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29 diciembre

167. ¡Se acabó!


Suances. Ilustración publicada en los años ochenta en la que aparece la torre situada a la entrada de la ría
Durante la noche del dos al tres de abril del año 1905 se comete un robo en una finca de la localidad cántabra de Santa Cruz de Bezana. El suceso tiene su importancia, pues no solo se han llevado un buen lote de gallos y gallinas, sino también el esfuerzo de un año de trabajo y, sobre todo, la ilusión y el entusiasmo de quien mantenía abierta aquella granja avícola. No era la primera vez, pero todo parece indicar que esta fue la última.

Su incursión en el campo de la avicultura  había comenzado seis o siete años antes, animada por la experiencia de una viuda normanda que conoció tiempo atrás en los alrededores de la Bayona francesa. Supo entonces que aquella actividad era rentable, con unas ganancias que superaban la cantidad que su propietaria recibía como pensión. Así fue como, con este ejemplo en su mente y convencida de las bondades que la tierra cántabra reunía para la avicultura, decidió probar fortuna y ponerse manos a la obra.

Impulsada por el afán (creo que a todas luces digno y noble) de conservar la holgura de mi hogar y defenderlo de la miseria [...] recogí los restos de mis economías y me lancé, llena de fe y valor, a instalar en mi vivienda campesina el núcleo, el principio, el origen de una modesta industria avícola

Para empezar con buen pie nada mejor que acudir a quien pasaba por ser la principal autoridad en la materia: Salvador Castelló y Carreras, quien –tras realizar estudios de zootecnia en Bélgica– se había convertido en un verdadero pionero de la enseñanza avícola en España al haber fundado en el año 1896 una escuela de avicultura en Arenys de Mar, ubicada en las instalaciones de la granja modelo que con el nombre Granja Paraíso había abierto dos años antes. De sus manuales, de los cursos publicados por el señor Castelló,  obtuvo Rosario de Acuña buena parte de los contenidos teóricos sobre avicultura práctica, industrial y científica (planes, instalaciones, presupuestos, condiciones de las distintas razas...). Ahora bien, para la puesta en marcha de todo lo aprendido necesitaba contar con el moderno material que se precisaba y con una buena materia prima.

Vivía en Cueto, en aquel tiempo una localidad situada a las afueras de Santander, y hasta allí irán llegando los diversos artilugios. Adquirió un bebedero mecánico y varios comederos; una incubadora y una secadora. Y,  para que no faltara de nada, compró una hidromadre, esto es y en sus propias palabras, la «maquinaria completa para la cría artificial». Con las instalaciones ya preparadas, solo había que esperar a la llegada de los primeros animales: lotes de  puras negras, de andaluzas azules, de brama-pootra armiñadas, procedentes de las granjas de Castelló; andaluzas puras negras de la granja de Algete, propiedad del duque de Sexto, y de la granja Chilín, de Vilanova; patos Rouen procedentes de Francia...

...tracé una línea teórica que sirviera de norte al proyecto, y esta línea era crear una casta, o variedad, de gallinas rústicas, ponedoras excelentes (de huevos gordos), fuertes, resistentes a las crudezas atmosféricas, de polladas sanas y fáciles de criar, de carnes aceptadas en el mercado general, sin suculencias exóticas, ni dificultades de venta, y para lo cual me sirviesen los elementos que tenía. Atenta a este propósito teórico, empecé a trabajar.

El medio para lograr su objetivo es el mestizaje, el cruce de razas. Su opción era diametralmente opuesta a la que sustentaban los expertos en la materia, defensores del aislamiento de las diferentes razas para depurarlas y mantener su pureza. Dos interpretaciones diferentes de El origen de las especies; dos miradas distintas:

...abría yo las obras de Darwin (que antes de traducirse a ningún idioma ya me las había explicado en castellano mi abuelo materno), tan admirablemente presentidas en una de sus tesis más fundamentales por nuestro Cervantes en el Quijote, que dice, poco más o menos, que todo linaje que pretende conservarse puro suele acabar en punta; axioma comprobado por las leyes darvinianas de la variabilidad...

Si los peritos titulados ponían el énfasis en la selección; la nieta del darwinista Juan Villanueva lo hacía en el mestizaje: «La selección, sí, pero antes la variabilidad. Sigamos humildemente a la Naturaleza, que para seleccionar mezcla antes siempre». A pesar de las reticencias,  del despreció o la «sonrisa de conmiseración ultrajadora» que recibió de los doctos señores a los que fue a pedir asesoramiento y consejo, todo parece indicar que su opción resultó satisfactoria, pues, además de obtener el segundo premio (Medalla de plata) en la Exposición Internacional de Avicultura que se celebró en Madrid en el mes de mayo de 1902, consiguió que los productos de su granja tuvieran una buena acogida.

Uno de los anuncios publicados en El Cantábrico ofertando los productos de la granja

Parece satisfecha. Su plan está en marcha. Se dedica casi por completo a los animales de su granja, como bien describe Pablo Lastra y Eterna en «La avicultura en la Montaña» (⇑). De manera habitual El Cantábrico publica un anuncio con la oferta de sus productos: huevos para incubar (de gallina y de pata), gallos y gallinas (mestizos, de razas muy ponedoras), patos Rouen... Atiende los pedidos de huevos para incubar que recibe del resto de España (⇑) y del extranjero; y las tardes de los jueves y de los domingos despacha sus productos al público que se acerca hasta la finca en la que vive y trabaja. Sus méritos están siendo reconocidos y la Asociación de Avicultores Montañeses solicita su concurso para participar en las labores de preparación de la exposición provincial que pretende poner en marcha. 

Estaba, sin duda, satisfecha con su obra y, deseosa de que pudiera ser imitada por otros agricultores de la Montaña, decide reimprimir, en forma de pequeño libro (⇑), los artículos que sobre avicultura había publicado en  El Cantábrico. Estaba satisfecha de su trabajo y da cuenta pública de sus logros: «…mandé ejemplares de aves y huevos a Méjico, a la Argentina y a casi todas las provincias de España; en un solo año vendí catorce mil huevos para incubación». Todo parecía ir por el buen camino... hasta que tropezó de nuevo con el gran mal que asolaba la patria: la perniciosa influencia que el clero ejercía en sus semejantes. 

Mi granja avícola, donde durante cuatro años vertí sin economía el sudor de mi frente y los ahorros de toda mi vida, tuvo que desaparecer porque la dueña de la finca donde la tenía instalada, señora feligresa muy amada de un canónigo de la catedral de Santander, sintió terrores de conciencia por tener alquilada su finca a una hereje, y me arrojó de ella (por cierto sin darme más que quince días de término para desalojarla), sin duda para tener más seguro el paraíso, y sin que me valieran las tres mil pesetas que había gastado en gallineros, cobertizos, etcétera, y aún tuve que derribarlo todo para dejarlo a gusto de ella… y del canónigo.

Anuncio de venta de huevos para incubar

De nuevo el clericalismo se cruza en su camino. De nuevo el gran mal que asola la patria se lleva por delante los esfuerzos de la técnica y la razón. Cuando sus anhelos y esfuerzos estaban dando sus primeros frutos se vio obligada a desmantelar las instalaciones. El proyecto quedó bruscamente truncado, pero no se dio por vencida. Había que buscar un nuevo emplazamiento para la granja, había que volver a intentarlo.

Durante el mes de mayo del año 1904 los lectores de El Cantábrico se encuentran, día sí y día también, con un anuncio que les informa sobre el asunto: «La granja avícola que había en Cueto se ha trasladado a otro pueblo y se anunciará oportunamente». Se entiende que la apertura será inminente pues los clientes habituales de doña Rosario pueden seguir realizando los pedidos en la administración del periódico.

Será en Bezana donde reanude su actividad. Vuelta a empezar. Instalar cobertizos, poner en funcionamiento el comedero mecánico y la incubadora. Reanudar las anotaciones en los cuadernos de gastos e ingresos, de puesta, de alza y baja de pollos... Poco a poco las rutinas retornan a la granja de doña Rosario.

Oferta de gratificación a quien aporte informes sobre el robo sufridoSerá en Bezana donde, algunos meses después, su proyecto, su pequeña industria, reciba un nuevo mazazo. En el transcurso de la noche del dos al tres de abril de 1905 unos intrusos penetran en su granja y se llevan gallos y gallinas con un valor que, a precios de mercado, suponía el importe de un año de trabajo. ¡Lo que faltaba! Estaba reponiéndose del descalabro producido por el obligado desmantelamiento de su granja de Cueto y ahora ¡un robo!   Lo primero que se le ocurrió fue ofrecer una gratificación a quien facilitara información que permitiera la recuperación de lo robado. De entrada su oferta fue de cinco duros, luego la dobló: había mucho en juego y no era cuestión de escatimar nada en el envite. Aquel robo supone un duro mazazo a todos sus esfuerzos, pero también, y por ello resulta mucho más descorazonador, un duro golpe a la esperanza de quienes ansían contemplar que la patria, al fin,  consiga verse libre de sus atávicas costumbres. Tiene fundadas sospechas de que los ladrones residen en las proximidades («eran muy conocedores de todo lo que había en el gallinero») y la certidumbre de que los gallos y gallinas robados –como sucede en otros robos similares– se venden impunemente en el mercado de la capital. 

Y como yo, a mi vez, no robo ni echando agua a la leche que va al mercado, ni vendiendo huevos podridos, ni verduras pasadas, ni entrando sin pagar artículos de consumo, ni robando cabritos, ni cochinillos, ni conejos, ni palomas, ni gallinas, ni otros ciento y pico de modos y maneras que tienen de robar casi todos esos pobrecitos [resulta un desequilibrio enorme de justicia en perjuicio mío, que no robando a nadie soy robada. Por lo cual es completamente justo, equitativo, razonable y nobilísimo, que pongan en conmoción a todas las autoridades. Y solamente ante la imposibilidad de coger a los ladrones (pues no parece sino que cuentan en cada casa y cada mercado con un encubridor), es por lo que no los llevo a presidio, porque quien como yo trabaja honradamente y no roba a nadie y vive con una estrechez rayana en la miseria, si tiene dentro alma capaz de sentir la dignidad, la justicia y la razón, debe poner el grito en el cielo si le roban el fruto de su trabajo.

Está indignada; también desmoralizada y pesarosa. En un comunicado (⇑) que en aquellos días envía a El Cantábrico advierte a la Sociedad de Avicultores Cántabros que si no toman cartas en el asunto, que si no se pone remedio a los robos en las granjas, la incipiente industria avícola cántabra tendrá un futuro incierto,  pues «no hay afición avícola que resista la cría de aves para nutrir ladrones». En cuanto a ella, ya anuncia su voluntad de desmantelar, otra vez, su granja.

¡Se acabó! Sus intentos por recuperar las aves robadas fueron infructuosos, a pesar de que localizó, y compró, algunas de sus gallinas en el mercado de Santander. ¡Se acabó! Ya no lo volverá a intentar. Si la granja de Cueto estuvo funcionando varios años, la de Bezana apenas permaneció abierta unos meses. Tal como anunciaba en su comunicado, quedó desmantelada tiempo después. La confirmación del fin de su actividad como avicultora la tendremos al año siguiente.

Libre de las ataduras que imponía la atención a los animales del corral que le impiden  ausentarse de la localidad (con excepción de las escapadas que una vez a la semana realiza a la orilla del mar para tumbarse sobre las duras escolleras que bordean el Cantábrico), ya puede recorrer pausadamente el bello paisaje cántabro. Constancia tenemos de que a lo largo del verano del siguiente año reside durante unos días en Suances (tal como describe en el artículo (⇑) que con este título publica por entonces) y, días más tarde, en los alrededores de Santillana del Mar.

A finales de septiembre, coincidiendo con los días de feria, pasa unos días en Reinosa. Se hospeda en  el «Gran Hotel de la Salud», donde coincide con José Estrañi, director de El Cantábrico, quien nos ha dejado escrito que doña Rosario aprovechó su estancia para comprar un precioso potro, con vistas al inminente viaje que iba a realizar acompañada de su sobrino Carlos Lamo (⇑). El escenario de sus andanzas, pues a pie se iban a trasladar con la ayuda del potro que a lomos llevaría sus pertenencias, eran las montañas de Reinosa con la intención de llegar hasta las tierras de Asturias. El viaje dio comienzo en Soto de Campoo, localidad donde su amigo el escritor Luis Bonafoux (la «víbora de Asnieres» ⇑ ) pasaba temporadas, pues allí regentaba una posada la familia de su mujer,  Ricarda Valenciaga.

Libre de las obligaciones que el cuidado de patos y gallinas impone día a día y hora a hora, Rosario de Acuña recupera su antigua pasión por los viajes.  La datación de algunos de los sonetos que escribe por entonces son buen ejemplo del cambio experimentado en su vida: El becerrillo doméstico, escrito en «Tejahierro (Montañas de Reinosa), 1906»; Las brañas, «Montes de Saja, (braña de Bustandrán), 1907»; El arroyuelo, «Montes Cántabros, 1908».

En los cántabros montes, espaciadas
entre las cumbres, níveas o rocosas, 
se extienden praderías amorosas
de cristalinas fuentes esmaltadas...
....

¡Se acabó!




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Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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17 diciembre

142. La víbora de Asnieres


Fotografía de Bonafoux publicada en 1931
Así era conocido Luis Bonafoux, por lo afilado y mortífero de su pluma y también por la localidad cercana a París donde residió durante un tiempo, cuando era corresponsal del diario  Heraldo de Madrid: tenía su domicilio en el número 46 de la avenida Pereire en la ciudad de Asnieres, departamento del Sena. Dos características éstas que lo definen en gran medida, pues don Luis fue escritor y periodista, un periodista de raza a decir de algunos, y no se contentó con escrutar el escenario desde un sólo lugar, sino que lo hizo desde localidades bien diferentes: Burdeos, Puerto Rico, Cuba, Salamanca, Madrid, Santander, París, Londres...

Su padre, un francés que comerciaba con vinos que traía de su tierra, llevaba años asentado en Guayama (localidad puertorriqueña por la que, andando el tiempo, se convertirá en diputado el mismísimo Galdós) cuando en uno de sus viajes conoce a Clemencia, hija del político venezolano Ángel Quintero. Se casan y embarcan para Francia, donde no tardando nacerá Mario Luis Bonafoux Quintero. Poco después padre, madre e hijo regresan a Guayama, lugar en el que Luisito pasará sus primeros años. Parece que en poco tiempo ya está escrito una parte de su libreto: niño de origen franco-venezolano, nacido en Saint Loubez, a las orillas del Garona, y residente en Puerto Rico, España.

Algunas pifias cometidas en sus tiempos de bachiller dirigen sus destinos universitarios a la metrópoli. En Madrid inicia sus estudios de Leyes, que continuará en Salamanca, donde realizará sus primeras incursiones en el mundo del periodismo. Primero fue El Eco del Tormes; luego, ya en Madrid, El Solfeo, revista en la que se dará a conocer Leopoldo Alas, Clarín, con quien mantendrá una encarnizada polémica al acusarle de haber plagiado La regenta; más tarde El Globo, Alma Española, El Liberal, El País, Vida Nueva...

Amigo Bonafoux: Me envían el recorte de un periódico con un artículo que dice son «hampa dorada» los que colaboran en el Heraldo de París. No sabía yo que había vuelto a publicarse su Heraldo, pero sí sé que es un verdadero honor el contarme entre sus colaboradores, pasados o presentes. Como yo escribí en él (y escribiera si esta lucha feroz de trabajo y penalidades en que estoy metida me dejase algunos minutos de tiempo para honrarme en las columnas de su periódico), le ruego me haga partícipe de todo ese cieno que los sapos de la prensa española arroja sobre el Heraldo...

La carta de Rosario de Acuña es del año 1904. Había colaborado en el pasado en Heraldo de París y antes en La Campaña, dos periódicos que Bonafoux publicó en París. Su amistad viene, por tanto, de tiempo atrás. Quizás se conocieran en los últimos años del XIX, cuando la librepensadora residía en las proximidades de Santander, habida cuenta de que el señor Bonafoux tenía lazos familiares en aquella tierra y la visitaba con cierta frecuencia. Resulta que en una ocasión en que los días de bohemia le habían dejado la bolsa esquilmada, recibe una propuesta sorprendente: convertirse en gerente de unas minas de cobre localizadas en Soto de Campoo, en las cercanías de Reinosa. Ni sus estudios de Leyes, ni su experiencia periodística... la oferta tenía mucho más que ver con el hecho de que uno de los fundadores de la empresa fuera tío suyo. Lo cierto es que a finales de 1888 Luis Bonafoux ya está en tierra cántabra y que un año después se casa con  Ricarda Encarnación Valenciaga y Gordejuela, una joven de veinte años que trabajaba en la fonda que en Soto regentaba su padre. No aguantó durante mucho tiempo Bonafoux aquella vida tranquila y sedentaria, y meses después el matrimonio se traslada a Puerto Rico. Se marchó de allí,  pero volverá a Soto, a Santander, una y otra vez, desde Madrid, desde París... Dicen que sentía la obsesión de las cumbres...

«Si los apologistas de la costa de Esmeralda fuesen costeando de San Sebastián a Deva, Saturrarán y Motrico; si hubieran hecho el fantástico viaje de Zumárraga a Bilbao, o visto a Bárcena desde los riscos por donde trepa el tren de Santander, o entrado en Solares al despuntar el sol sobre el tupido follaje que envuelve el pueblo, o internándose, con doña Rosario de Acuña o con don Ángel de los Ríos, en el atormentado laberinto de aquella provincia hasta llegar a los Picos de Europa, no pareceríales tan pintoresca la impresión que la costa de Esmeralda deja en la retina».


Aunque es probable que hubieran coincidido en alguna cima admirando las cumbres de La Montaña, donde tenemos constancia de que sí lo hicieron fue en las páginas de Gente Nueva, escrito por Luis París. Allí compartieron ambos  espacio y protagonismo con Pompeyo Gener,  Nakens, Dicenta, Mariano de Cavia, Degetau, Fernández Shaw, Zahonero, Alejandro Sawa, Urrecha y otros escritores disidentes (⇑).

Con algunos de los integrantes de aquel grupo mantuvieron los dos una amistad compartida. Tal fue el caso de Joaquín Dicenta y el propio Luis París. De la relación que mantuvo con ellos doña Rosario ya ha quedado constancia en anteriores comentarios. Por lo que respecta a Bonafoux, baste decir que los dos arriba mencionados fueron sus amigos y confidentes  y que el madrileño café Fornos fue testigo de las animadas tertulias que –junto a otros integrantes de aquella «gente nueva» como  Manuel Paso o Alejandro Sawa– mantuvieron durante años. 

La relación entre Rosario de Acuña y Luis Bonafoux lo fue de amistad pero también profesional. El español nacido en Francia, que la trataba de «amiga y compañera» y no olvidaba enviarle recuerdos de su mujer e hijos («Ricarda saluda cordialmente a usted. Mis muchachos le envían muchos cariños»; «en casa todos la recordamos a usted con cariño y respeto»), solía hablarle de sus proyectos periodísticos ( «Creo que resucitaré La Campaña y que el primer número podrá salir el 15 de este mes...»; «Creo que sacaré un nuevo periódico la semana próxima, periódico más literario que político, pero dando de vez en cuando una campanada política») para los cuales le pedía una y otra vez colaboración: un articulito de media columna o «publicar en cada número algo de las memorias íntimas de usted. Sé que el público, mi público, las querría y admiraría». Su amiga Rosario, desde Madrid primero y desde Cantabria después, le enviaba artículos o poesías;  también un cuento (El secreto de la abuela Justa (⇑), dedicado a los hijos de Bonafoux)... y algunas cartas: todo lo publicaba el hispano-francés (incluso una fotografía (⇑) que por casualidad llegó a sus manos).

Decía más arriba que quizás se hubieran conocido en Cantabria. Si probable es que hubieran coincidido en cualquier paraje de La Montaña –habida cuenta de que, cuando el periodismo y la bohemia soltaban amarras, volvía don Luis a Santander y doña Rosario allí vivió unos cuantos años–, de lo que no cabe duda alguna es que ambos concitaron la ira de muchos españoles en el año once, cuando estalló el escándalo de La jarca (⇑): la pensadora le envió el ácido escrito y el periodista lo publicó al instante. Fue en París... pero todo se termina sabiendo. Mucho más si alguien está por la labor de que así sea. Se supo... y se armó una buena. Los nombres de Luis Bonafoux y de Rosario de Acuña estuvieron en todas las protestas, en todas las proclamas, en todas las manifestaciones, en todas las quejas. Uno ya estaba fuera de España, la otra se tuvo que ir. También coincidieron en esto.




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Rosario de Acuña y Villanueva. VIDA y OBRA (⇑)

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