31 enero

228. Su gran valedor

 

El estreno fue un éxito; sorprendente, hay que añadir. A la vista de cuanto se publicó por entonces (⇑), bien se puede pensar que lo sorpresivo resultó ser que aquella obra de versos vigorosos no hubiera sido escrita por un recio varón. De ningún modo; quien subió al escenario para satisfacer la curiosidad del público que de forma reiterada reclamaba su presencia, era una mujer, una joven de rostro ovalado y tirabuzones clareados. Hubo coincidencia en el beneplácito concedido a la primeriza dramaturga: de Ramón de Navarrete, Asmodeo, a Peregrín García Cadena, pasando por el aún más joven Leopoldo Alas, quien en su «Revista del año cómico (1875 a 1876)» le dedica estos cariñosos versos:  «sólo juzgo oportuno / reservar un aplauso cariñoso / para Rienzi el Tribuno,/ brillante ensayo de una señorita / liberal, inspirada y muy bonita».

Es preciso recordar que la autora tiene veinticinco años, y que esas dos notas distintivas –ser mujer y ser joven–, que tanto sorprendieron a los críticos por entonces, no dejan de resultar sorprendentes también en la actualidad, no tanto por lo que respecta a la capacidad creativa de la autora, sino por el hecho de que, siendo tan joven –y mujer–, fuera capaz de estrenar una obra dramática en un teatro de la capital. Es aquí, en el campo de la intrincada república de las letras y sus aledaños, donde parece que cobra especial significación el papel jugado por su padre, su gran valedor.

Firma de Felipe de Acuña cuando era estudiante de Leyes

Ya ha quedado constancia (⇑) del protagonismo que tanto la madre como el padre asumieron en la educación de su única hija, tras haberle sido diagnosticada una dolorosa enfermedad ocular que le impedía asistir regularmente al colegio que habían elegido para ella. También que sus progenitores debieron ver con buenos ojos las incipientes aficiones literarias de su hija, hasta el punto de que don Felipe asumió la tarea de ir abriéndole camino, de facilitarle la inicial andadura por aquella azarosa senda. Bien es verdad que una cosa es querer hacer algo y otra, bien diferente, poder hacerlo. A lo que parece, el señor de Acuña sí que pudo, gracias a que contaba con una valiosa red de contactos articulada en torno a dos ámbitos sociales, no exentos de conexiones entre sí: el artístico-literario y el político.

Sabemos que los escenarios no le resultaban extraños, que no debió de estar muy alejado de los ambientes artísticos de la época, como bien parece desprenderse de la carta de recomendación que en 1870 dirige a Fernando Fernández de Córdoba, marqués de Mendigorría y a la sazón director general de Infantería, solicitando su apoyo para una iniciativa promovida por Maximino Fernández «director de escena del teatro de Rossini»; o de la que le envía el dramaturgo Manuel Tamayo y Baus solicitándole una gestión para abaratar el transporte ferroviario de los actores que integran la compañía de su hermano. Conocemos también que mantuvo amistad con otras personas vinculadas a la escena. Tal es el caso de Lorenzo París y Arriola, una de las personas que frecuentaba su casa, maestro sastre del Teatro Real y padre  de Luis París y Zejín, personaje bien conocido en esta página (⇑) que andando el tiempo será director de escena del mismo teatro; o del tenor italiano Enrico Tamberlick, compañero suyo de cacerías y uno de los integrantes de su lista de correspondientes.

En cuanto al ámbito de la política, conviene resaltar desde un primer momento que su posición estuvo muy ligada a la de Francisco Serrano Domínguez, militar renombrado durante la Primera Guerra Carlista y político de largo recorrido, amplia flexibilidad programática y destacado protagonismo. Aunque nacido en la localidad gaditana de San Fernando, su familia paterna estaba enraizada en la provincia de Jaén desde siglos atrás, desde que el rey Fernando III concediera a uno de sus antepasados tierras en los pueblos de Arjona y Arjonilla por su participación en la conquista. En la segunda localidad citada fue donde nacieron Felipe y sus hermanos, hijos de quien fuera alcalde de la ciudad y segundogénito del XVI Señor de la Torre de Valenzuela, jefe de la rama no extinguida de los Acuña de Baeza. No debería de resultar extraño, por tanto, que los integrantes de ambas familias se encontraran. Y lo hicieron. Al principio de la década de los setenta la Unión Liberal y un sector del Partido Progresista se integraron en el nuevo Partido Constitucional liderado por Sagasta y Serrano. En sus filas hallamos tanto a Felipe (quien por este tiempo hace públicos sus «sentimientos de leal adhesión, cariño y respeto» a don Práxedes Mateo) como a sus hermanos Antonio y Cristóbal y a su primo Pedro Manuel de Acuña y Espinosa de los Monteros.

Tiempo atrás he escrito en este blog (⇑) acerca de la participación de Felipe de Acuña y Solís en algunas de las cacerías que tenían lugar a principios de los setenta en el Coto del Socor, una finca propiedad de Serrano –por entonces presidente del Consejo de Ministros– de más de tres mil hectáreas situada en plena Sierra Morena, en el límite de los municipios de Montoro y Córdoba. Unos años antes, al poco de que el duque de la Torre se hubiera convertido en regente del Reino, la Gaceta de Madrid publica un decreto por el cual se le conceden al padre de nuestra protagonista los honores de jefe de Administración Civil (pasando a ser desde entonces «ilustrísimo señor»); poco tiempo después, recibe el nombramiento como delegado del Gobierno de la Compañía de los Ferrocarriles de Zaragoza a Pamplona y Barcelona (ZPB); y en 1874, cuando Francisco Serrano se había convertido en presidente del Poder Ejecutivo de la República, es nombrado secretario general del Consejo Superior de Agricultura y, unos meses después, vocal de la de la Comisión General Española encargada de promover y dirigir la concurrencia de objetos y productos españoles  en la Exposición Universal de Filadelfia de 1876.

Una de las consecuencias de su proximidad al duque de la Torre es la ampliación de su círculo de conocidos, bien sean miembros de la citada comisión o integrantes del Partido Constitucional, lo cual le brindará la posibilidad de impulsar la actividad literaria de su hija, pues entre los partidarios de Serrano o de Sagasta se encuentran conocidos integrantes de los círculos literarios o periodísticos del país. Unos le brindan su apreciado consejo (tal es el caso de Antonio Ros de Olano o de Adelardo López de Ayala, quienes le envían a vuelta de correo comentarios sobre algunos de los textos de la joven escritora); otros, las páginas de sus periódicos. No parece que sea casual que sus primeros escritos publicados aparecieran en El Eco Popular (órgano del Partido Constitucional),  El Constitucional  (al frente del cual se encontraba Federico Bas Moró, diputado del citado partido por la circunscripción de Elche), La Iberia (diario del cual Sagasta había sido su director y que, al decir de algunos, se convirtió en su «permanente órgano de prensa») o en Gaceta Universal, cuyo fundador y director era Agustín Urgellés de Tovar, de cuya amistad con Felipe de Acuña contamos con algunos testimonios pues, además de la existencia de varias cartas dirigidas a la familia, sabemos que en alguna ocasión don Felipe y su mujer se alojaron en su vivienda situada en la barcelonesa calle Hostal del Sol. 

Fragmento de la carta que López de Ayala le envía a Felipe de Acuña

En la sección correspondiente de la página Rosario de Acuña y Villanueva. Vida y obra (⇑) se pueden leer sus escritos «Las fiestas del Pilar de Zaragoza», «Recuerdos de un día en Elche», «Una lágrima», «Paso a la verdad» o «Las ilusiones», aparecidos a lo largo de los años 1872 y 1873 en páginas amigas, así como «Un ramo de violetas», escrito y publicado –muy probablemente con los dineros de la familia– en la Bayona francesa. Son su carta de presentación. Los periódicos y las imprentas no le eran desconocidas cuando, un año después, La Ilustración Española y Americana publicó su poema «En las orillas del mar», convirtiéndose de esta forma en «el primer periódico que dio cabida en sus columnas a la primera composición poética de la señorita doña Rosario de Acuña y Villanueva». Aquel autoproclamado mérito se producía tras el exitoso estreno de Rienzi el tribuno. La joven escritora se encontraba ante las puertas que daban acceso al parnaso nacional por su prometedora fuerza poética, pero también por los desvelos de su progenitor.

Tras el feliz resultado obtenido por la primera obra dramática escrita por su hija, la actividad de Felipe de Acuña se incrementa notablemente, aplicándose en tareas de promoción de la obra y en la búsqueda de nuevos lugares en los que representarla. Matías de Velasco y Rojas, IX marqués de Dos Hermanas, le habla del número de ejemplares que pueden venderse en La Habana (también le dice que el rey piensa asistir a la representación); Manuel de Elola y Heras, por entonces gobernador de Navarra, le pide algún ejemplar, al tiempo que le felicita por el éxito obtenido; José de la Calle le escribe desde Valencia acerca del posible estreno de la obra en aquella ciudad; el actor Rafael Calvo lo hace desde Barcelona para contarle que no ve factible que allí se pueda estrenar a corto plazo. El tenor Enrico Tamberlick, tampoco se olvida de felicitarlo.

El escritor y académico Adelardo López de Ayala en una carta enviada a su correligionario, en la cual alaba las dotes que para la rima posee la joven escritora («percibe y siente muy bien la armonía de la versificación»), suplica a su amigo que la deje escribir. Felipe de Acuña hizo más que eso, pues no solo la animó a hacerlo, sino que se convirtió en su gran valedor.




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