08 diciembre

201. Alerta en la villa de Pinto


En lo tocante a las mudanzas, el proceso no siempre resulta todo lo satisfactorio que cabría esperar, por mucha ilusión que se hubiera puesto en el lance. Tal parece que el deseable arraigo de quien las realiza depende de algunas imprevisibles contingencias; que la adaptación a nuevos espacios, a nuevas gentes, a nuevas costumbres, requiere de esfuerzos que, en ocasiones, son difíciles de asumir, más aún si lleva aparejados cambios significativos en el rol que hasta entonces se venía desempeñando. Así sucedió en el obligado traslado de Madrid a Zaragoza, ciudad a la que  había sido destinado Rafael al poco tiempo de celebrarse la boda (⇑). Su nueva residencia queda muy lejos de su madre y de su padre, de los familiares escenarios capitalinos en los cuales se había desarrollado su infancia y juventud; también de sus amigos escritores (⇑)  y de la puerta que daba acceso al éxito literario que había entreabierto con el estreno de Rienzi.

Su nueva casa, sita en el camino de Torrero (sí, el de los muertos ⇑), estaba lejos de todo lo que le resultaba familiar y conocido, y en la primera línea de una imprevista realidad: la hipocresía ciudadana. Las calles ya no son el amable lugar donde había transcurrido su niñez y su juventud, extensión del espacio familiar de su crianza; ni siquiera las simpáticas estampas que contempla en sus viajes a Gijón, Alicante, Córdoba, Roma o Venecia. No. La ciudad, cualquier ciudad, eliminadas las vinculaciones afectivas que desprenden sus piedras y los lazos familiares que enraízan su trama urbana, es el desnudo escenario en el que sus habitantes muestran lo más profundo de su ser: sus miedos, sus creencias o sus esperanzas. Allí están los dos solos. Y las cosas entre ellos parece que no van tan bien como ella esperaba. Asoman los primeros síntomas de desesperanza y desengaño.

A la vista de los acontecimientos, es probable que el retorno a la capital, primero, y la instalación en Pinto, después, supusieran un último intento de la pareja por salvar una relación que, tras poco más de tres años de matrimonio, parece ser que está pasando por una profunda crisis. De ahí el comentario que hizo tiempo después, cuando escribió que no le importaba que «el hombre corriese al placer ciudadano» si era respetado su aislamiento campestre. De ahí también el traslado del militar, a finales de aquel año, a Alcalá la Real para trabajar como agente del Banco de España y su posterior renuncia al trabajo. Rosario y Rafael han decidido cambiar drásticamente su vida para intentar salvar su matrimonio, y aquella quinta situada a las afueras de una pequeña localidad del sur de la provincia de Madrid parece ser un buen lugar para ello, alejada de las futilidades urbanas y a pie de la estación del ferrocarril que le acerca a los suyos. Un cambio de escenario para un nuevo acto: de la alejada capital zaragozana con sus cerca de noventa mil habitantes a la cercana villa madrileña que cuenta con poco más de dos mil habitantes  (2230 según el censo de 1877 y 2421 en el del ochenta y siete).

A principios de 1881 su Villa Nueva está terminada y allí se instala la pareja, tras serle concedido a Rafael el preceptivo permiso para residir en la localidad  y su pase a la situación de supernumerario en el Ejército. Con la ayuda, en calidad de sirvientes, de un matrimonio manchego y su hija, a los cuales, gracias a la fortuna que por entonces poseía, podía pagar espléndidamente, se dispuso a disfrutar de aquel oasis paradisíaco, con la firme pretensión de convertir su morada en una unidad de producción autosuficiente, al tiempo que acogedora estancia para el solaz de sus moradores. Tal y como ella nos ha contado,  su nueva villa pinteña disponía de un palomar con pichonas moñudas o voltadoras; un corral con gallinas cochinchinas y de otras variadas razas; un establo con dos caballos, fuertes y mansos; frutales diversos entre los que no faltaban los ciruelos, el albaricoquero, el nogal o la morera; arbustos y plantas de todas clases (acacias, madreselvas, enredaderas, claveles, azucenas, lirios…) que cubrían de sombra los cenadores y envolvían de delicados aromas el ambiente; un maizal, una cuidada huerta… y todo ello bien regado por múltiples regueras de animada agua.

Novillada en Pinto. Grabado de M. Vierge a partir de un boceto de M. Ubarrieta (Le Monde Ilustré, París, 14/9/1872)

La mudanza tiene visos de ser exitosa, que el cambio ha sido para bien. Claro está que siempre hay que contar con las imprevisibles contingencias, con los azares y acasos. Resulta que también aquí lo inesperado hizo acto de presencia, para enojo de la nueva vecina que habitaba aquella vivienda cercada de altas tapias:  «así que se concluyó la casa empezaron a romper a pedradas los cristales de la fachada exterior; y pasó un año rompiéndose cristales y poniéndose cristales». Por suerte para ella el Ayuntamiento de Pinto llevaba tiempo intentando conseguir, sin éxito, autorización para organizar una feria de ganados; por suerte para ella al frente de la Dirección de Agricultura se encuentra un pariente suyo (Véase el comentario 128. El primo Pedro Manuel ⇑) y su padre se ha convertido en su mano derecha en el Ministerio. No hubo que esperar mucho tiempo para que se firmara la ansiada autorización que iba acompañada de una dotación de 3.000 pesetas para premios. Con el permiso en una mano y con un arma de fuego en la otra, la nueva vecina se presenta ante el alcalde dejando bien a las claras su firme voluntad de resolver aquel asunto de los cristales:

Por mi mano tiene el pueblo de Pinto la feria que con tanto afán pretendía, y por mi mano y esta fiel amiga, que manejo con regular acierto, va a tener el primer vecino de Pinto que apedree los cristales de mi casa una perdigonada en sitio donde no pueda matarlo, pero donde le deje recuerdo para toda su vida. Vea usted de qué modo libra a sus vecinos de una desgracia.

Esquela de Felipe de Acuña publicada por el Ayuntamiento de PintoTodo indica que aquella visita surtió efectos inmediatos.  La exposición de ganado del país se celebra en agosto del año ochenta y dos, coincidiendo con las fiestas en honor de la patrona de la villa. A la inauguración acudió el señor director de Agricultura, Industria y Comercio, acompañado de Felipe de Acuña y otros altos cargos del Ministerio de Fomento. Todos contentos. El pueblo de Pinto no podía menos que estar agradecido por los desvelos de su nueva vecina y por las gestiones realizadas por su padre, el jefe del negociado de Agricultura. Tendrá ocasión de demostrarlo meses después, cuando se entere del prematuro fallecimiento de su benefactor. (Véase el comentario 19. El agradecimiento del pueblo de Pinto a Felipe de Acuña y Solís ⇑).

Aunque la celebración de la feria de ganado pusiera fin al asunto de los cristales, la relación de Rosario de Acuña con sus convecinos tuvo sus más y sus menos, y las razones hay que buscarlas en una nueva mudanza, aunque en este caso no implicara un cambio de domicilio. La inesperada muerte del padre parece precipitar la ruptura definitiva de su matrimonio (⇑): en el mismo mes de enero cesa Rafael de Laiglesia y Auset en su puesto de visitador de Agricultura, Industria y Comercio y en la Gaceta Agrícola; cuatro meses después, se convierte en el nuevo jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España en Badajoz. Ya no volverán a estar juntos. Huérfana de padre y definitivamente separada de su marido, los meses que siguieron a aquel aciago inicio de 1883 conformaron un tiempo de gran trascendencia para nuestra protagonista, a juzgar por el brusco giro que, tiempo después, tomó su vida: a finales del año ochenta y cuatro inicia su decidida lucha en defensa de la libertad de conciencia, da comienzo a su campaña de Las Dominicales (⇑); el sábado 20 de febrero de 1886 se apea en la estación de Pinto convertida en Hipatia, el nombre simbólico que había adoptado en la ceremonia de iniciación  que había tenido lugar en la logia alicantina Constante Alona. Tras la mudanza experimentada en estos últimos meses se había convertido en librepensadora y masona, lo cual estimulará alguna que otra reacción por parte de quienes están al tanto de tales asuntos.

Para la mayoría de la población la vida de esta mujer era todo un misterio, lo cual parece ser un buen caldo cultivo para que crezcan todo tipo de fabulaciones. Instalada en una casa rodeada de altos muros y situada a las afueras del caserío, casi nadie la conocía. Apenas salía, y cuando lo hacía era para recorrer el pequeño tramo que separaba su casa de la estación. Allí tomaba un tren para acercarse a Madrid o para iniciar una de aquellas expediciones que realizaba a lomos de un caballo recorriendo durante varios meses la geografía patria. Pocas eran las personas que podían haberla visto, pues no se la recuerda caminando por el pueblo, tampoco se la había visto nunca en la misa dominical. Y eso no pasaba desapercibido en una villa en la que la totalidad de sus habitantes se declaran católicos. En cualquier caso, también existe constancia de que durante el Sexenio germinó en la localidad alguna semilla de disidencia, que en el sesenta y ocho se constituyó un comité  progresista presidido por Francisco Ortiz de Lanzagorta; que un año más tarde lo hizo el comité republicano del distrito de Getafe, siendo elegido vicepresidente el representante de Pinto José Mondéjar Bautista; y que algunos de los disidentes de entonces aún mantienen activos sus ideales, como es el caso de Tomás Pareja, quien en los primeros años setenta fuera alcalde del «Ayuntamiento constitucional de la villa de Pinto».

No es de extrañar que sea en este reducido grupo donde Rosario de Acuña encuentre la mejor acogida; no es de extrañar tampoco que, cuando Las Dominicales del Libre Pensamiento pone en marcha una campaña para auxiliar económicamente a las víctimas de la epidemia de cólera que asola Murcia, acuda a ellos en busca de apoyo:

Ya saben ustedes mis propósitos de coayudar a sus elevadas intenciones respecto a los desgraciados habitantes de Murcia; pues bien; meditando cómo realizaría mis deseos, con una de esas intuiciones de mujer, adiviné que a mi lado había un pueblo que sabía conmoverse, y aunque lo desconocía en absoluto, pues ni siquiera por sus calles había transitado, armada de mi presentimiento y buscando en mi memoria de unos cuantos amigos, a quienes siempre encontré cuando los he necesitado, puse en ejecución mi idea… Miento, no era mi idea, era una idea semejante a la de mis amigos el señor don Ramón Herreros, medico titular de Pinto; el señor don Tomás Pareja, exalcalde republicano del pueblo; el señor don Federico Rubín, teniente alcalde en la actualidad, y el señor Lanzagorta, propietario. Sí, a todos estos señores, a quienes hablé y consulté mi proyecto, se les había ocurrido lo mismo que a mí, así es que no hicimos más que comunicarnos idéntica idea… 

Reunidos en su quinta los anteriormente citados, y alguna otra señora que se sumó al grupo, salieron a pedir por las casas del pueblo en la mañana del día dos de julio de 1885. Tan exitosa fue la jornada, que no pudo menos que coger la pluma para agradecer a sus convecinos tanta largueza: «¡Bendito sea Pinto!». Es comprensible el entusiasmo que rezuma su escrito (⇑), aunque aquella generosidad no implicara necesariamente un ejercicio de tolerancia hacia el semanario librepensador que promovía la campaña, ni hacia quienes integraban la petitoria comisión; lo más probable es que obedeciera a un ejercicio de caridad al que, según parece, la población debía de estar bien acostumbrada, pues no en vano cada año la superiora del colegio de niñas huérfanas de San José organizaba una rifa, con carácter benéfico y aplicación de sus productos en favor de dicho establecimiento. Fuera por la razón que fuera, Rosario de Acuña se mostraba entusiasmada con la respuesta de sus convecinos: «jamás puede creer que de tal manera se fundieran a una sola voz los sentimientos del católico fervoroso, del pensador libre, del indiferente escéptico». A pesar de aquella comunión coyuntural de sentimientos entre gentes de diversas creencias, los vigías del clericalismo reinante parece que estaban muy alertas para no dar tregua a quienes pudieran suponer un peligro para la religión católica, la única de la nación española.

Fábrica de chocolates de la Compaía Colonial (ilustración publicada en la revista Escenas Contemporáneas en 1882)

Pocos meses después de tan satisfactoria jornada, aquella señora apenas conocida que vive a las afueras de la villa (⇑) se apea del tren correo procedente de Alicante convertida en una hermana masona, en Hipatia. La noticia no tardará en conocerse, pues en la villa, aunque pocos, hay lectores de Las Dominicales y en el semanario se ha escrito al respecto. Algo más de que hablar. Los dimes y diretes no se aquietan, alentando los recelos, y estos, ciertamente, no debían de estar motivados por su condición de foránea, pues quince de cada cien  habitantes de la villa han nacido como ella en otros lugares de la provincia; incluso hay una treintena que vieron la luz en la vecina Francia, llegados probablemente cuando la Compañía Colonial, propiedad del también francés Jaime Meiric Saisser, abrió en Pinto una fábrica de chocolates. Tampoco cabe pensar que fueran debidos a su actividad literaria, pues en una casa no muy alejada de la suya residía Enrique Pérez Escrich, un exitoso escritor de novelas por entregas, autor de alguna tan conocida como El cura de aldea. Más bien parece que lo que motiva la atención y la alerta es el contenido, lo que escribe, el hecho de que sus escritos son obra de una activa luchadora en defensa de la libertad de conciencia y, también, de una masona. Estos tres conceptos (librepensamiento, masonería, mujer) bastaban para alimentar –convenientemente aliñados– todo tipo de recelos, suspicacias y temores en la población, la mayoría de la cual no sabía leer ni escribir (siendo aún más alta la tasa de analfabetismo en las mujeres, y en ambos casos con porcentajes sensiblemente superiores a la media provincial).   

Paradójicamente, la estación del ferrocarril –una auténtica puerta abierta para la modernidad de la villa desde que en 1851 quedara conectada con la capital–, se convertirá en el principal instrumento activador de las alertas. El tren es el medio de transporte que utiliza Rosario para trasladarse a uno y otro lugar, para ir y volver a Madrid, para viajar a León e iniciar allí aquel largo viaje a caballo por las tierras del Norte (⇑), para retornar a casa tras la ceremonia de iniciación en la logia alicantina Constante Alona. El tren será también el medio que utilicen quienes la visitan en su quinta campestre. Forasteros que se acercan de tanto en tanto a aquella casa apartada, de la cual tiempo hace que está ausente el marido de la propietaria, una mujer bastante joven, pues aún es treintañera. Allí se apean librepensadores, republicanos y masones como Rafael Sevilla (director de la Unión Democrática de Alicante) o Ramón Chíes (codirector de Las Dominicales del Libre Pensamiento), pero quienes los ven acercarse a Villa Nueva no tienen por qué saberlo. La llegada del ferrocarril a Pinto, que  había impulsado la demanda de fincas rústicas y urbanas del término municipal (en los años sesenta se habían vendido algunas de las viviendas más señaladas de la población, como una casa que había pertenecido al marqués de Pejas y otra propiedad del duque de Osuna y del Infantado), que había posibilitado la instalación en la villa de la fábrica de chocolate, también facilitaba la llegada de algunos foráneos un tanto sospechosos. La estación es la puerta de acceso. Y en el año 1888 habrá un mayor número de entradas y salidas con el mismo destino u origen: la quinta Villa Nueva.

Tras la larga expedición que había realizado el año anterior por las tierras del Norte, la de aquel año de 1888 debió de comenzar más tarde y durar bastante menos de lo acostumbrado, si consideramos  la intensa actividad que desarrolló por entonces en Madrid y sus alrededores: pronuncia dos conferencias (una en enero y otra en abril) en la sociedad Fomento de las Artes; en mayo vuelve al Fomento, en esta ocasión para escuchar a su amiga Ángeles López de Ayala; días después organiza una fiesta del librepensamiento que tiene por escenario su quinta campestre; a finales de junio se desplaza a la cercana localidad de Getafe para participar en la inauguración del colegio-asilo destinado a huérfanos de masones; pronuncia un discurso (⇑) en el acto de instalación de la logia Hijas del Progreso; escribe el folleto titulado El crimen de la calle de Fuencarral (⇑), que es publicado antes de que concluya el año... Aunque los desplazamientos que requiere tanta actividad habrían de dejar un evidente rastro, de salidas y llegadas, creo que lo más significativo para el tema que se trata, tiene que ver con la fiesta anteriormente referida y con una de las dos conferencias.

Fragmento de la crónica de la fiesta celebrada por el Ateneo Familiar
Invitadas por Rosario de Acuña, unas cuarenta personas se trasladaron de Madrid a Pinto para participar en el banquete que había organizado su anfitriona. La llegada de tanta gente forastera, integrante de la sociedad Ateneo Familiar, no pudo pasar inadvertida para nadie. Su presencia fue conocida, mucho antes de que apareciera en las páginas de Las Dominicales la noticia sobre la celebración de esta fiesta. Tampoco es que los presentes hicieran nada por pasar desapercibidos pues, según cuenta el semanario, durante la velada «se bailó, se recitaron y leyeron poesías, se cantaron cuantos himnos recuerdan los triunfos de la libertad en el mundo».

Aquellos sones festivos no habrían hecho otra cosa que amplificar el eco de otro suceso acontecido algunas semanas atrás. El sábado 21 de abril la anfitriona de aquella celebración había pronunciado en el Fomento de las Artes la conferencia titulada «Consecuencias de la degeneración femenina» (⇑),  que cosechó una dura respuesta por parte de la prensa confesional. El semanario tradicionalista La Hormiga de Oro, fundado por Luis María de Llauder, testificó solemnemente que la conferenciante «expectoraba las secreciones indigestas de su calenturienta pandorga», víctima de una «fiebre que la tiene cogido el cerebro», y esto de la calentura no debía de ser el único síntoma, pues el cronista diagnostica que el suyo es el «primer caso de deliriums tremens psicológico»; La Unión Católica, diario nacionalcatólico en cuyo consejo de redacción se encontraban figuras tan conocidas como Marcelino Menéndez Pelayo, Joaquín Sánchez de Toca o Alejandro Pidal y Mon, también se despachó a gusto con la conferenciante, y lo hizo desde el mismo inicio (⇑): «¡Qué difícil y qué triste es tener que ocuparse en los delirios y en las producciones patológicas de una mujer!». Cabe suponer que cuando, días después, se celebra aquella fiesta en la quinta Villa Nueva, buena parte de los vecinos de Pinto ya conocen lo que se dice sobre su vecina, pues a no dudar que el párroco tendría alguna referencia de lo publicado en la prensa de orientación carlista o mestiza. Cuestión de tiempo; no tardando,  a quienes lo hubieran leído habría que sumar a cuantos lo hubieran escuchado de boca de sus vecinos más letrados.

Fragmento del artículo «Un discurso de Rosario de Acuña», publicado en el diario La Unión Católica

La situación debió de volverse un tanto incómoda para aquella mujer que recibe tantas visitas de forasteros, que tantos viajes realiza, que celebra animadas veladas en su vivienda. De tal calibre debió de ser el fisgoneo, las murmuraciones y, quizás también, las injerencias de las autoridades municipales, que Rosario acude a Alfredo Vega Fernández, vizconde consorte de Ros y por entonces gran comendador del Gran Oriente Nacional de España, en demanda de auxilio. No tarda mucho el antedicho en ponerse manos a la obra, y en los primeros días de junio de este agitado año de 1888 le escribe una carta a Antonio García Cañabate, a la sazón director general interino del Ministerio de Gracia y Justicia, poniéndole al tanto del asunto. Le dice que la señora de Acuña «se haya amenazada de continuo por las autoridades municipales, que en su natural rusticidad creen terribles conspiradores a los literatos y publicistas que con frecuencia la visitan en su retiro». Tras apelar a la amistad que mantuvo con su padre político, el general Ros de Olano, le suplica «interponga cerca del juez de Getafe, a cuyo partido pertenece Pinto, su valiosa influencia para evitar a la señora de Acuña, tan digna de respeto y consideración por sus virtudes y talentos, las molestias que la rusticidad y malicia de los lugareños pudieran ocasionarle». El señor Cañabate le responde con prontitud. En carta fechada el ocho de junio, le dice que ese mismo día ha escrito «al juez de Getafe en el sentido que ustedes desean a fin de que sea, como debe, atendida la señora de Acuña». Por si no bastara con ello, el señor Vega, quien por entonces mantenía una fluida comunicación con la hermana Hipatia (⇑), se pone en contacto con el secretario de la Guardia Civil y con el gobernador civil de Madrid. Según le cuenta a la interesada, el primero ha dado las instrucciones pertinentes para que «el jefe del puesto de dicha población se ponga a las órdenes de usted»; en cuanto a la otra gestión, da por hecho que el gobernador «habrá escrito al alcalde para que se ponga a sus órdenes y en ningún caso y bajo ningún pretexto la moleste».

Fragmento de la copia de la carta que Alfredo Vega, vizconde consorte de Ros, envía a Antonio Díaz Cañabate (Archivo personal de Rosario de Acuña, Biblioteca Histórica Municipal de Madrid)

Al decir del señor vizconde consorte, todo está resuelto. Sin embargo, un mes después nada parece haber cambiado, según la propia interesada le hace saber a su comunicante en una carta fechada en Pinto el tres de julio. Las referidas recomendaciones todavía no han llegado a Pinto, por más que la villa cuente con una estación de ferrocarril desde el año 1851, y tanto los guardias civiles como el alcalde dicen no saber nada del asunto:

...aquí no ha dado señal de vida ninguna autoridad, y que habiendo yo, particularmente, preguntado al cabo del puesto de la Guardia Civil he sabido que no han recibido carta-recomendación alguna. Lo mismo he hecho con el alcalde, que es persona muy fina y que alguna vez me visita; tampoco ha recibido nada. Se lo digo solamente para que, estando en autos, no tenga que agradecer favores que no le hayan hecho: siempre es bueno saber a qué atenerse.

Desconozco si, al fin, las gestiones de don Alfredo Vega resultaron eficaces, si en algún momento, a lo largo de los tres años que aún permanecerá Rosario de Acuña en la villa pinteña, se desactivó la alerta vigilante que se cernía en torno a la quinta Villa Nueva. De no haber sido así,  el fisgoneo, las murmuraciones y, quizás también, las injerencias de las autoridades municipales, habrán continuado, pues ella no cambió un ápice,  mantuvo activa su lucha por la libertad de conciencia durante todo ese tiempo. Lo que sí sabemos es que cuando decida poner fin a la campaña de Las Dominicales (⇑), cuando se marche de Pinto (retornando primero a Madrid para curarse de unas fiebres palúdicas que la llevaron al borde de la muerte, y más tarde a las tierras del norte para iniciar en las riberas del océano una nueva etapa en su vida), en aquella villa la luz también terminará por atravesar la densa y negra capa del oscurantismo reinante: de tanto en tanto el corresponsal-distribuidor del semanario librepensador –que responde a las iniciales MC– solicitará al administrador del periódico un aumento en el número de ejemplares; y algunos vecinos, sin temer a las murmuraciones, proclamarán también –como antes hiciera la ilustre convecina– su adhesión a la causa.


«¡Bendito sea Pinto!»




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