29 septiembre

295. Melquíades Álvarez y Rosario de Acuña: encuentros en el camino

 

«En mi casa se ha leído y estudiado su admirable discurso sobre el proceso Ferrer, causándonos un entusiasmo hondísimo...», escribe Rosario de Acuña en una carta dirigida al diputado Melquíades Álvarez, que hace pública El Noroeste el lunes 3 de abril de 1911. El diario gijonés había dedicado las portadas de los días anteriores a reproducir buena parte de lo expuesto por el político republicano en su discurso ante el pleno del Congreso, en sus dos partes, pues la sesión fue interrumpida por petición del interviniente cuando estaba en el uso de la palabra. En la reanudación, recordó a los presentes cuál era su posición al respecto:

«Os acordaréis, señores diputados, que ayer sostuve que Ferrer era inocente; que la sentencia fue notoriamente injusta por deficiencias de una ley de carácter inquisitorial y por la campaña insidiosa de la prensa clerical, con el apoyo del Gobierno de entonces.»

Recordemos. Francisco Ferrer Guardia (1859-1909), librepensador, masón, pedagogo, activista político y promotor de la Escuela Moderna (centro de enseñanza laica y mixta que abrió sus puertas en Barcelona en 1901) fue condenado a muerte por un tribunal militar que dio por probado que había  sido uno de los instigadores de los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona de julio de 1909. La reacción internacional al proceso Ferrer y la extensión de las protestas internas (al grito de «¡Maura, no!») contra las medidas represivas, calificadas de desproporcionadas y arbitrarias, provocaron la caída del Gobierno de Antonio Maura. Meses después, en el transcurso del debate que tiene lugar en el Congreso de los Diputados para tratar acerca de una propuesta de «revisión del proceso a Ferrer», Melquíades Álvarez repasa de una forma minuciosa el caso y concluye afirmando de forma categórica que Francisco Ferrer Guardia era inocente y que su sentencia de muerte había sido injusta.

En palabras del profesor Francisco M. Balado Insunza, aquella intervención parlamentaria de Melquiades Álvarez en la primavera de 1911 le ayudó a «erigirse definitivamente en el líder del republicanismo liberal y democrático». El tribuno asturiano, que pocos años atrás había formado parte del Bloque Liberal –alianza de republicanos y liberales dinásticos contra el conservadurismo de Maura–, aprovechaba la nueva coyuntura, que ha propiciado la formación de la Conjunción Republicano Socialista, para reclamar una profunda revisión del orden constitucional frente al programa reformista que defendía el Gobierno de Canalejas.  

Como quiera que algunas de las medidas que por entonces reivindica (soberanía nacional, revisión de la prerrogativa regia, secularización del Estado, reconocimiento de la libertad de conciencia...) son muy del agrado de Rosario de Acuña, no debiera de resultar extraño que nuestra protagonista haga públicas sus simpatías hacia el político, tampoco que terminen por conocerse personalmente y que lo hagan en Gijón, ciudad natal del tribuno y la que ella ha elegido para vivir sus últimos años. 

Texto de la carta enviada por Rosario de Acuña (izquierda); retrato de Melquíades Álvarez incluido en el libro de Antonio L. Oliveros, Un tribuno español, Melquiades Álvarez, 1999 (derecha)

De no haberlo hecho con anterioridad en los días previos, tenemos constancia de que Melquíades Álvarez González-Posada y Rosario de Acuña Villanueva coincidieron por primera vez en Gijón el 29 de septiembre de 1911 en el teatro  Los Campos Elíseos, donde pronunciaron sendos discursos en la ceremonia de inauguración de la Escuela Neutra Graduada. 

El de la nueva gijonesa estuvo dirigido a las mujeres, que en gran número habían acudido al acto, preocupadas, sin duda, por todo cuanto se había venido diciendo en los días anteriores sobre aquella escuela, calificada en los ambientes confesionales gijoneses como una escuela atea, una escuela alejada de Dios. Su intervención trató de demostrar que allí se iba a enseñar el funcionamiento de las leyes de la Naturaleza, páginas sublimes que pueden iniciar en la inteligencia infantil la idea, el concepto, de la creación: «La escuela neutra deslinda el campo de las creencias; a un lado todos los que moldean y sistematizan la divinidad; del otro lado la ciencia donde las almas que pueden ver y oír encontrarán fácilmente a su Dios». El discurso, titulado  «El ateísmo en las escuelas neutras» (⇑), tuvo una gran acogida, y no solo quedó recogido íntegramente en las páginas de El Noroeste, sino que fue impreso, a modo de hoja volandera, siendo repartido profusamente, tanto en la región como en las colonias asturianas de Hispanoamérica. 

Melquíades Álvarez también quiso salir al paso de las críticas vertidas contra la escuela por los supuestos ataques a Dios. Lo hizo desde otra perspectiva:

«Dicen que una escuela neutra es una escuela donde se combate a Dios; si se combatiese a Dios no sería escuela neutra. Lo que en la escuela neutra se proscribe es la enseñanza dogmática y confesional, a cambio de la otra, maestra de la vida y luz de la verdad. Allí se enseña la moral que formaron los hombres y adoraron los sabios antiguos y que forma los sentimientos de justicia y de igualdad.» 

Aunque su intervención fue ampliamente recogida en la prensa gijonesa (también en las páginas de El Principado, beligerante con la nueva escuela), no tuvo el mismo trato que la de su compañera de mesa, su discurso no fue publicado íntegramente. De ahí que, al día siguiente doña Rosario escriba una carta  a los socios del Circulo Melquiadista de la ciudad para pedirles que tomen las medidas pertinentes para que no se pierda ni uno más de sus intervenciones públicas:

Ningún discurso, ninguna disertación, ninguna conferencia que este asturiano ilustre pronunciara en su patria, debe perderse para las generaciones venideras. Ese círculo debía tener a sueldo un taquígrafo con el solo objeto de dejar consignada, en el papel, esa portentosa verbalidad del genio que flamea, con luz meridiana, entre las brumas de este hermoso país cántabro.

La admiración que se desprende de sus palabras, la sintonía que parece existir entre ambos, la coincidencia de sus posicionamientos –en relación con el papel de la Iglesia, el acercamiento a los sectores obreros o la defensa de la república–, parecen presagiar una relación consistente y duradera, más aún si tenemos en cuenta que, tan solo unos meses después de la inauguración de la Escuela Neutra de Gijón, Melquíades Álvarez (Triboniano) es iniciado en la masonería, hermandad de la que hace años forma parte doña Rosario (Hipatia).

En cuestión de semanas todo se torció. Hasta su casa gijonesa de El Cervigón llegó la noticia de la agresión (⇑) a la que habían sido sometidas unas estudiantes de la madrileña Universidad Central. Tomó la pluma y escribió un artículo arremetiendo contra los agresores. Y se armó una buena, tanto que tuvo que exiliarse en Portugal para evitar ser procesada. 

Cuando dos años después regresó a Gijón, la situación ha cambiado: ella vuelve más cansada, decepcionada y pobre que cuando marchó; Melquíades Álvarez pone en pie un nuevo instrumento (Partido Reformista) para intentar llevar adelante su proyecto regeneracionista desde el propio régimen, aunque para ello tuviera que arriar la bandera del republicanismo y desplegar la de la accidentalidad de las formas de Gobierno: tanto en una república como en una monarquía era posible desarrollar un régimen de libertades que condujera a una verdadera democracia.

Fragmentos de los dos textos escritos por Fernando Mora

Sin embargo, el aprecio que doña Rosario siente por el tribuno gijonés parece que sigue intacto. Al menos eso es lo que podemos deducir tras la lectura de la carta que envía al escritor Fernando Mora en respuesta al artículo «Nido de águila» a ella dedicado y que fue publicado en el diario madrileño El Radical. Tras agradecerle las frases lisonjeras que el autor le dedica, pasa a recriminarle que el escrito sea más halagador que justiciero, pues «no se hace justicia a una persona, denigrando o escarneciendo a otras personas», y eso es lo que, en su opinión, se ha hecho en este caso:

¡Cuánta pena y amargura, me causó ver, en su «Crónica» el nombre de Melquíades Álvarez, escarnecido y maltrecho!, y precisamente puesto en comparación (nunca provechosa) con el mío, que no representa absolutamente nada, nada, en el concurso de valores de los días del presente 

Cuando el autor del artículo se lo envió por carta, probablemente lo hizo con toda la buena intención,  como prueba de la admiración que le profesa y de la que ha dejado prueba en su escrito («Rosario de Acuña, en su nidal de águila, nos parece grande y respetable...»); y ella se lo agradece. Lo que ya dudo es que el señor Mora pudiera sospechar que aquella portada fuera a despertar recuerdos que su destinataria había procurado borrar. Resulta que aquel diario es una de las cabeceras de Alejandro Lerroux, propietario también de El Progreso, en cuyas páginas se publicó «La jarca de la Universidad», habiéndolo copiado de El Internacional de París sin permiso de su autora, y luego pasó lo que pasó, quizás no por casualidad. Y en este mismo periódico, en El Radical que le ha enviado Fernando Mora, se calificó a su escrito como «artículo repugnante».

Quizás también se acordara de lo abandonada que se sintió por entonces, de lo cicateros que fueron en sus apoyos aquellos que decían ser sus correligionarios. De los públicos, poca cosa. La pregunta que, interesándose por su situación, realizó en el Congreso Álvaro de Albornoz, diputado del Partido Republicano Radical, liderado también por Lerroux; y unos pocos escritos de apoyo (⇑), como el de Tomás Rey que fue publicado en El Socialista en aquellos días. 

Desconozco si supo de las gestiones que realizó Melquíades Álvarez en relación con este asunto, mucho más discretas. Parece ser que visitó al conde de Romanones al poco de convertirse en presidente del Gobierno, que le solicitó la promulgación de un indulto para los procesados y condenados por delitos políticos y de prensa; y que su interlocutor mostró su disposición favorable a lo demandado, hasta el punto de que a los pocos días se publica el correspondiente real decreto. 

De ser así, de conocer que el político gijonés tuvo algo que ver (⇑) en aquella medida que –no sin dudas y vacilaciones– le permitió volver al fin a su casa, resulta del todo comprensible que su estima se mantuviera invariable a pesar de la mudanza estratégica, de la tibieza republicana. Lo hiciera como amigo, como político o como nuevo integrante de la logia Jovellanos (que sí se movilizó por entonces (⇑), para conseguir «el regreso de los desterrados y expatriados», entre quienes se encuentra la «ilustre h .·. Rosario [de] Acuña») sería, sin duda, para agradecerle el gesto. «¡Cuánta pena y amargura, me causó ver, en su «Crónica» el nombre de Melquíades Álvarez, escarnecido y maltrecho!». Menos mal que no era lectora habitual del periódico, razón por la cual no creo que leyera lo que semanas atrás Fernando Mora publicó en una Crónica anterior con el título «Los melquiadistas intelectuales». 

De su obligada estancia en tierras portuguesas regresó más pobre (dice que se gastó cerca de tres mil duros, el equivalente a lo que cobraría durante quince años de su pensión de viudedad) y muy desilusionada, hasta el punto que se muestra decidida a alejarse de la primera línea de batalla, a recluirse en aquel alejado enclave del litoral gijonés donde decidió construir su última morada. Poco tiempo le duró el retiro. En los primeros días del año dieciséis se ve obligada a pedir ayuda: en las proximidades han abierto una cantera y sobre su casa llueven piedras de todos los tamaños (⇑). Con la esperanza de que al denunciarlo públicamente cese el bombardeo, escribe una carta al director de El Noroeste dando cuenta de lo ocurrido. Eligió Asturias por su belleza, por su mar cambiante, por sus montañas y sus valles, pero también porque la habitaban «algunos entusiastas de la razón y de la libertad». Ahora que se siente víctima de una guerra sorda en torno a su hogar por parte de las huestes del clericalismo, no espera otra cosa que el trabajo  en pro de la regeneración emprendido por el Partido Reformista, de notable influencia en Asturias, comience a dar sus frutos:

Deseando vivamente que la actuación de Melquíades Álvarez en Asturias sirva para manumitir la más hermosa región de España, rayéndole la sarna del odio, de la brutalidad y del fanatismo, y permitiéndonos a las alondras, cantar sin miedo a los buitres de sotanas, de levita o de alpargatas 

En vista de que, aunque lo intente, no puede pasar desapercibida y dado que el tiempo va curando desazones y desengaños, vuelve poco a poco a la escritura, a la opinión, a la tribuna pública. En este retorno son de resaltar sus colaboraciones con la prensa obrera, en consonancia con su progresiva sintonía con las organizaciones obreras gijonesas, en especial con los socialistas. Por entonces su firma aparece por entonces en Alicante Obrero o en la revista madrileña Acción Socialista. Con ocasión del Primero de Mayo de 1916 escribe tres textos: uno más corto y dirigido a las mujeres que se publica en Acción Fabril (Órgano de la Federación Fabril y Textil de España, editado en Mataró); los otros dos, en clave reivindicativa («De vosotros, proletarios del mundo, es el porvenir»), aparecen en las páginas de El Noroeste y El Socialista, Órgano del Partido Obrero. 

Llegamos así a 1917, el año en el que Rosario de Acuña y Melquíades Álvarez coinciden en tres asuntos relevantes: la dirección de El Noroeste; su confluencia en el bando de los aliadófilos en la pugna ideológica que los enfrenta a los germanófilos durante aquella guerra mundial que todo lo envuelve;  y su apoyo (y participación, en una u otra medida), en la huelga general de agosto de ese año. 

El Noroeste, que había comenzado su andadura en 1897 como «Diario republicano», era uno de los diarios de la Sociedad Editorial Española (editora también de El Liberal, Heraldo de Madrid, El Imparcial y otros diarios regionales) hasta que se convirtió en el órgano oficioso del Partido Reformista. Fue entonces cuando el consejo de administración pensó en Antonio López Oliveros para la dirección. Tardaron en convencerlo a tenor de lo que dejó escrito:

Se apeló por los consejeros a mis ideales democráticos, se me requirió en sentido de sacrifico para que salvase a El Noroeste de desaparecer y lo convirtiese en un heraldo vigoroso de la causa de la democracia. Aún vacilé. Uno de esos días Rosario de Acuña y Villanueva, a la que yo visitaba con frecuencia en su retiro de El Cervigón (Gijón), me compelió en nombre del liberalismo español a que aceptase la dirección de El Noroeste, en el que ella vertía muy a menudo las nobles estridencias de su espíritu revolucionario indomable. Tantos requerimientos, unidos a las facultades extraordinarias de que me investía el consejo de administración para que yo diese a El Noroeste la organización que estimase más adecuada y el ruego telefónico, por último, que me dirigió desde Madrid Melquíades Álvarez, orientador del periódico, insistiendo en lo mismo, vencieron mi resistencia.

En ese mismo periódico se publicó «La hora suprema», un escrito en el que Rosario de Acuña, dirigiéndose a las «izquierdas de Asturias» las anima a «ponerse en pie y, con mesura y firmeza, avanzar sin vacilaciones […] e ir serenamente a la brecha, con la bandera en alto», que parece alentar la convocatoria de esa huelga general de la que no hace más que hablarse en aquellos días. También se da cuenta en esas mismas páginas de su asistencia al gran mitin aliadófilo que se celebró en Madrid el último domingo de mayo organizado por las fuerzas de la oposición.

Y aquí se encuentra de nuevo con Melquíades Álvarez. En la plaza de toros madrileña, aunque en sitios bien diferentes (él en la tribuna de oradores, ella entre el público asistente); también en el apoyo a la huelga general que, finalmente convocan conjuntamente la CNT y la UGT. De nuevo el político gijonés se encuentra al lado de los socialistas, al lado de los trabajadores; ha vuelto a reajustar su estrategia. Cuenta el profesor Suárez Cortina que, puesto que «la savia renovadora del reformismo se había ido diluyendo entre esperanzas palaciegas que no se cumplían», al Partido Reformista no le quedó otra que la «amenaza a la Corona», integrándose en el proceso del verano de 1917. 

En los días previos a la huelga general de agosto, las autoridades gubernativas ordenaron el registro de la casa de Rosario de Acuña (véase el comentario 248. Una vieja luchadora en la Huelga del Diecisiete ⇑). Lo hicieron en dos ocasiones. Melquíades Álvarez, por su parte, fue responsable del comité de huelga de Asturias y León.

Mayo de 1923. El primer sábado del mes la muerte encontró a Rosario de Acuña Villanueva trajinando por la casa. Una embolia cerebral acabó con su vida. Diecinueve días después, Melquíades Álvarez González-Posada es nombrado presidente del Congreso de los Diputados. Ya no se volverán a encontrar, salvo en los textos que se publicaron en memoria de la ilustre librepensadora fallecida en Gijón. Antonio L. Oliveros, director de El Noroeste, dejó escrito: «De espectadora, asistió también a varios actos públicos; especialmente a aquellos en que intervenía Melquíades Álvarez, cuya maravillosa palabra la sugestionaba. Roberto Castrovido, por su parte y recordando los sucesos de 1917, escribe: «Tan apremiantes y dolorosas fueron una vez esas quejas que sobre la suerte de doña Rosario me enviaban, que hube de escribir a varios amigos de Asturias. Me oyeron, y don Melquíades Álvarez, con otros correligionarios suyos y amigos míos, acudió en auxilio de doña Rosario, quien entonces me escribió por primera vez acerca de su situación, dudosa sobre la aceptación del auxilio».




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