16 octubre

296. El caso del reportero escurridizo

 

A pesar de estar llegando a la tercera centena de comentarios en este blog dedicado a Rosario de Acuña, a pesar de los artículos y libros que ya llevo publicados, a pesar de los años dedicados a investigar su vida y su obra, la carpeta de temas pendientes se mantiene más nutrida de lo que cabría esperar. En ella se encuentran asuntos que aún no cuentan con respaldo documental suficiente (como sucede con esa noticia, publicada en la prensa madrileña informando que doña Rosario había adoptado a dos parientes, hijos ilegítimos de un tío suyo, o la procedencia de tres casas situadas en el centro de Madrid que habría vendido su padre cuando ella era una niña) o referencias de escritos suyos que aún no he podido localizar. 

No queda otra que seguir porfiando, pues la perseverancia en la tarea, la búsqueda en archivos y hemerotecas, es el instrumento que ha posibilitado algunos de los hallazgos más satisfactorios, como el hallazgo del documento que prueba de manera fidedigna que su lugar de nacimiento fue Madrid y que tuvo lugar en 1850 (⇑) o la recuperación de El crimen de la calle de Fuencarral, una obra que se encontraba prácticamente desaparecida (⇑); también, aunque su trascendencia sea menor, el que ahora nos ocupa y que paso a relatar.

Tal y como se cuenta en el comentario 247. Un recado para los responsables del puerto de El Musel,  en una tormentosa noche del invierno de 1923 el embravecido arrojó a la goleta Nuestra Señora del Carmen contra los acantilados de El Cervigón, donde quedó encallado con sus seis tripulantes a bordo. Hasta el lugar se acercó un grupo de vecinos entre los que se encontraban dos jóvenes que, al ver el peligro que corrían los marineros, decidieron descender hasta el fondo del acantilado por unas cuerdas que alguien había traído de una casa próxima. Armados tan solo con unas lámparas de carburo consiguieron, al fin, rescatar con vida a dos de los náufragos, que fueron trasladados a la casa de Rosario de Acuña, próxima al lugar.

Rescatadores, rescatados y algunos reporteros que hasta allí se han desplazado para cubrir la noticia son atendidos por la dueña de la casa, que reparte ropas de abrigo, café y coñac a los presentes. Al día siguiente la prensa local da cuenta de lo sucedido; y, en los siguientes días, hace públicos dos escritos de doña Rosario. En el primero, arremete contra los responsables del «gran puerto de El Musel» por no disponer de los medios necesarios para las labores de salvamento marítimo; en el segundo, felicita al redactor del diario El Comercio que estuvo en su casa para dar cuenta del naufragio: 

Le doy las gracias más efusivas al señor redactor por la manera cómo secundó los deseos expresados por mí en aquella cruel noche; porque una pluma avezada de periodismo bien guiada por inteligencia clara y sentimientos delicados se pusiera con valentía al lado de los que sólo son desgraciados y víctimas por el abandono y el egoísmo de los afortunados y vencedores.

Sabemos, porque así se hace saber en la nota de redacción que sigue al texto de la carta, que el redactor del periódico al que se alude se llama Manuel González. Y aquí se acaba la historia. De momento.

Fragmento de la cabecera de Gil Blas, periódico satírico editado en Madrid

Apenas cuatro meses después, tras el fallecimiento de Rosario de Acuña, La Voz de Asturias publica un emotivo escrito a ella dedicado firmado por Mario Rey. Hubiera sido una más de las elogiosas despedidas que se hicieron públicas por entonces si no fuera por un dato que llamó mi atención. Cuenta el autor que semanas atrás se había acercado hasta El Cervigón para darle las gracias a la ilustre gijonesa por una carta que aquella mujer había enviado al periódico en el que trabajaba, «encomiando la información del naufragio del velero Nuestra Señora del Carmen». Un momento, revisemos las anotaciones. Ciertamente sabemos de una que, en parecidos términos, doña Rosario envió a El Comercio, pero aquel reportero se llamaba Manuel González, como queda dicho. Por tanto, esta que se menciona ahora hubo de ser otra, diferente a la que ya conocemos y que fue publicada en otro diario.

Así las cosas, lo primero que se me ocurrió entonces fue comprobar si había aparecido en el mismo periódico en el que se publicó el elogioso homenaje póstumo. Y no, no fue en La Voz de Asturias. No pudo serlo porque el primer número de este nuevo diario salió a la calle el 10 de abril de ese mismo año, semanas después de que tuviera lugar el naufragio. Así que había que buscar otras páginas, otras cabeceras. Encontré su firma en Cultura e Higiene, un semanario de divulgación popular editado en Gijón, y también en los diarios madrileños El Fígaro, primero, y El País, después, de los cuales fue «corresponsal en Gijón». Pero en ninguno de los tres apareció el escrito de Mario Rey sobre el naufragio, merecedor de los elogios de Rosario de Acuña: el semanario había dejado de publicarse años antes del suceso y para entonces ya no colaboraba con ninguno de los diarios madrileños. A falta de nuevas pistas, el asunto pasó a engrosar la carpeta de materias pendientes.

Y allí permaneció hasta que hace ahora un par de meses, buscando información sobre otro asunto también relacionado con la ilustre vecina gijonesa, hallé el dato que me permitió resolver este caso del reportero escurridizo. Leyendo un ejemplar de La Voz de Asturias correspondiente al mes de mayo de 1924, un año después de la muerte de Rosario de Acuña y del posterior escrito de Mario Rey, me encuentro en la sección Informaciones de la región con una procedente de Avilés que firma El Amigo Manso y que dice lo que sigue: «Hemos tenido la satisfacción de saludar el domingo a nuestro querido amigo y compañero el culto corresponsal de La Voz de Asturias en Gijón D. Manuel Fernández (Mario Rey)». Acabáramos. Al fin. Mario Rey y Manuel Fernández eran la misma persona: todo encajaba. 

Aunque consideraba que aquella era una prueba sólida, dado que conocía la identidad de las dos firmas, probé a buscar nuevos documentos que las incluyesen. En este caso hubo suerte y encontré una referencia de Manuel Fernández/Mario Rey en la obra Dramaturgia asturiana contemporánea. Índice bibliográfico de Manuel Palomina Arjona, una obra publicada en 2018, que puede ser consultada en la gijonesa Biblioteca Jovellanos, y en cuya página 99 se puede leer lo que sigue:  

Fragmento de la página de Dramaturgia asturiana contemporánea. Índice biobibliográfico donde se menciona a Manuel Fernández-Mario Rey
A falta de una fuente, contamos con dos. Manuel Fernández fue el reportero, por entonces del diario El Comercio,  que acudió a El Cervigón una noche de enero del año 1923 para conocer qué había sucedido con los tripulantes de la goleta encallada; fue el destinatario de la elogiosa carta que envió Rosario de Acuña al periódico; y también fue el autor del escrito «Mi pensamiento sobre su tumba», publicado el 8 de mayo en el diario La Voz de Asturias firmado por Mario Rey.


Mi pensamiento sobre su tumba

Ha muerto la ilustre escritora D.ª Rosario de Acuña y Villanueva. Ha muerto cuando apuntaba el día fulgores cárdenos y sangrientos, un día de lluvia y tristeza, como si pretendiere sumarse al doloroso duelo popular. ¡Pobre D.ª Rosario! Ella que vivió sus últimos años en el más absoluto alejamiento del mundo, muere también sola y abandonada de los hombres, por cuyo mejoramiento moral ha luchado tanto, y tanto ha sufrido.

Muere sola y pobre, quien pudo vivir rodeada de comodidades y dinero, que despreció siempre y que repartió generosamente, a manos llenas, entre los humildes y los buenos.

Sola en su agonía, cuando su mente cruzaban lúcidos y tranquilos, transparentes y luminosos,  los tristes pensamientos que resumían su vida, allá a lo lejos continuaba el batir de las olas, monótono y lúgubre, como un salmo funeral. El mar, que la rodeaba en vida, tuvo por la pobre viejecita, a su muerte, el piadoso recuerdo de una oración, y estallaba espumeante en el rocajo áspero de la costa, queriendo subir, en florescencias virginales, a besar la frente de la gloriosa mujer que acaba de expirar con una sonrisa en los labios y una siniestra carcajada en el corazón. La carcajada trágica con que despedía la vida miserable que supo arrastrar, sin una protesta a flor de labio; pero con una angustia infinita en el corazón por el abandono en que la dejaron todos.

Una tarde lluviosa y fría, llegué al Cervigón, no hace mucho tiempo, a dar las gracias a la ilustre escritora, quien, sin conocerme, espontáneamente, y según ella, haciéndome justicia, envió al periódico donde trabajo una carta elogiástica, encomiando la información del naufragio del velero Nuestra Señora del Carmen, ocurrido a unos cuantos metros de su residencia silenciosa y aislada.

¡Con qué emoción abracé a la ilustre escritora! Fue la primera vez que la saludaba y me pareció que en aquel abrazo cordial y espontáneo brotaban en mi alma, con toda la recia virginidad, los más nobles impulsos filiales. ¡Y la llamé abuelita! Y la abuelita de todos sonrió alegre y cariñosa, y sostuvo brevemente, entre sus manos sarmentosas, mi diestra que apretaba y apretaba, casi haciéndome crujir los huesos.

¡Qué emoción más enorme sentí en aquel excelso apretón de manos, donde D.ª Rosario puso toda su gratitud por mi insignificante visita!

¡Cuántas cosas me dijo! Acababa, en el momento de mi llegada, de fregar ¡a los 73 años! el piso de su  vivienda, que resplandecía como un límpido cristal. Y había ya almorzado unas humildes habichuelas y un trocito de pan. 

Me habló de su vivir miserable y de sus privaciones enormes. Los muebles que poseía iban desapareciendo poco a poco, en pignoraciones crueles, para poder comer. 

Y me dijo, resuelta, enérgica y sinceramente: 

–Cuando se me agoten todos los recursos me pegaré un tiro.

Había en su afirmación la expresión amarga de una realidad próxima. Pero la muerte, siempre piadosa y oportuna, paralizó su gran corazón sin esperar a que lo destrozase un balazo.

¡Pobre D.ª Rosario,  se fue  de entre nosotros, pero quedará permanente y enteramente su espíritu lozano como algo imborrable, como la huella viva de su paso por la tierra, como el símbolo imperecedero de su noble corazón y de su ejemplar conducta!

Como homenaje sincero y espontáneo deposito fervorosamente, sobre su tumba, la flor humilde de mi pensamiento eterno.

MARIO REY

La Voz de Asturias, 8 de mayo de 1923




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