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27 septiembre

220. Salmerón padre, Salmerón hijo

Cuando hablamos de Nicolás Salmerón lo primero que nos suele venir a la cabeza es que fue uno de los cuatro presidentes de la Primera República y que, como sucedió con el de los otros tres, el suyo fue un Gobierno efímero, pues duró poco más de cincuenta días. Pero, evidentemente, no se acaba ahí el relato de la trayectoria vital de don Nicolás. Hay otros rasgos destacados en su biografía, algunos de los cuales resultan de interés para el objetivo de este blog, pues tienen que ver con nuestra protagonista. 

Empecemos recordando que, tras estudiar el Bachillerato en Almería y los estudios de Leyes y Filosofía y Letras en Granada, se convirtió en catedrático de la Universidad Central de Madrid con veintiocho años de edad (1866);  que se afilió al Partido Democrático y que, desde entonces, la política se entreveró con su actividad académica, perdiendo su cátedra en diversas ocasiones, bien por sufrir presidio o por el distanciamiento a que obligaba el forzoso exilio.

Exoristo Salmerón en una fotografía publicada a principios de 1916

Fue padre de una prole numerosa, aunque no todos sus vástagos traspasaron el umbral de la niñez. Del primero, también llamado Nicolás, se dice que, además del nombre, heredó de su padre su «talante político y su cultura cívica democrática». En Las Dominicales del Libre Pensamiento fue presentado como «ilustradísimo joven y fervoroso librepensador republicano»: así se decía en el texto que precedía a una carta suya publicada en el año ochenta y siete, a la cual Rosario de Acuña hizo mención en «Restos del feudalismo (Trubia)», escrito durante la larga expedición a caballo por las tierras del norte (⇑) del año ochenta y siete. Coinciden ambos en la necesidad de «redimir a nuestro pueblo del fanatismo religioso», en que las leyes españolas del momento solo sirven para que resalten más el atraso, la corrupción y la ignorancia de nuestras costumbres. En palabras del joven Nicolás: «si las leyes son retrógradas e inspiradas en un criterio reaccionario y poco expansivo, las costumbres son falsas y artificiosas, como producto de una moral errónea y detestable». Sin embargo, será con su hermano Exoristo con quien doña Rosario sintonice mejor, hasta el punto de que tanto él como su mujer Esperanza pasaron algunas temporadas en Gijón, en la casa de El Cervigón. 

Tito –que era el nombre por el cual era conocido – había nacido en París en el año 1877, en la etapa del exilio que concluyó siete años después cuando la familia retornó a Madrid. Tras estudiar en el Colegio Francés y en el Instituto San Isidro, inició los estudios universitarios que abandonará para dedicarse a la pintura y al dibujo, convirtiéndose en un afamado caricaturista, de humor mordaz, implacable con el caciquismo, la ignorancia y el fanatismo. Sus dibujos son habituales en diversas publicaciones humorísticas o satíricas, como El Gran Bufón, Gedeón o Menipo, el cínico. La combativa crítica al sistema sociopolítico que alentaba su actividad no se limitó al dibujo y la caricatura, también le llevó a desarrollar una intensa labor política. Primero en el ámbito de los partidos republicanos, más tarde en las filas socialistas (se afilió al PSOE en 1915, formó parte de la redacción de El Socialista  y colaboró en Acción Socialista) y –tras el congreso extraordinario de 1921, en el transcurso del cual se integró en el grupo de delegados partidarios de la Tercera Internacional–, ingresó en el Partido Comunista (al igual que, por cierto, hicieron otras figuras destacadas del socialismo español que mantenían o habían mantenido relaciones de amistad con doña Rosario: tal fue el caso de Virginia González (⇑) o de Isidoro Acevedo ⇑). Era también masón: se había iniciado en julio de 1913 en la madrileña logia Ibérica,  adoptando el simbólico Epicuro.

A pesar de la diferencia de edad (tenía veintisiete años menos que doña Rosario y era nueve más joven que Carlos Lamo, su compañero de vida, el buen discípulo ⇑) tenía muchos puntos de coincidencia con su anfitriona: la masonería, el republicanismo, la lucha contra el oscurantismo y el caciquismo... incluso su común posición aliadófila en la Gran Guerra (ella no había dudado en desplazarse de Gijón a Madrid para asistir al gran mitin celebrado en la plaza de toros en el mes de mayo del diecisiete; él participa, como representante del Gran Oriente de España, en el congreso masónico de las naciones aliadas o neutrales que se celebra unas semanas después en París). Tenían mucho de qué hablar, no me cabe duda alguna. Metidos en conversaciones, es posible también, que en una de aquellas veladas en la casa del acantilado, la anfitriona hubiera recordado en voz alta aquella ocasión en la que estuvo en la casa familiar de los Salmerón García, y que lo hubiera hecho con palabras parecidas a las que había utilizado en una carta fechada en Cueto a principios del año 1900 y remitida a Luis Bonafoux (⇑). Veamos.

A comienzos de la última década del siglo Rosario de Acuña y Villanueva parece decidida a dar por concluida su campaña de Las Dominicales (⇑). Ya había manifestado que era su voluntad «retirarse del trabajo activo de la inteligencia» a «la crítica edad de cuarenta», (y, al poco de cumplir esos años escribe: «mi corazón está agotado; sus fibras flácidas me avisaron hace tiempo que les llegó la vejez: con fatigoso impulso cumple sus leyes de marcha, y toda agitación impuesta por el luchar de ajenas pasiones, son para él una amenaza de muerte»), y nada mejor para dar por terminada aquella etapa de su vida que poner en escena El padre Juan, un drama al servicio de la propaganda librepensadora. Con la obra debajo del brazo recorre los diversos teatros de la Corte, pero ninguno de sus directores artísticos quiso participar en tal proyecto, que consideraron totalmente inapropiado. Decidida como estaba a dar aquella última batalla, no le queda otra que poner todo de su parte, incluso su dinero, para lograr el objetivo: «Con aquellos cuantos miles de reales, me gasté buen golpe de salud y de vida, trabajando en ensayar la obra, en hacer con mis propias manos el vestuario y en luchar con los hombres y las mujeres encargados de sacarla a las tablas». Tras dos meses de preparativos, en la noche del viernes 3 de abril de 1891, con el oportuno permiso gubernativo en la mano, se alza el telón del madrileño teatro Alhambra  para presentar su drama en sociedad. Al finalizar la representación, la autora subió al escenario para recibir los aplausos nutridos y las aclamaciones entusiastas de un público que manifestaba así su sintonía con la proclama librepensadora a la que habían asistido. Bien es verdad que no todos los asistentes pensaron lo mismo, pues hubo quienes calificaron la obra como «uno de los mayores extravíos del fanatismo racionalista» y otros que hicieron llegar sus protestas al mismísimo gobernador civil, quien tomó la decisión de prohibir la representación de la obra: no habría más funciones de aquel drama, en tres actos y en prosa, que se había estrenado en un teatro situado, dicho sea de paso, en la calle de la Libertad.

La propiedad urbana, caricatura de Tito Salmerón publicada en Acción SocialistaIndignada por la arbitrariedad de la autoridad gubernativa de la que había sido objeto, la autora de la censurada obra inicia un largo peregrinaje, llamando a todas las puertas en las cuales cree que encontrará apoyo frente a aquel ultraje. Visita las redacciones de los periódicos y se entrevista con algunos diputados. Tras haberse reunido con el republicano Manuel Pedregal y Cañedo («a quien visité con recomendación»), se le ocurrió que debía de acudir a lo más alto y preclaro del foro patrio. Fue entonces cuando, en compañía de un antiguo amigo de su padre, se presentó en la casa familiar de los Salmerón «con esa fe candorosa que todos los humildes tenemos hacia los que brillan muy alto por encima de nuestras cabezas». Al otro lado de la puerta es probable que les recibiera la leal Úrsula Mamblona, que estaba en la casa desde el nacimiento de los primeros hijos del matrimonio. Tras los saludos, la recién llegada entregó su tarjeta; pasaron a una sala; esperaron; al cabo de un rato salió un señor...

Lo que sucedió a continuación ya se lo había contado a Luis Bonafoux en los primeros días del último año del siglo, y ahora, algunos años después de la muerte del protagonista de aquella historia, es posible que con palabras similares se lo contara a Tito Salmerón, su invitado: El señor diputado y expresidente de la Primera República no podía recibirles, estaba ocupado; quien estaba ante ellos era su secretario y él fue quien escuchó la petición de aquella mujer que hasta allí había llegado ávida de justicia: suplicaba una interpelación en las Cortes, o que la auxiliase en una demanda judicial, o cualquiera otra actuación que el diputado y expresidente estimara procedente... Pasaron los días, pasaron las semanas, pasaron los meses, y el señor Salmerón no dijo ni hizo nada al respecto. 

Tito era el hijo de aquel hombre que había fallecido en 1908, cuando estaba de vacaciones en la ciudad francesa de Pau. Tito era el autor del diseño del mausoleo erigido en el cementerio civil de Madrid al que se trasladaron sus restos años después, y en el cual figura un epitafio con las siguientes palabras: «Por la elevación de su pensamiento, por la rectitud inflexible de su espíritu, por la noble dignidad de su vida...» Quizás doña Rosario de Acuña no le contó nunca nada. No sé. En cualquier caso, la última ocasión que tuvo para poder hacerlo fue en el verano de 1922, pues constancia hay de que en Gijón se encontraba por entonces «el notable dibujante e ingenioso caricaturista Exoristo Salmerón (Tito)». Más tarde ya no sería posible: no hubo más veranos compartidos, como bien recuerda Carlos Lamo en un texto un tanto enigmático publicado en La Luz del Porvernir tres años después de la muerte de su compañera y mentora:

En una noche del mes de enero de 1923, al retirarnos a nuestras habitaciones para descansar, hablando de algo, que no recuerdo, le dije:

–Bien; esto lo haremos para cuando vengan Tito y Esperanza.

Nuestros amigos, hijo y nuera de don Nicolás Salmerón, venían siempre en agosto.

Ella me replicó:

– ¡Ya veremos si paso de mayo!




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24 diciembre

143. El Cervigón: parada y fonda


Un día que pasé por delante de su puerta vi colgado del muro este cartel: «Es inútil llamar, no se abre a nadie» Algo parecedlo se encontró el Dante a las puertas del Infierno –dije para mí– y en esto bien se echa de ver el poco espíritu comercial que posee esta señora. Si fuera tan lépera como algunas de sus colegas podría explotar el fenómeno poniendo a peseta la entrada, lo cual la enriquecería, porque acudirían a verla y a oírla gentes de todos los vientos.

Para nadie, en efecto, se han abierto jamás aquellas puertas, ni para los ahítos ni para los hambrientos, ni para los dichosos ni para los infortunados. El que se aventurase a llamar podía correr el riesgo de ser destrozado por un perrazo enorme que de día y de noche vigilaba la entrada. Era el Cancerbero de aquella pavorosa mansión.

La utilización del adjetivo «lépera» lo delata, pues en Cuba se utiliza como sinónimo de «perspicaz». El astuto autor de los párrafos anteriores es un escritor nacido en el asturiano concejo de Tineo que en Cuba ejerció de periodista. Se llamaba Manuel Álvarez Marrón, y de su pluma salió un artículo en el cual se afirmaba que Rosario de Acuña era bruja, que salía todas las noches por el tejado a hacer mal de ojo a los aldeanos, que vivía en una casuca miserable a cuyo alrededor no crecía ni la hierba (véase su contenido en el comentario  2. La casa del diablo).

Aunque la leyenda (negra; negra jesuítica, diría la interesada), pintaba aquella casa con lúgubres colores, lo cierto es que el hogar de doña Rosario tenía las puertas siempre abiertas. Claro es que no para todos. Faltaría más.

Bodegón con manzanas  de Juan de Zurbarán (hacia 1640)

Hasta allí sube con cierta frecuencia el periodista Antonio L. Oliveros, quien, según sus propias palabras, aceptó la dirección de El Noroeste por consejo de su anfitriona; al igual que lo hacía su antecesor Rafael Sánchez de Ocaña Fernández. También acude de vez en cuando el  maestro Luis Huerta, con quien la escritora mantiene largas conversaciones acerca de la maternidad, la naturaleza y las nuevas generaciones (véase lo que al respecto cuenta el interesado en «La barca de Acuña»). Hasta El Cervigón se acerca algunas tardes José Díaz Fernández, un joven periodista que gustaba de charlar largo y tendido con la escritora, a pesar de que a ella no le gustaran ni el cine ni sus poesías (⇑). Tampoco se olvida de visitar a la escritora el joven marino (⇑) Fernando Dicenta quien, habiéndola conocido en su niñez, no dudaba en pasar por su casa cada vez que arribaba a puerto. Además de estas amistades que han dejado rastro escrito de sus visitas, sabemos que también la visitaban otros conocidos gijoneses como Benito Conde, profesor de la Escuela Industrial y distinguido republicano; Lucas Merediz, uno de los más destacados militantes del Partido Reformista gijonés que será nombrado delegado regio de Primera enseñanza de la provincia en 1919; Eduardo García, quien fuera presidente del Ateneo Obrero de Gijón cuando la escritora llegó a la ciudad; Javier Aguirre de Viar, agente de Cambio y Bolsa y sucesor del anterior en la presidencia; y otras personas menos conocidas, pero no por eso menos apreciadas en la casa de la anciana librepensadora. Entre éstas últimas es preciso destacar a las hermanas Rosario y Aquilina Rodríguez Arbesú (⇑) con quienes mantuvo una relación bastante estrecha.

Además de las visitas más o menos habituales, hubo otras que han dejado constancia de su estancia en la casa de El Cervigón. Tal es el caso de Eduardo Torralba Beci (⇑), quien, llegado a Asturias para intervenir en algunos mítines, no quiso desaprovechar la ocasión y subió hasta el acantilado en compañía de Wenceslao Roces y del joven socialista César Rodríguez González; o de Virginia González, madre de este último y la primera mujer española que formó parte de la dirección de una organización política española al incorporarse en el año 1913 al Comité Nacional y a la Ejecutiva del PSOE; fue miembro también de la ejecutiva de la UGT. Se conocieron en un mitin celebrado en Turón (⇑). Allí hablaron largo y tendido y en Gijón consolidarían su amistad.

 Sabíamos que la puerta de la casita solitaria, situada en un alto a orillas del mar,que nunca se abría a ninguna visita convencional, quedaba de par en para cuando se aproximaban a ella los obreros. Tardes inolvidables, en las que, cogidas del brazo, marchábamos por aquellos acantilados hablando de tantas cosas. Hablando del problema social, como una iluminada, profetizaba el gran cataclismo que pondrá fin al régimen capitalista.

Como señala Virginia González, la casa de El Cervigón estaba abierta de par en par cuando a ella llegaban los obreros. Prueba de ello fueron las tradicionales giras que, coincidiendo con la celebración del Primero de Mayo, tenían por destino la casa de Rosario de Acuña. De la última, ocurrida cuatro días antes de la muerte de la librepensadora, tenemos un testimonio valioso. Manuel Tejedor, uno de los que hasta allí acudieron, publicó un artículo (⇑) en El Socialista dando cuenta de sus impresiones acerca de aquella visita.

Parece, pues, evidente que, en contra  de lo que se afirma en el artículo publicado por Álvarez Marrón en El Diario de la Marina, las puertas de la casa de Rosario de Acuña sí que se abren, de par en par, para muchos de los que hasta allí se acercan. La mayoría pasan en su compañía unas horas en animada conversación. Otros hay que, llegados desde más lejos, se alojan  en la casa de El Cervigón unos días, disfrutando de la tranquilidad, de las incomparables vistas que el lugar ofrece y de las atenciones que les brindan sus anfitriones.

Tal es el caso del escritor Joaquín Dicenta Benedicto de quien sabemos que en alguna de sus visitas a Gijón estuvo allí alojado (⇑). También de algunos miembros de la familia portugaluja (⇑) Conde-Pelayo con la cual doña Rosario mantuvo relación, tanto con Volney (⇑), como con su hermano Ángel y su cuñado, el actor y músico José Tejada, quienes en el verano de 1917 pasaron unos días en El Cervigón. Así como del propagandista Ángel Samblancat (⇑) que no dudó en acercarse hasta allí cuando en 1919 visitó Asturias para pronunciar varios mítines. Y ya en los últimos años era habitual la visita veraniega de Tito y Esperanza, hijo y nuera de quien fuera presidente de la Primera República. Exoristo Salmerón García era uno de los hijos de don Nicolás, nacido en el exilio parisino –de ahí el nombre– y un notable ilustrador y caricaturista  que, como ha dejado escrito Carlos Lamo, acudía en compañía de su mujer, siempre en agosto, a aquella cita anual que tenía en la  «casa del diablo», a la cual y al decir de algunos, nadie se atrevía a entrar. 

Manuel Azaña en la terraza del Real Club de Regatas de Gijón (22-9-1932; fotografía de Constantino Suárez, Fototeca del Pueblu d'Asturies)

Hubo otros ilustres personajes que también quisieron conocer la casa de El Cervigón, aunque no lo hicieran como invitados. Tal es el caso del también madrileño Manuel Azaña Díaz, quien en septiembre de 1932 y siendo jefe del Gobierno realizó un viaje a Asturias, visitando Oviedo, la fábrica de armas de Trubia y Gijón, donde el Ayuntamiento de la ciudad le obsequió con un banquete en el Real Club de Regatas. La concha de San Lorenzo aguardaba a los comensales cuando salieron a la terraza a tomar el café. En el otro extremo del escenario se encontraba la que había sido la última morada de Rosario de Acuña. 

No parece probable, dado lo apretado del programa de aquella visita, que el señor Azaña se acercara hasta el otro extremo de la bahía para visitar aquella casa que se contemplaba desde la terraza del Club de Regatas.  Pero si no fue posible en 1932, sí que lo fue al año siguiente, en un nuevo viaje que realizó el jefe de Gobierno a Asturias. A mediados de agosto visitó Oviedo, Covadonga, Ribadesella... y volvió a Gijón... y subió hasta El Cervigón para conocer la casa de aquella ilustre republicana que se llamó Rosario de Acuña Villanueva.




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