No parece aventurado pensar que el fallecimiento de su madre, ocurrido en el mes de junio de 1905, tuvo bastante que ver con los cambios que experimentó su vida en los meses siguientes. De nuevo hubo de mirar a la muerte bien de cerca, cara a cara. De nuevo decidió replantearse la vida. Una vez más. Quizás las decisiones que tomó por entonces no tuvieran la trascendencia que aquellas otras que adoptó tras la de su padre (ruptura de su matrimonio, adhesión al librepensamiento, ingreso en la masonería...), pero no fueron en absoluto intrascendentes.
Tal y como había dispuesto (⇑), Dolores Villanueva y Elices fue enterrada en el cementerio civil de Santander. Su hija también quiere que sus restos descansen allí, al lado de los de su madre, y no tarda en comprar un terreno colindante. Poco tiempo después decide desmantelar la granja avícola, a la cual se había dedicado con ahínco y constancia, y se dedica a recorrer las tierras cántabras: en el verano de 1906 pasa una temporada en Suances, luego en los alrededores de Santillana del Mar, a finales de septiembre se encuentra en Reinosa, desde donde se trasladará a Soto de Campoo para iniciar desde allí una expedición a pie que tiene por destino las tierras de Asturias, lugar al que, no tardando, volverá para hacerse construir una casa sobre uno de los acantilados situados en el litoral gijonés.
Antes, en febrero de 1907, redacta su testamento. En el texto, escrito de su puño y letra y por triplicado, designa dos ejecutores testamentarios, de edad muy similar. El uno es Carlos Lamo Jiménez (o Giménez, como ella escribe), la persona que vivió a su lado las últimas décadas de su vida y a quien le suelen otorgar el papel de «joven amante» o «compañero sentimental» de nuestra protagonista, por más que en mi opinión (tal y como he argumentado en un texto anterior ⇑) la suya no parece haber sido una relación entre iguales. El otro es Luis París y Zejín, el protagonista de este comentario.
Era hijo de Luis París y Arriola, maestro sastre del Teatro Real e integrante del círculo de amistades de Felipe de Acuña y Dolores Villanueva, a quienes solía visitar con cierta frecuencia. Rosario lo conocía desde niño, de haberlo visto una y otra vez en la casa familiar acompañando a su padre; lo había visto crecer («ya mostraba los bosquejos de un carácter bien definido»); y, cuando Luis alcanzó la edad adulta, mantuvo con él una relación de amistad que se mantuvo en el tiempo, como bien prueban diversos testimonios escritos.
Los primeros son de su época de universitario. Rosario parece preocupada por sus estudios y Luis, en una carta que le remite en septiembre de 1883, se muestra tajante: «que ni he dejado, ni pienso dejar mi carrera de médico, que espero terminar en junio de 1884 (grado de licenciado)». No fue como él pensaba; no acabó en la fecha que había escrito, y al principio del curso siguiente, aún como estudiante de Medicina, se convierte en uno de los líderes de las protestas estudiantiles (conocidas como «los sucesos de la Santa Isabel») que tuvieron como origen la campaña desatada contra el catedrático Miguel Morayta, a quien la prensa confesional acusa de haber pronunciado un discurso herético en el acto oficial de inauguración del curso. A mediados de noviembre la situación no tiene visos de calmarse, antes al contrario: protestas en la calle en defensa de la libertad de cátedra, presencia de fuerzas policiales en la universidad, negativa de los alumnos a entrar en clase... En los comunicados que por entonces hace públicos la comisión de universitarios, el nombre de Luis París y Zejín es el que suele encabezar la lista. También en el que da a conocer el apoyo recibido por parte de Rosario de Acuña (⇑), que se compromete a pagar la matrícula de aquel alumno «más adelantado en la carrera y con mejores notas» que perdiera la de honor como consecuencia de una sanción por negarse a entrar en clase en defensa «de la ultrajada libertad de cátedra».
No será ésta la única ocasión en la que coincidirán por entonces. Probablemente lo hicieron en la comida (⇑) que, pocos días después, nuestra protagonista ofreció a una comisión de estudiantes y a destacados librepensadores en el madrileño Café de Fornos. Lo volverán a hacer en el homenaje a Giordano Bruno: un proyecto que se pondrá en marcha por iniciativa de los universitarios romanos, que quieren hacer del mártir napolitano el emblema del librepensamiento, de quienes luchan por la libertad de conciencia. Luis París preside la comisión que se constituye al efecto y que invita a los estudiantes de toda España a participar en un acto artístico-literario con el envío de escritos para contribuir «a la gran manifestación europea en favor de la libertad de pensar» (⇑). Rosario de Acuña, que apenas unas semanas antes ha hecho pública su adhesión a la causa del librepensamiento, también toma parte en aquella iniciativa: no sólo es la única mujer que participa en el número extraordinario en honor a Giordano Bruno que publica el semanario Las Dominicales del Libre Pensamiento, sino que también envía un texto a Luis, titulado «Lo indescifrable», quizás para que fuera leído en la celebración que la comisión por él presidida había programado. Unas semanas después escribe una elogiosa crítica de Fray Giordano Bruno y su tiempo, el escrito de su amigo convertido en libro y que se publicó por entonces:
El 17 del pasado febrero se celebraba en Roma una fiesta, en honor de uno los más grandes mártires de la libertad. Buscando, en España, el eco de aquel concurso en que las eminencias de Italia se habían congregado para rendir culto a la memoria del ilustre Nolano, abrí el libro de mi amigo París, bien ajena, por cierto, de que su lectura había de obligarme a hacer un ligero estudio de esta obra…
Cierto es que a Luis le interesan los estudios de Medicina y que, como le escribe a su amiga en septiembre de 1883, tiene previsto pasar un año en Francia y otro en Alemania para «completar todo el programa científico de mi carrera». Pero no es menos cierto que su campo de intereses es bien amplio y no se limita al ámbito de la ciencia médica. Así es que, además de traducir manuales de patología o de clínica quirúrgica, escribe sobre lo que le rodea, también sobre teatro. El seis de diciembre del año ochenta y ocho se convierte en crítico teatral de El Motín, con un texto un tanto demoledor acerca del estreno en el teatro Español de Madrid de la zarzuela titulada Pedro el bastardo. Unas semanas después, en las páginas de ese mismo períódico satírico que dirige José Nakens, se anuncia la puesta a la venta de Gente Nueva (⇑), de la que es autor Luis París, «encargado desde hace quince días de juzgar las obras literarias y teatrales». En esa obra se analizan «las personalidades y los trabajos» de varios integrantes de un grupo que tenía como nexo la disidencia, la oposición a las ideas dominantes, a la intransigencia y el reaccionarismo. Solo había una mujer: Rosario de Acuña, su amiga.
Licenciado en Medicina, que no médico, la prensa y el teatro compartirán sus ocupaciones y desvelos. Además de las ya mencionadas críticas teatrales que realiza para El Motín, colabora en diversas publicaciones periódicas (El Liberal, La Nación, El Cascabel, El Resumen...) y en 1895 se integra en la redacción de La Correspondencia Militar para dirigir el suplemento semanal ilustrado Militares y Paisanos, donde el mundo de la escena tendrá un lugar destacado.
Los escenarios son, sin duda, su gran pasión y a ellos se dedicará con mayor intensidad a poco de adentrarse en la treintena. En 1895 se convierte en director del teatro Moderno de la Alhambra. Un año después, la nueva empresa arrendataria del Teatro Real pone en sus manos toda la organización y funcionamiento, al nombrarlo su representante legal, secretario general de la empresa y encomendarle la dirección de escena. En el noventa y ocho será él quien se subroga el contrato de arrendamiento, convirtiéndose también en empresario teatral. Cuatro años después, las pérdidas que había acumulado le hicieron desistir, lo cual es fácilmente entendible con sólo echar un vistazo al balance de la temporada que realiza en 1901: los ingresos (729 900 pesetas) sólo cubren el 69´44 por ciento de los gastos (1 050 954 pesetas).Luis París fue ante todo director de escena, uno de los primeros que hubo en España, y es opinión generalizada que desarrolló su actividad con gran brillantez, de manera especial en las representaciones de las óperas de Richard Wagner, varias traducidas por él mismo. Apasionado wagneriano, no escatima recursos en la preparación de sus obras, costosas y complejas, cuidando de todos los detalles, desde la posición de los coros en el escenario hasta la iluminación, el atrezo o el vestuario, con una especial atención a la maquinaria empleada, utilizando croquis muy detallados y precisos. Al parecer, sus cuidadas puestas en escena contribuyeron a alimentar la creciente pasión que empezaba a despertar en España la obra de Wagner, de la que son buena muestra las asociaciones wagnerianas que se constituyen por entonces (la de Barcelona se creó en 1901; la de Madrid, diez años más tarde) y los influjos que de la misma se constatan en la pintura o la literatura.
Como reconocimiento a su trabajo, en 1909, al final de una temporada en la cual se representaron en el Real varias óperas de Wagner y que concluyó con el exitoso estreno de El ocaso de los dioses, se le tributó un homenaje. Al banquete, que tuvo lugar en el madrileño Café Fornos, asistieron distinguidos representantes de la ilustración capitalina. A los postres se dio cuenta de las adhesiones recibidas, entre las que figuraban las de otros ilustres firmantes que no acudieron al encuentro. Entre los nombres de unos y otros, comensales y adheridos, tan solo figura el de una mujer: su amiga Rosario de Acuña, que le envió una cariñosa carta (⇑) y un bastón como regalo, seguramente sabedora de que se había fracturado una pierna meses atrás.
«Sigue trayéndonos el arte a trazos grandes, sublimes, heroicos, y ya que gracias a ti, los españoles hemos vislumbrado el ritmo de la armonía universal, cuyo facsímil son las obras de Wagner»: le escribía su amiga, y él le hizo caso. Siguió al frente de la dirección escénica del Real hasta que en 1925 el edificio fue cerrado por problemas estructurales; luego pasó a realizar la misma función en el recién creado Teatro Lírico Nacional, con sede en el de Zarzuela y de cuya dirección colegiada pasó a formar parte. Tiempo atrás se había convertido en el primer director del Museo Museo-Archivo del Teatro Real creado a propuesta suya en 1919 para conservar e inventariar el material artístico que generaban las producciones del teatro.
En 1934, cuando contaba con setenta y un años de edad, es nombrado delegado del Gobierno en el Teatro de la Ópera, cargo que compatibiliza con la dirección del Museo. Dos años más tarde, todo se acaba: presenta la dimisión de todos sus cargos y, poco después, «resultando que, a pesar de haberse hecho las gestiones necesarias al efecto, el interesado no ha remitido con la debida anticipación los documentos originales de sus respectivos cargos», se le declara jubilado con fecha 31 de mayo de 1936. No lo será por mucho tiempo.
De mis alhajas que elija una para él y otra para su hija D. Luis París y Zejín [...] encargo a don Luis París y Zejín que ayude a ordenar, coleccionar, corregir y publicar (poniéndole prólogo a la colección) a D. Carlos Lamo y Giménez todas mis obras literarias publicadas o inéditas, en prosa o en verso, recomendándole que para la colección y publicación se atenga al orden de las fechas, con la cual podrá seguirse la evolución de mis pensamientos.
Desconozco si, de acuerdo con la voluntad expresada por Rosario de Acuña en su testamento, don Luis París y Zejín eligió, para sí y para su hija, algunas de las piezas de su joyero, lo que sí sabemos es que a su muerte no fueron publicadas sus obras, tal y como era su deseo. Lo que sí sabemos es que quien se empeñó en lograrlo fue Regina Lamo Jiménez (⇑), y que a ella se debe tanto la reedición de El padre Juan como la publicación de Rosario de Acuña en la escuela, el cual y si hacemos caso del subtítulo ("Cuentos y versos" "Tomo I") parecía estar destinado a ser la primera entrega del encargo de la autora. Ni Carlos Lamo Jiménez, ni Luis París y Zejín; ni el buen discípulo, ni el afamado director de escena...
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