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14 octubre

221. La Academia de papel

¿Qué sabemos de la Real Academia Española? ¿Quiénes la integran? ¿Cuál es el procedimiento que se sigue para el ingreso en la misma? ¿Cuántos años lleva funcionando? ¿Cuáles son las fuentes de su financiación? ¿Qué capacidad normativa tiene?... Si alguien saliera a la calle e interrogara a quienes encontrara al paso con éstas u otras preguntas similares, no sé cuantas recibirían una respuesta que pudiéramos considerar aceptable. Quizás lo primero que habría que hacer para conseguir la colaboración de las personas interrogadas sería facilitarles algunas pistas acerca de la actividad que le es propia a la citada institución, pues en su denominación y contrariamente a lo que es habitual nada hay que así lo indique. Probablemente fuera necesario mencionar algunas sugerentes palabras: «lengua», «diccionario»... tal vez pudiera servir también el lema que ya figuraba en la primera edición de sus estatutos: «Limpia, fija y da esplendor».  

 
Acaso entonces, sabiendo ya a qué institución nos estamos refiriendo, alguien se atreviera a decirnos el nombre de algún académico o académica, habida cuenta de que entre los cuarenta y tres que la integran actualmente los hay de conocidas autoras, renombrados articulistas y algún Premio Nobel de Literatura. Si a pesar de ello y a tenor de las respuestas obtenidas, concluyéramos que la Academia (de la Lengua) no es en la actualidad muy conocida, ¿qué podríamos pensar de lo que habría sucedido si estas mismas preguntas las hubiéramos formulado a quienes deambulaban por las calles patrias cien años atrás?, dado que por entonces gran parte de la población no estaba muy familiarizada con la lengua escrita, pues el cincuenta y nueve por ciento era analfabeta, por más que la voz «analfabetismo» no figurara en ninguna de las ediciones del Diccionario hasta que lo hiciera en la de 1925.
 
Bien; no hay problema. Retrocedamos todos esos años en el calendario y situémonos en 1917. El veintiséis de enero de ese año de gracia, el diario madrileño El Liberal dedica un lugar destacado de su portada a la Academia. Cuenta que es una institución creada en el Antiguo Régimen, con unas bases y funcionamiento que permanecen ancladas en el pasado, ajena a los influjos del «aura vivificadora de la democracia», y pone en duda que sus integrantes sean los más idóneos, los más capaces, para la alta misión que tiene encomendada, concluyendo con una frase muy socorrida: «Ni están todos los que son, ni son todos los que están». Para probarlo –dice– nada mejor que utilizar el sistema suizo de referéndum y consultar a sus lectores al respecto. Les pide el envío de una lista con los treinta y seis escritores, oradores, poetas, dramaturgos y eruditos que, a su entender, deberían integrar la Academia Española. Las personas interesadas en participar tendrán varias semanas de plazo para hacer llegar sus propuestas, pues la consulta concluirá el 15 de abril, el día señalado para publicar el resultado final. Aunque el diario no se olvida de solicitar el apoyo de sus colegas en tan clarificadora empresa, conviene recordar que El Liberal se edita también en Barcelona, Bilbao, Murcia y Sevilla, y es promotor y estandarte de la Sociedad Editorial de España que agrupa a otras conocidas cabeceras como  Heraldo de Madrid, El Noroeste de Gijón o El Defensor de Granada, con una tirada diaria conjunta de más de cuatrocientos treinta y cinco mil ejemplares. 
 
Desde el primer momento unos cuantos periódicos se suman a la iniciativa emprendida por El Liberal, de manera tal que la Academia, los académicos y el sistema de elección que se sigue para su nombramiento ocupan la atención de la prensa durante aquellas semanas. Varios son los escritores que son llamados para dar su opinión al respecto. Ramón María del Valle Inclán dice en una entrevista que los hombres van a la Academia por tres motivos: por conveniencia, por vanidad o por debilidad de carácter para rechazar ser académicos. Pío Baroja muestra su más absoluto desinterés por todo lo que tenga que ver con la Academia: nunca le preocupó y no sabe lo que hace o lo que deja de hacer. Entre los que ya son miembros,  los hay que ven con buenos ojos la consulta; tal es el caso de Benito Pérez Galdós que cree que debe de ser tenida en cuenta por los académicos en futuras elecciones; otros, en cambio, como Juan Antonio Cavestany, la consideran inadmisible, por cuanto la docta institución es para los consagrados y el sistema utilizado para su elección es efectivo como prueba que «todos los consagrados, los que por sus obras merecen estar en la Academia, antes o después, ingresan en ella». 
 
 
 
El País es uno de los diarios que primero se sumó a la iniciativa. Al día siguiente de hacerse pública, dedica parte de su primera plana al asunto. Defiende que la institución debe ampliar sus bases de reclutamiento, acogiendo a dos sectores que hasta el momento han estado completamente olvidados: los autores que escriben en las otras lenguas que se hablan en España y las mujeres. No rehúye Roberto Castrovido, su director por entonces, dar cuenta de la lista con los treinta y seis nombres que propone. Comienza con cuatro nombres de mujer: Rosario de Acuña («injustamente olvidada de muchos y, más injustamente, maltratada de algunos; es poetisa, autora de dramas y escritora de grandes bríos, algo parecido a don Joaquín Costa, nada menos»), Emilia Pardo Bazán («uno de los mejores novelistas y cuentistas españoles, crítico, además, y formidable polígrafo»), Blanca de los Ríos («erudito de primer orden, ilustrador de la vida de Tirso de Molina») y Sofía Casanova («literata y, sobre todo, periodista de mérito extraordinario»). Y sigue con otros treinta y dos... no, con treinta y cinco (para que no falten) de hombres. 

La inclusión de Rosario de Acuña en la lista de Castrovido no pasó inadvertida en Asturias, región en la que por entonces vivía la librepensadora. Ramón Sánchez de Ocaña se hace eco de la misma en la primera del gijonés diario El Noroeste, del cual era director. Aunque apoya la candidatura de su amiga, no por ello deja de mostrar lo inverosímil que le resultaría ver a doña Rosario rodeada de según qué académicos: «¿Qué haría la insigne creadora de El padre Juan en una reunión presidida por Maura, teniendo a la diestra a Cotarelo y a la siniestra a Pablo León?». Al día siguiente, es la propia interesada quien en un escrito titulado «¡Yo, en la Academia!» (⇑) da una respuesta contundente, no carente de ironía, a la pregunta:
 
Aparte que, para mí, ni aun suponiendo, como un ensueño de imaginación perturbada, que me pudieran ofrecer un sillón en la Academia ¿qué iba yo a hacer con semejante armatoste? Lo primero que haría sería limpiarle pulcramente con zorros, cepillo y esponja; luego, antes de sentarme en él, pondría a mi lado la escoba, el cubo de fregar suelos, la pala de lavar, el estropajo, las agujas, el hilo y unos retazos para remendar camisas y sábanas; el puchero y la sartén para poner el cocido y freír la cena; las planchas y un plumero...
 
Habida cuenta de sus palabras, parece razonable pensar que nuestra protagonista no tuviera interés alguno en conocer el resultado final del referéndum promovido por El Liberal, que hizo público el primer día del mes de abril de ese año diecisiete. La lista muestra –como algunos ya habían anticipado– que una cosa es la opinión de una parte de la España letrada, la que ha participado en la consulta, y otra la de los miembros de la Academia, que, como es lógico, han seguido sus propios criterios a la hora de elegir a sus integrantes. Tal podemos concluir al comprobar que entre los diez primeros nombres de la lista tan sólo cuatro son ya académicos: Benito Pérez Galdós, Mariano de Cavia, Octavio Picón y  Jacinto Benavente. En cuanto a las mujeres, el voto popular parece dispuesto a franquearles la entrada que reiteradamente se les ha negado, pues no solo convierte en «académica» a doña Emilia Pardo Bazán y de la Rúa Figueroa al otorgarle 2 390 votos (cantidad suficiente para situarla en el undécimo lugar) sino que incluye a otras seis escritoras en el selecto grupo de quienes alcanzan más de mil votos. Ellas son, por orden de votación, Rosario de Acuña, Consuelo Álvarez (Violeta), Carmen de Burgos (Colombine), Sofía Casanova, Concha Espina y Blanca de los Ríos.
 
A pesar del buen resultado obtenido, la Real Academia Española no es asunto que en aquel tramo de su ya larga trayectoria le ocupe ni siquiera un momento («Ni como cuento chino, ni siquiera como motivo para pasar el rato, se me debe a mí mezclar en el tráfago de todas estas oralinas de la sociedad»). Sus intereses y esperanzas son otras. Mientras El Liberal da a conocer el resultado de su referéndum, Europa se convulsiona por los horrores de la Gran Guerra y por el estallido de la Revolución rusa («Rusia ha despertado a la "Edad Futura"»). Se ha encendido una tea «ante cuyo resplandor se vuelcan, en las necrópolis de la historia, todos los poderíos aristócratas, todos los privilegios de clase...». España no es ajena a estos grandes cambios que se adivinan en el horizonte: los sindicatos UGT y CNT acuerdan  coordinar sus actuaciones en un pacto alcanzado en primavera; reformistas, republicanos y socialistas pactan la formación de un hipotético Gobierno provisional, del cual Melquíades Álvarez sería el presidente y Pablo Iglesias, ministro de Trabajo. Las autoridades, que están sobre aviso, extreman las precauciones y vigilan a los posibles instigadores. Los informadores de Gobernación conocen que Rosario de Acuña no solo defiende esa unidad de acción en sus escritos de manera reiterada, sino que la refrenda con su asistencia a actos conjuntos de «las izquierdas», aunque ello supusiera desplazarse hasta Madrid, tal como hace a finales de mayo para participar en el gran mitin aliadófilo que allí tiene lugar. Su nombre no sólo está en la lista de candidatas a la Academia de papel, también en el de las supuesta instigadoras de la huelga general. Durante el verano el ambiente está muy caldeado, y las autoridades están tan nerviosas que en la madrugada del 24 de julio las fuerzas del orden se presentan en El Cervigón con la orden de efectuar un registro minucioso en la vivienda de la librepensadora. A pesar de no haber encontrado absolutamente nada tras varias horas de revolver todas sus pertenencias, hay quien sigue recelando de su papel en todo lo relacionado con los preparativos de la huelga, de manera tal que el 22 de agosto, cuando en Asturias hace ya nueve días que el paro es general, la Guardia Civil vuelve a su casa para efectuar un nuevo registro.

Mujer de otro siglo, solo quise ser «poeta», desde mis siete años, en que hice el primer soneto; y, al fin, solo he conseguido ser pensadora «para mí misma», sin que por eso deje de estar sentimentalmente al lado de los sufrientes, vencidos, irresponsables o débiles y en contra de verdugos, hipócritas, brutos o vanidosos que forman la legión de los egoístas. Y solo por esta sentimentalidad escribí para el público dándoles a mis compatriotas aquello que imaginaba ser lo mejor de mi alma, sin pretender, a cambio, ni sacarles los cuartos ni siquiera esperar de ninguno el más leve pláceme.




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Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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21 febrero

207. Separada hasta la muerte


27 de abril de 1883. Esa es la fecha de la ruptura. La dejó escrita. Pocos días después, la separación se hace efectiva: Rafael se encuentra en Badajoz, donde desempeña el puesto de jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España; Rosario permanece en la casa de Pinto. Ya no volverán a vivir juntos. El sábado 22 de abril de 1876, Rosario de Acuña y Villanueva, que por entonces contaba con veinticinco años de edad, y Rafael de Laiglesia y Auset, que había cumplido los veintidós, habían contraído matrimonio canónico ante el católico ministro y sus respectivas familias, quedando inscrito en el Registro Civil, al amparo del Decreto de 9 de febrero de 1875. Siete años después, la única constancia escrita de la ruptura de aquel vínculo se encuentra en un ejemplar de Rienzi el tribuno, tal y como se cuenta en el comentario 115. Un amor entre dos quintillas (⇑).

Edvard Munch: «Separación» (1894)

Tanto en el comentario arriba referido como en otros escritos, he tratado de indagar acerca de las posibles causas de la ruptura. Si fue por infidelidad del marido, como he leído en más de una ocasión, o se debió a otras razones que tenían más que ver con la asfixiante cotidianidad del limitado horizonte urbano (⇑). «Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre...»: sus propias palabras alientan varias hipótesis. En cualquier caso –haya sido la que haya sido la causa, de haber una sola–, lo que pretendo ahora es poner toda la atención en el día 27 de abril de 1883, en el momento de la ruptura. Sin duda ella sabrá el mañana que le espera; sin duda ha de ser consciente de cuál será su situación –incomprensible y paradójica para la mentalidad actual– desde el mismo momento en que recupere su soledad («Sola estaba, sola estoy»). A partir del último sábado del mes de abril del año ochenta y tres, Rosario de Acuña y Villanueva será, de hecho, una mujer separada de su marido, pero aún le deberá obediencia y precisará de su consentimiento para hacer públicos sus escritos.

La legislación liberal decimonónica no contemplaba ninguna otra posibilidad de disolución del matrimonio que no fuera la muerte. Ni siquiera lo hizo la Ley del Matrimonio Civil de 1870 cuando regula las causas de divorcio («El divorcio no disuelve el matrimonio, suspendiendo tan solo la vida en común de los cónyuges y sus efectos», art. 83). De todas formas, esa ley no era aplicable en su caso pues antes de su casamiento entró en vigor el decreto de 9 de febrero de 1875, que restablecía los efectos civiles del matrimonio católico. Desde entonces, el asunto quedaba de nuevo sujeto al Derecho Canónico, que era bien claro al respecto: «El matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte». La de Rosario y Rafael había sido una boda católica y, por tanto, continuaba siendo una mujer casada, por más que se separara de su marido. Y así seguiría siendo hasta que la muerte disolviera el vínculo que había contraído cuando contaba veinticinco años de edad. Por muy separada que estuviera de su marido continuará sujeta a su tutela legal, pues según establecen las leyes vigentes deberá contar con su autorización para comparecer en juicio o para comprar y vender bienes; tampoco podrá publicar escritos, ni obras científicas ni literarias de que fuere autora o traductora, sin su consentimiento (⇑).

Claro está que ella no era la única española que padece tan sorprendente situación. Otras muchas compatriotas se encuentran también atrapadas entre aquella espada y aquella pared; entre mantener un vínculo, «que incluso obligaba a la unión carnal en casos de aborrecimiento entre los cónyuges» o aventurarse por la incierta senda de una separación –de hecho o de derecho–, que tan solo garantizaba la incomprensión, cuando no el desprecio o la marginación social, y en ningún caso la ansiada independencia legal del marido. Aunque no creo que cueste mucho esfuerzo sentir la asfixiante angustia de tantas mujeres atrapadas en el sinsentido, quizás no esté de más echar mano de la literatura y compartir con Carmen de Burgos los padecimientos de Dolores, La malcasada. Tampoco recordar lo sucedido a la propia Colombine, a Pardo Bazán o a nuestra protagonista.

Emilia Pardo Bazán y Rosario de Acuña

Suelo resaltar que Emilia Pardo Bazán y Rosario de Acuña fueron coetáneas casi perfectas. Y lo hago, no tanto por el hecho de que sus nacimientos tuvieran lugar con apenas unos meses de diferencia y sus muertes se sucedieran con un intervalo de dos años, sino por las sugestivas posibilidades que tal coincidencia nos brinda. Si al componente cronológico –que bien pudiéramos calificar en un principio de anecdótico–, unimos algunos otros que apuntan a similares vivencias infantiles y juveniles, contamos con la valiosa posibilidad de comparar el proceso de construcción de la identidad de dos mujeres que viven coyunturas muy similares. Del resultado de tal comparación he dado cuenta en «Rosario de Acuña y Emilia Pardo Bazán: dos trayectorias divergentes», incluido en el libro coordinado por Elena Hernández Sandoica, publicado con el título Rosario de Acuña, Hipatia (1850-1923). Emoción y razón, y tema del comentario 185. Siete miradas a una vida de mujer apasionante (⇑). Pues bien, ambas se encontraron en la misma situación que otras muchas españolas cuando el desamor les salió al encuentro, y las dos debieron de afrontarla de manera similar, lo cual no fue óbice para que una y otra siguieran trayectorias bien diferentes a partir de ese momento.

Siete años después de su boda expresa su desaliento al pie de la dedicatoria: «Vivo entre penas, sin gloria...». Rosario y Rafael acordaron su separación. «Sola estaba, sola estoy». Treinta y dos años tenía entonces. Toda una vida por delante, que en ningún caso podía estar supeditada a la tutela de quien legalmente continuaba siendo su marido. De ahí la importancia de aquel documento, del «amplio poder marital que para todo género de asuntos me otorgó el que fue mi marido al tiempo de nuestro mutuamente convenido divorcio». Por más que no le viniera mal el dinero, «la escasa pensión», que Rafael le entrega, aquel documento cuenta con un valor inestimable: le devuelve la libertad. Tiene en sus manos un preciado salvoconducto para transitar por los inescrutables vericuetos de la España del Concordato. Gracias a él puede entablar la querella por injurias y calumnias (⇑) contra La Unión Católica, firmar los contratos de edición de El crimen de la calle de Fuencarral (⇑) o El padre Juan, arrendar en la localidad cántabra de Cueto la finca donde instalará su granja avícola...

Rosario de Acuña y Villanueva, oficialmente casada, vivió lejos de su marido primero en Pinto y luego en tierras cántabras. Rafael de Laiglesia y Auset residirá en diversas localidades españolas a las que es sucesivamente destinado por el Banco de España: a finales de 1884 abandonará Badajoz para desempeñar el puesto de delegado en Albacete; a principios del ochenta y siete se convertirá en el director de la sucursal de Guadalajara; y en noviembre de 1890 lo será de la de Alicante, en donde permanecerá hasta su fallecimiento ocurrido el 16 de enero de 1901. Según recoge el certificado correspondiente, una gastritis hemorrágica acabó con su vida de manera prematura, cuando estaba a punto de cumplir los cuarenta y siete años. La noticia, que fue ampliamente comentada por la prensa alicantina, llegó al fin a Cueto, localidad cántabra donde por entonces residía la que había sido su mujer, y, desde ahora, su respetable viuda. Iniciados los oportunos trámites administrativos, el diez de enero de 1902 la Sala de Gobierno del Consejo Supremo de Guerra acuerda que «su viuda, como comprendida en la Ley de 22 de julio de 1891, tiene derecho a la pensión anual de mil ciento veinticinco pesetas», la que correspondía de acuerdo con el Reglamento del Montepío Militar a familias de comandantes en actividad, situación que disfrutaba el causante cuando falleció. La resolución concluía señalando que «dicha pensión debe abonarse a la interesada mientras permanezca viuda por la delegación de Hacienda de Santander desde el siguiente día al del fallecimiento de su marido».




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Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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28 diciembre

93. «Ídolo y mentora de las republicanas», por Sergio Sánchez Collantes


Sergio Sánchez Collantes
Sergio Sánchez Collantes, doctor en Historia, profesor de la Universidad de Burgos y autor de varios libros sobre el republicanismo (Demócratas de antaño. Republicanos y republicanismos en el Gijón democrático; La escarapela tricolor. El republicanismo en la España contemporánea, Sediciosos y románticos...), acaba de publicar un artículo dedicado a Rosario de Acuña con motivo del nonagésimo aniversario de su muerte. Dado su interés aquí lo reproducimos íntegramente.




Ídolo y mentora de las republicanas


En las últimas décadas del siglo XIX y el primer tramo del XX, pocas mujeres despertaron en los republicanos españoles tanta veneración como Rosario de Acuña. Y esa fascinación resultó singularmente poderosa entre sus congéneres, las propias mujeres, a muchas de las cuales atrajo al campo del librepensamiento y la disidencia política.

Hay que tener en cuenta que la mayoría de las republicanas que luego brillarán en los años treinta ni siquiera habían nacido. En aquellos tiempos, eran otras las que defendían los ideales democráticos de libertad, igualdad y fraternidad. Se trata de las pioneras de un tipo de feminismo que inexorablemente conducirá a la reivindicación del voto femenino. Clara Campoamor apenas sumaba unos meses de vida cuando Rosario de Acuña defendía el papel de las mujeres fuera del hogar, su presencia en el espacio público, mientras le llovían las felicitaciones que, desde todos los rincones del país, le hicieron llegar por carta decenas de librepensadores de uno y otro sexo.

Rosario de Acuña ejerció por medio de la pluma un verdadero magisterio racionalista, un apostolado infatigable que sacudió muchos espíritus timoratos y supersticiosos. Así, con sus campañas en pro de la razón, la tolerancia y la justicia, la escritora contribuyó a engrosar las filas heterodoxas. Odiada hasta el delirio por sus enemigos, levantó pasiones, sin embargo, en el campo republicano. Particularmente, fueron muy aplaudidos los artículos que escribió para el semanario «Las Dominicales del Librepensamiento», uno de los muchos periódicos que honró con sus colaboraciones.

El ascendiente ideológico que Acuña tuvo sobre una parte minoritaria de la ciudadanía redobla su importancia cuando se trataba de las mujeres. La razón de esto quedó luminosamente explicada por Amalia Carvia Bernal, otra librepensadora de bandera, que en cierta ocasión le confesó a la escritora: «Usted es mujer, y como mujer, habla más a nuestras recónditas fibras, despierta con más suavidad nuestras íntimas aspiraciones». En otras palabras, el mensaje rebelde y discrepante que propagó Rosario de Acuña resultaba para ellas más convincente, más eficaz y arrebatador que el que podría haber difundido un varón que profesara las mismas ideas.

Algunas de las grandes representantes del librepensamiento feminista llegaron a considerarla su guía y mentora. La combativa Ángeles López de Ayala, por ejemplo, manifestó públicamente: «Tú fuiste mi maestra; la fuente cristalina donde sacié mi sed devoradora de justicia y de humanidad». A su vez, Luisa Cervera, ilustre poetisa de "Las Dominicales", reconoció algo parecido en un soneto: «Cariñosa su amiga me llamaba, / sus ideas prendieron en mi mente / y convencida yo las propagaba». Y la referida Amalia Carvia dijo hallarse entre las que fueron «despertadas por su elocuente voz». Se trata de nombres que acaso no digan nada a quien hoy lea estas líneas, pero algún día se reconocerá fuera de los círculos investigadores el relevante papel que desempeñaron todas estas mujeres.

Había, pues, un indudable efecto multiplicador en la propaganda de Rosario de Acuña. La trascendencia de ello radica en que algunas de las persuadidas servirán de enlace con una nueva generación de mujeres, pensadoras y activistas que después, en los años treinta, continuarán luchando por la igualdad.

Valga de ejemplo Carmen de Burgos, periodista fallecida en el otoño de 1932 y que, con apenas 20 años recién cumplidos, allá por 1888, le había dirigido una carta a Acuña para respaldar públicamente un sustancioso artículo que había escrito en defensa de la emancipación femenina: «Aunque incapaz de expresar debidamente lo que aquel hermoso trabajo me hizo sentir y pensar, declaro mi firme adhesión a cuantas ideas en él expone».

De ahí que Dolores Ramos Palomo, gran conocedora de ese universo femenino disidente del periodo de entresiglos, haya sentenciado que Rosario de Acuña fue quien «mostró el camino a otras mujeres». Lo que hizo la escritora fue una verdadera siembra, una campaña ininterrumpida de la que no podía esperarse temprano fruto. Y en tal sentido cabe interpretar el soneto que, tras su muerte, apareció en un cofre de su propiedad: «La fe en el porvenir mi ser anega; / constante y rudamente he trabajado; / sufrí el dolor con ánimo esforzado / y sembré mucho, sin hacer la siega».

¡En la devoción que Acuña provocó entre los suyos, había un fervor reverencial y solemne, un encandilamiento casi religioso: la adoraban. A propósito de ello, interesa recordar una olvidada iniciativa que se planteó en el campo republicano hacia 1916.

Ataques de fanáticos
Se habló entonces de convertir la finca gijonesa de Rosario de Acuña en una especie de santuario laico al que se desplazaran los correligionarios para rendirle homenaje a la librepensadora. El periodista Ángel Samblancat lamentó que no hubiera triunfado esa singular propuesta, la cual resumió en los siguientes términos: «Que los republicanos fuéramos en peregrinación a Asturias a visitar a esta gran mujer, que, anciana, pobre y enferma, sólo vive para el ideal».

El origen de la idea, y por lo tanto de los comentarios de Samblancat, parece hallarse en un artículo que, en junio de ese año, publicó el escritor Volney Conde-Pelayo en el semanario anticlerical 'El Motín'. Lo escribió en un contexto muy preciso: se agitaba entonces la idea de la unión de las derechas y el tradicionalista Vázquez de Mella había convocado para el otoño de 1916 una magna asamblea regionalista en el emblemático lugar de Covadonga. Además, Volney no ignoraba que doña Rosario había sido blanco de numerosas injurias y provocaciones, cometidas por grupos de vecinos fanáticos que hallaban divertimento en lanzar piedras contra su casa y extender las calumnias más inverosímiles. Con semejante telón de fondo, Volney no dudó en lanzar esa invitación al peregrinaje contestatario: «Hay que ir a Gijón en cruzada liberal, a rendir homenaje de cariño a la ilustre viejecita de corazón juvenil».

De haber triunfado la propuesta, estaríamos ante un ritual inédito de gran alcance simbólico, en el que, por añadidura, la figura idolatrada no era un varón.

Borrada del callejero en 1937
Desde su muerte, ocurrida hace 90 años, Rosario de Acuña ha sido objeto de unos cuantos estudios. Relegada al olvido durante el franquismo, que la borró muy pronto del callejero (1937), su memoria empezó a ser restaurada al comenzar la década de 1980.

El Ateneo Obrero de Gijón, en buena medida como fruto del trabajo de Daniel Palacio, reeditó su obra 'Padre Juan' en 1985. Otro expresidente de ese centro cultural, José Bolado, terminó siendo el responsable de compilar sus obras en varios tomos que empezaron a publicarse en 2007, y para los que escribió una introducción muy completa que debiera ver la luz de forma independiente.

Entremedias, otros autores habían ido contagiándose del interés por el personaje: Luciano Castañón, María del Carmen Simón Palmer y Elvira María Pérez Manso pueden servir de muestra. Y el interés no disminuyó al cambiar el siglo. Marta Fernández Morales realizó entonces un breve trabajo con una beca de investigación que en 2004 le concedió el Ayuntamiento gijonés. Paralelamente, Aquilino González Neira firmó una recopilación de artículos. Entonces también salió de la imprenta un estudio de Macrino Fernández Riera sobre los vínculos de la escritora con Asturias, predecesor de otro más amplio que se publicó en 2009, el mismo año que inauguró una página web [enlace ⇑] dedicada a la escritora que reúne muchos de sus artículos.

En fin, la lista no puede ser completa, pero mientras rematamos estas líneas nos anuncian la aparición de un extenso capítulo sobre la librepensadora que forma parte de la obra 'Política y escritura de mujeres' y que ha redactado la profesora Elena Hernández Sandoica.

Se continúa, pues, escribiendo sobre Rosario de Acuña. Y, sin embargo, aunque pueda sorprender, todavía quedan facetas por explorar, interpretaciones que redondear y fuentes pendientes de localización, olvidadas a saber en qué archivos e incluso en el mercado anticuario, del cual es muy difícil que terminen reintegrándose al patrimonio común y que la gente que lo desee pueda consultarlas.

El Comercio, Gijón, 13-5-2013


Nota. Este comentario fue publicado originariamente en blog.educastur.es/rosariodeacunayvillanueva el 24-5-2013




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Cuando un grupo de universitarios se dirige a ella ofreciéndole la presidencia honoraria de una sociedad denominada Ateneo Familiar, la escritora —convertida ya en abanderada del librepensamiento y de la masonería— accede...


Lápida colocada en la que fuera casa natal del padre Blanco en Astorga, donde nació en el año 1864 y no en el que, por error, ahí figura10. La visión de un agustino
El 28 de diciembre de 1884 hace pública su adhesión a la causa del librepensamiento. A partir de ese momento nada fue igual para ella. Aquello era una batalla y ella se había cambiado de bando, lo cual no tiene perdón de Dios... 
 

Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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