana en anotar sobre el papel las melodías que compone en el piano donde estudia. Rosario que lo ha visto y escuchado, cuenta que «escribe valses, polcas, marchas y sonatas […] sus manitas que apenas alcanzan a la octava […] hacen brotar del piano acordes, escalas y trinos, que van sacando del caos de la nada una pieza musical adivinada por el genio».

Tal es el entusiasmo que muestra por el joven músico que no resultaría nada extraño que, habida cuenta de que su marido era militar con destino en aquella plaza, ella hubiera tenido algo que ver con el estreno de una de sus obras, un pasodoble que fue interpretado por la banda del regimiento; tampoco que cogiera su pluma y escribiera un largo y sentido escrito contando las habilidades musicales de Rafael Ducassi en uno de los periódicos madrileños de mayor difusión (⇑).
 
En cuanto al reencuentro, tuvo por protagonista a un veterano cantante romano que había actuado en media Europa, un viejo conocido del Real, amigo de su padre. Enrico Tamber-lick actuaba en el zaragozano teatro Pignatelli y el último día de julio tuvo lugar la función de despedida de la compañía. Al finalizar, tras los entusiastas aplausos con los que le obsequió el entusiasmado público, le hicieron entrega de diversos obsequios entre los que se encontraba una corona de flores en una de cuyas cintas se podía leer el soneto que le había dedicado su amiga Rosario. 
 
 
Soneto A Tamberlick

Fueron dos momentos emocionantes, para recordar. Seguro que hubo más, pero los años pasados en Zaragoza no debieron de resultar tal y como ella los había imaginado. Por cuanto supimos después, parece que allí empezó a ver de otra manera la vida urbana (⇑). La ciudad se muestra ante sus ojos alimentada por convencionalismos, envuelta en apariencias y aliñada con cierta hipocresía. Por su alejamiento de la naturaleza, la vida en las ciudades resultaba más artificiosa, menos auténtica. Tras mucho darle vueltas, decidió que no quería seguir viviendo así y se plantó, tal y como después contó en frase un tanto enigmática: «Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre...».
 
Desconozco si lo del placer ciudadano del hombre tendría algo que ver con las supuestas infidelidades del marido, lo que sí sabemos es que a principios de 1881 a Rafael se le concede autorización para residir en Pinto y, tras pasar a la situación de supernumerario en el Ejército, se convierte en visitador de Agricultura, Industria y Comercio en el Ministerio de Fomento, donde tan solo unas semanas antes el primo Pedro Manuel de Acuña había ocupado una de las direcciones generales (⇑). En pocos meses todo parece haber cambiado. Instalada en una quinta construida a las afueras de aquella pequeña localidad del sur de Madrid, cerca de la Naturaleza, rodeada de frutales y de las plantas de su huerta, acompañada de las gallinas de su corral, de las palomas del palomar, de sus perros y de sus caballos, la joven Rosario inicia una nueva vida.
 
Como queda dicho, la casa está alejada del centro de la población, pero próxima a la estación de ferrocarril, cerca de los suyos en Madrid. La nueva ocupación de su marido y la cercanía a la naturaleza, a sus leyes y a sus ritmos, aventuran unas mejores perspectivas. Pero, todo cambiará apenas dos años después con la prematura muerte de su padre. Tras separarse de su marido y después de varios meses de pensar y repensar, Rosario decide implicarse de lleno en la lucha por la libertad de conciencia y empieza a colaborar en el semanario Las Dominicales del Librepensamiento (⇑), meses después ingresa en la masonería. Transitando por esa senda que ahora inicia se irá convirtiendo en una empecinada luchadora contra la marginación de la mujer, en una incansable defensora de los más desfavorecidos.
 
A pesar de que aquel nuevo papel que había asumido como activista de la libertad de conciencia ocupaba buena parte de su tiempo, no por ello perdió su conexión con la vida cultural de la capital, gracias, en buena medida, al cercano ferrocarril. Conociendo su afición a la ópera, no debería de resultarnos extraño que acudiera al Real para disfrutar de nuevo con Adelina Patti, a quien ya conocía, o Julián Gayarre, una nueva voz para ella. Sí sabemos, por sus escritos de entonces, que visitó exposiciones de pintura, que asistió a algunos estrenos teatrales de su amigo Echegaray (⇑) o que escuchó en concierto al compositor y guitarrista Jiménez Manjón, no muy conocido en España a pesar de sus exitosas actuaciones en otras capitales europeas como Londres o París, donde, por cierto, había participado meses atrás en un gran concierto a beneficio de los republicanos españoles junto a Tamberlick y Elena Sanz, cuya intervención no deja de resultar un tanto sorprendente, a pesar de que ya hubiera transcurrido algo más de un año desde la muerte de Alfonso XII.
 
A comienzos del mes de diciembre de 1888 los periódicos capitalinos se prodigaron al anunciar el concierto que iba a protagonizar Antonio Jiménez Manjón en el Círculo de Bellas Artes (al fin y al cabo, la velada estaba dedicada a la prensa). A la hora de presentarlo coincidieron en resaltar tanto el largo y exitoso periplo europeo que atesoraba el compositor e intérprete como su condición de ciego. Al de Bellas Artes siguieron otros conciertos más. En alguno de ellos se produjo el encuentro del que Rosario de Acuña da cuenta en un artículo (⇑) publicado en los primeros días del mes siguiente en El Imparcial y, tiempo después, en el diario gijonés El Comercio.  

 
  3: Antonio Jiménez Manjón,  Fantasía gitana (Intérprete: Robert Trent)
 
 

El escrito, además de una manifiesta admiración por este «genio enamorado de la música», como ella lo define, es un canto a la pluralidad, a la diversidad, la que Jiménez Manjón es capaz de mostrar con su guitarra y la que ella ha mamado desde bien joven. Las cuerdas que han ejecutado con primor la música ideada por Beethoven, Mendelsoohn o Haydn son las mismas que entonan con maestría los cantos de la tierra, esos fandangos, jotas y malagueñas que, según cuenta Rosario, «empiezan a desparramarse de manera prodigiosa, como si una voluntad gigantesca hubiera recogido el alma entera del pueblo español y con ella tocase en aquella guitarra». 
 
Las evocaciones de aquellas melodías no le resultaban ajenas. Al fin y al cabo, Jiménez Manjón había nacido en Villacarrillo, localidad que no estaba muy alejada del terruño familiar y bien próxima a los paisajes serranos que Rosario había disfrutado desde niña, escenario de las fiestas campestres que ella describe en alguno de esos escritos que, al decir de varios flamencólogos, cimentaron el gusto de García Lorca por el flamenco (⇑). Escritos y coplas que también sirvieron de inspiración a la cantaora Carmen Linares, quien toma alguna de las suyas para componer la bulería «A mi Lucía», que incluye en La luna en el río.

 
  4: Carmen Linares,  «A mi Lucía» 
 
  
 
 
Casi dos años después de su encuentro con Jiménez Manjón, Rosario cumplirá los cuarenta, momento en el cual tiene pensado abandonar la primera línea de combate en su fatigoso batallar por la libertad de conciencia. Sabedora de la eficacia del teatro como propagador de ideas, nada mejor para concluir su campaña de Las Dominicales que crear una obra de propaganda de sus ideales. Así es como surge El padre Juan, donde las cosas están muy claras: los buenos son muy buenos y el malo lo es en grado sumo. Es fácil elegir entre la altruista pareja de librepensadores que protagonizan el drama y el nefasto franciscano padre Juan, que controla las gentes que pueblan la aldea asturiana donde se desarrolla la acción. 
 
Como no encuentra empresario alguno que quiera arriesgarse, ella será quien se encargue de todo: de encontrar a actrices y actores, de confeccionar el vestuario con sus propias manos, de dirigir los ensayos, de alquilar el local, de solicitar los permisos pertinentes… El día del estreno el teatro estaba lleno, probablemente de simpatizantes con la causa. Aquel éxito asustó a más de uno y el gobernador cedió a las presiones prohibiendo la obra: no hubo más representaciones. 
 
El revés económico sufrido por la suspensión de El padre Juan (⇑) no fue lo peor que le ocurrió por entonces. Pocos meses después cayó enferma de paludismo y su salud empeoró hasta tal punto que, atendiendo al consejo de los próximos, abandona su casa de Pinto para recibir cuidados en la capital. Dejó escrito que estuvo al borde de la muerte y que en aquellas horas de agónica fiebre tan solo soñaba con volver a los campos, a las montañas, a las costas; que, apenas pudo tenerse en pie y sin escuchar a nadie, acribillándose a dosis de quinina para no decaer en su determinación, corrió al encuentro con el océano; y que al pisar la primera aldea gallega de aquellas costas se le fue la fiebre. Un mes después empezó a sentir la fuerza en su agotado organismo; y a los tres meses se movía ágil, fuerte y sana por las rocas. 
 
Tras su regeneradora estancia en tierras gallegas, se marchó a Cantabria, y en Cueto, una aldea cercana a Santander, puso en marcha una granja avícola (⇑): diseñó la instalación, la dotó de las últimas novedades mecánicas, compró lotes de las mejores razas ponedoras y se dedicó de lleno al cuidado de gallos, patos y gallinas, apostando decididamente por el mestizaje. Frente a la tendencia generalizada que ponía el énfasis en la selección, la nieta del darwinista Juan Villanueva lo hace en el cruce de razas o, como ella decía: «La selección, sí, pero antes la variabilidad. Sigamos humildemente a la Naturaleza, que para seleccionar mezcla antes siempre».
 
No tardando, su apuesta empieza a dar sus frutos y los productos de su granja reciben las alabanzas de los compradores de la provincia. Tanto es así que, deseosa de que en las aldeas prenda la ciencia avícola, da a conocer su experiencia en una serie de artículos que se publican en el diario santanderino El Cantábrico. Las tareas domésticas, el cuidado de la granja, los artículos y la correspondencia convierten sus días en largas jornadas de trabajo, que se inician de madrugada y concluyen bien entrada la noche. Salvo las seis horas reglamentarias de sueño y el autoimpuesto descanso de un par de horas las tardes de los domingos, que solía aprovechar para sentarse en un acantilado próximo y disfrutar de la inmensidad del océano, el resto de su tiempo estaba totalmente ocupado. Ni que decir tiene que durante estos años, los conciertos y la ópera habitaban en el rincón de los recuerdos, y que en su vida cotidiana no habría más música que la que ella misma cantara, tarareando arias y oberturas o improvisando cantares y coplas, de aquellas que escuchara en las serranías andaluzas y escribiera en su juventud. 

 
5. Alicia Álvarez,  «Las palabras del amor» 
 
 

Sus muchas horas de trabajo obtuvieron recompensa, pues cuenta que recibía encargos de buena parte de España y de varios países de Hispanoamérica, que en un solo año vendió catorce mil huevos para la incubación. Por si todo ello no bastara, obtuvo la Medalla de Plata en la Exposición Internacional de Avicultura que se celebró en Madrid en 1902. Pero, además de la lógica satisfacción, aquella distinción también tuvo otras consecuencias, y es que al enterarse de quién era su arrendataria, la dueña de la finca, «feligresa muy amada de un canónigo de la catedral de Santander», la obligó a desalojar su propiedad, al sentir «terrores de conciencia por tener alquilada su finca a una hereje». 
 
A pesar de las pérdidas económicas que le supuso aquel desalojo, no decayó en su proyecto y abrió una nueva granja a unos pocos kilómetros, en el municipio de Bezana. Y allí continuó algunos años más con su actividad, hasta que los ladrones lo echaron todo a perder (⇑). Ya había habido algún que otro intento, pero Rosario los desbarató disparando unos tiros al aire con su vieja escopeta. No hubo la misma suerte en la primavera de 1905, cuando consiguieron llevarse un buen lote de gallos y gallinas con un valor que, a precios de mercado, equivalía a un año de trabajo. Mucho peor que el descalabro económico era vivir con la sospecha de que los ladrones no están lejos («eran muy conocedores de todo lo que había en el gallinero») y la certidumbre de que los animales robados se venden impunemente en el mercado de la capital, pues allí encontró algunas de sus gallinas. Desmoralizada al tiempo que indignada, decide poner fin a su etapa como avicultora y se dedica a recorrer las tierras de Cantabria; también a emprender un viaje a pie hasta la cercana Asturias. 
 
Gijón. Vista de la pasarela de madera sobre el río Piles
 
Quizás durante aquella expedición fue cuando tomó la decisión de cumplir aquel sueño que albergaba desde hacía tanto tiempo: «vivir y morir en esta Asturias, a la que conozco palmo a palmo». Lo cierto es que dos años después de aquel viaje pasa seis meses seguidos en una pensión de Gijón; al año siguiente ya ha comprado unos terrenos en El Cervigón para construir la que habrá de ser su última morada; y unos meses después, tras la firma de un escrito suyo que publica El Noroeste aparece el siguiente texto: «En mi casa de El Cervigón (Gijón) 1º de julio de 1910». Datación tan inusualmente precisa prueba su satisfacción por encontrarse, al fin, en su nueva vivienda (⇑), tan cerca del mar y bien alejada de la teatralidad urbana. Toca disfrutar de la cambiante melodía del océano y de la maravillosa panorámica que se contempla desde su casa. Es hora también de contactar con ese sector de la población que batalla contra el oscurantismo y la sinrazón, y para ello nada mejor que enviar una carta a la prensa saludando a todas las agrupaciones librepensadoras de Gijón a las que ofrece su incondicional adhesión.
 
No tarda en recuperar los contactos con el Ateneo Obrero (⇑), entidad con la que ya había colaborado en el pasado, y envía unas cuartillas a la sucursal de La Calzada para ser leídas en la inauguración de las actividades culturales; comienza a colaborar en el diario El Noroeste, portavoz oficioso de los reformistas melquiadistas, donde, con motivo de su primer Primero de Mayo gijonés, anticipa un mañana sin privilegios, sin religión, sin razas o sin naciones, o donde alaba la intervención de Melquíades Álvarez en el Congreso en favor de Ferrer Guardia. Anarquistas y melquiadistas le piden que pronuncie un discurso en la ceremonia inaugural de la Escuela Neutra y así lo hace ante el numeroso público que se congrega para la ocasión en el teatro de los Campos Eliseos.
 
Cierto es que una cosa es estar alejada de las apariencias y de los convencionalismos de la vida urbana y otra, bien diferente, vivir ajena a cuanto pasa a su alrededor. Está alejada del bullicio urbano, pero cerca de quienes padecen. Bueno… está lejos, pero no tanto, pues dice haber escuchado a un organillo que en alguna calle o plaza tocaba el conocido vals de La viuda alegre ¡Ah! ¡La música…! Bien sabe de los efectos emocionales de la música, de los goces, de la pasión… Por eso cuando se enteró de que unos humildes campesinos que habitaban en las cercanías tenían un hijo en el Paraguay, y que el joven emigrante les había pedido que le enviasen una gaita, a Rosario le faltó tiempo para comprarle una, nuevecita, de boj. En su casa se empaquetó, después de que allí mismo la probara un hábil tañedor. Cuenta que desde el cerro partieron las dulces melodías de una tonada astur, cuyos ecos morían entre las rompientes del mar. Al día siguiente, partió por barco rumbo a América. 
 
¡La música…! Las rondeñas y las coplas que oyó y aprendió de niña en la tierra de su padre, en las serranías de Jaén; las añoradas veladas en el Real… Quizás ahora pueda volver a disfrutar de las óperas, de las zarzuelas y de los conciertos. El teatro Dindurra está bien cerca y se habla de un tal Paco Meana, gijonés por más señas, que acaba de debutar como cantante de ópera en Madrid junto a Titta Ruffo, el gran barítono italiano. 
 
Se las prometía muy felices en su nueva casa del acantilado, tan alejada del gentío, tan cerca de la esperanza, de la razón… de la música… Pero todo se vino abajo, con aquel asunto de La jarca, un escrito en el que arremetió con duras palabras contra los agresores de una joven estudiante a las puertas de la madrileña Universidad Central. Les llamó de todo, y los universitarios se sintieron tan ofendidos que se negaron a entrar en las clases. Tanta fue la presión que el Fiscal general interpuso una querella contra ella, y la autora de La jarca huyó a Portugal para no ser detenida (⇑)
 
Tras pasar dos años en tierras portuguesas, y solo cuando tuvo la seguridad de que estaba incluida en el indulto para delitos de imprenta que había firmado Alfonso XIII, regresó a Gijón. Lo hizo más cansada, más desilusionada y bastante más pobre que cuando marchó, hasta el punto de que tuvo que hipotecar su casa. Así que no le queda otra que estirar todo lo que puede su pensión de viudedad, la que cobra desde que se muriera aquel capitán del Ejército que fue su marido, y de cuando en cuando se ve obligada a comprar al fiado o a empeñar algunas de las joyas de su familia.
 
Qué lejos quedan aquellos tiempos en los cuales era una mujer pudiente y arengaba a las hijas del pueblo; ahora comparte con ellas estrecheces, penurias y apechugar con las labores de la casa a pesar de los años, pues no están las cosas como para contar con una asistenta, criada las llamaban por entonces, que entre salario y manutención, le llevaría quince de los veinte duros que cobra de pensión. La respuesta se la da ella misma: «Con cinco duros más tengo yo que atender absolutamente a todos los gastos de mi hogar…» Así que no le queda otra que fregar y fregar. 
 
Cantares que yo canto - letra

6. Alicia Ávarez, «Los cantares que yo canto» 
 
 
 
Y fregando estaba cierto día del año diecisiete; fregando y cantando las coplas que improvisa mientras trajina por la casa, cuando de pronto escuchó una melodiosa y potente voz, que surgía del fondo del acantilado. Sorprendida, dejó el estropajo a un lado para prestar toda la atención. Nada mejor que sus palabras para hacernos una idea de lo que sintió entonces: «una canción cantada de una manera incomparable, armoniosamente, deliciosamente expresada; llena de matices suaves, melancólicos, varoniles; con una entonación y un ritmo y una seguridad de artista superior…».
 
Al preguntar quién podría ser aquel cantante, todas las respuestas le dieron el mismo nombre: Servando Bango, un obrero gijonés que gracias a una ayuda económica del Casino fue a realizar estudios a Barcelona para perfeccionar sus dotes naturales para el canto, siendo pensionado tiempo después por el Ayuntamiento de Gijón. En 1914, tras diversas actuaciones en Italia, debutó Bango en el teatro Dindurra con la ópera Aida. Desde entonces, fue habitual su presencia en escenarios españoles e italianos. Cuando lo escuchó Rosario de Acuña acababa de ser contratado por la empresa del madrileño teatro Apolo para cantar Maruxa. No sería de extrañar, por tanto, que en El Cervigón estuviera entonando algunas de las canciones de la ópera de Amadeo Vives. 
 
Aquella canción surgida del acantilado le hizo recordar las noches del Real, las voces de Tamberlick, de Mario, de Adelina Patti… pero el estropajo seguía ahí y había que seguir trajinando en aquella nueva trinchera. De hecho, unos meses después la policía registró su casa en busca de proclamas que alentaban a la huelga general, primero, y de armas y explosivos, después. Sus escritos y sus actos la convertían en sospechosa: asistió a mítines convocados por las fuerzas de la izquierda; solicitó el apoyo de las mujeres, sus hermanas, para pedir responsabilidades por las muertes en la guerra de Marruecos; apoyó al candidato socialista Teodomiro Menéndez en su campaña para diputado a Cortes; reclamó protección para los marineros abandonados a su suerte; participó en un mitin (⇑) organizado por la Agrupación Femenina Socialista de Turón junto a la activista Virginia González… Es bien sabido que en la casa de El Cervigón vive una tenaz propagandista de la libertad de conciencia, una empecinada luchadora contra la marginación de la mujer, una incansable defensora de los más desfavorecidos. 
 
 
Tan conocidas eran sus credenciales que, llegado el Primero de Mayo, las organizaciones obreras gijonesas incluían entre los actos de tan señalado día una gira o excursión hasta su casa para saludarla, conversar con ella y rendirle un sencillo homenaje de gratitud por una vida de lucha. De la última visita (⇑), la que tuvo lugar en 1923, sabemos que la anfitriona conminó a socialistas, comunistas, sindicalistas y anarquistas a unirse en un solo bloque para hacer frente a «esa avalancha que amenaza Europa, que es el fascismo». No hubo más encuentros. Cuatro días después, en la tarde del sábado cinco, una embolia cerebral la condujo a la muerte cuando se ocupaba de las cotidianas tareas domésticas, acompañando quizás su labor con alguna de aquellas coplas que escribiera en su juventud, inspirada en los cantares del pueblo que había escuchado en las serranías andaluzas: 
 
Cae una hojita de un árbol - letra
 
 
7. Alicia Álvarez, «Cae una hojita de un árbol» 
 





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