Extraño resulta que una admiradora confesa de don Miguel de Cervantes no hubiera dado a la imprenta detalle alguno de tal sentimiento. Ni siquiera en aquel tiempo en el cual –joven escritora, poeta que no poetisa– prodigaba laureles de admiración a los integrantes del parnaso nacional. Si en 1875 imitaba a Espronceda en El canto del poeta (⇑) y con unos pocos años más a sus espaldas glorificaba a Calderón (Pasan los siglos, pasan las edades... ⇑), Bécquer (Ya eres polvo, ya nada de lo que eras... ⇑) o Echegaray, (Como el cóndor en la región serena... ⇑), nada encontrábamos que hubiera sido escrito para alabanza y gloria de don Miguel. A nuestro alcance sí que teníamos alguna pequeña muestra de su honda admiración, como aquel comentario en el que define al Quijote como «evangelio de purezas y enseñanzas», en la carta que remite a Baldomero Villegas (⇑) con ocasión de la celebración del III centenario de la muerte de su autor, hace de esto cien años.
Sabiendo de su pasión por la lectura, conociendo por sus palabras que los suyos la habían alentado desde la más tierna infancia, ¿a qué dudar que tuviera a su alcance alguna edición del Quijote? Quizás en su niñez su padre le leyera algunos fragmentos cuando sus ojos no podían hacerlo por sí mismos; quizás imaginara las aventuras del simpar caballero en las páginas de El Quijote de los niños, publicado en 1861, cuando ella aún no había cumplido los once años. Tal vez allí viera el retrato de Cervantes realizado por Daniel Urrabieta, que acompaña estas líneas. Quizás, años después, mudara aquella imagen por la que ella misma moldeara al leer la descripción que de sí mismo realiza don Miguel en el prólogo de sus Novelas ejemplares («Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva...»). Muchos «quizás», algún «tal vez»... suposiciones todas. Hora es que aportemos alguna certeza, algún testimonio escrito.
En 1905 se publicó el libro La casa de Cervantes en Valladolid, obra de Fidel Pérez Mínguez, en cuyas páginas se dan a conocer diversas circunstancias relacionadas con la vivienda vallisoletana que ocupó Miguel de Cervantes en los inicios del siglo XVII. Relata los pormenores de la creación en 1875 de una sociedad artística y literaria que tenía por objeto dar mayor realce a la histórica casa, sin descuidar el papel de conservación que había venido realizando hasta entonces una junta conservadora en la que figuraban diversos miembros de la familia propietaria. También de la apertura el día 23 de abril de ese mismo año de un álbum dedicado al autor del Quijote, «en cuyas páginas habrían de estampar cuantos visitasen la histórica casa, el pensamiento que les sugiriese la vista de la humilde morada». Y entre los textos recogidos se encuentra el de doña Rosario de Acuña:
«¡Gloria a tu nombre, ilustre mártir de la inteligencia! Tu corona de espinas la has trocado por la inmortal de la gloria. Bendita la Justicia Eterna, que graba en la historia del mundo el nombre de los genios. ¡¡¡Yo te saludo!!!
Ahí está la certeza, el documento que prueba no sólo su admiración sino su visita a la que fuera la casa vallisoletana del genio. El único problema es que no figura la fecha. Aunque pudo tener lugar en cualquier momento, dada la cercanía de la ciudad vallisoletana, sabemos que en 1877 doña Rosario se desplazó de Zaragoza, donde residía con su marido, a Valladolid para dirigir los ensayos de su drama Rienzi el tribuno, cuya representación tiene lugar en el teatro de Calderón en los primeros días del mes de abril.
Cuadra bien esa fecha de abril de 1877 con el evento que a continuación se refiere y que también tiene a Miguel de Cervantes Saavedra como protagonista. Resulta que para el día 23 de ese mes y de ese año, en Zaragoza, lugar de residencia por entonces de Rosario y Rafael, han organizado un homenaje al autor del Quijote y con tal motivo le piden unos versos a nuestra protagonista (¡Al fin!). El 23 de abril de 1877 se da lectura a la poesía titulada «A Cervantes», obra de doña Rosario de Acuña Villanueva, exitosa autora del drama Rienzi el tribuno. A la hora de elegir, la poeta se pone en situación, se ambienta en la época del genio, y opta por la quintilla, una estrofa muy utilizada en el teatro clásico del Siglo de Oro.
Me dijeron sin por qué,
que escribiese para ti,
por ser galante accedí,
mas luego que lo pensé,
juro que me arrepentí.
Que ni tú puedes hallar
dignos de ti mis cantares,
ni yo te puedo cantar,
que no se debe pulsar
la lira con los pesares.
Y, ¡por Cristo!, que sin ver
el puro azul de los cielos,
nadie llegase a creer,
ni pudiera florecer
la primavera entre hielos.
¿Qué ofrece tu vida, di?
¡El cáliz de la amargura
y algún placer baladí,
de esos que llaman aquí,
yo no sé por qué, ventura.
Después el triunfo en la historia
cual sólo a los genios cabe
de tu calvario a la gloria
subiste, cual sube el ave
hasta el sol desde la escoria.
¿Y yo te puedo seguir
a esa región infinita?
¿Puedo mis fuerzas medir
donde se empieza a vivir
en atmósfera bendita?
Inútil empeño el mío;
ni aun sintiendo mucho brío
conseguiría mi anhelo,
porque es muy grande el vacío
desde la tierra hasta el cielo.
Crúcelo cual torbellino
quien pueda, por el camino
del arte, seguir tu paso,
en tanto se hunde en ocaso
la estrella de mi destino.
Con los últimos fulgores
y entre sus campos mejores
te mando cuanto se encierra
de inspiración y de amores
en esta cárcel de tierra.
Y si llega la armonía
que hoy el Parnaso te envía
hasta ese cielo en que flotas,
¡Cervantes! entre sus notas
hay una del alma mía.
Quiso el afán, y también la casualidad (¡quien busca –y busca, y busca, y...– halla!), que el autor de estos comentarios diera con esta poesía titulada «A Cervantes» en un lugar próximo, y un tanto alejado de donde tuvieron lugar. Fue publicada en la edición correspondiente al 18 de mayo de 1877 del diario La Mañana, subtitulado «Diario político» y editado en León, en cuya biblioteca se conserva.
Quiso el afán, y también la casualidad, que, por fin, supiéramos la fecha exacta en la que Rosario de Acuña visitó la Casa de Cervantes en Valladolid: fue el ocho de abril de 1877, tal y como se recoge en la información publicada días después en El Norte de Castilla, y que coincide, como era de suponer, con su estancia en la capital castellana para asistir al estreno de Rienzi el tribuno en el teatro Calderón.
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